martes, 17 de febrero de 2015

Pendientes de una máscara infantil de carnaval


La semana pasada algunas madres andaban muy estresadas con los disfraces infantiles para el carnaval. Así pude comprobarlo la otra tarde cuando me subí al autobús para ir a clase de inglés. Yo iba sentada repasando mis apuntes, y una mujer con fingidos aires de regio abolengo que llegó con dos niños de unos cinco y siete años respectivamente con pelo paje a juego y que parecían sacados de aquel popular anuncio de champús del señor Johnson, después de haber validado la tarjeta en la máquina, empezó a gritar: «¡Hemos perdido la bolsa con las máscaras de carnaval!». Como era el origen del trayecto, le preguntó al conductor si iba a tardar mucho en salir. Éste dejó el whatsap, miró a la mujer con cara de pocos amigos y le advirtió: «Yo me tengo que marchar en cinco minutos, así que usted misma…». Su voz sonó realmente amenazadora, pero la mujer que aspiraba a ostentar el título de marquesa debió de interpretar algo parecido a «No se preocupe, tranquila, no pierda cuidado. Usted haga lo que tenga que hacer, déjeme a los dos peques aquí conmigo y con el resto de viajeros, que sus fieles vasallos la estaremos esperando cuanto haga falta». Así que la mujer, ni corta ni perezosa, le dijo al chófer que se iba un momento, a ver si encontraba una bolsa con unas máscaras de carnaval que se le había debido de caer por el camino; acomodó a los dos mochuelos en el asiento doble delantero haciéndoles prometer que se portarían como dos angelitos y que no se moverían de allí y se marchó presurosa en busca de las caretas. No voy a juzgar su comportamiento ni a impartir lecciones de moralina, pero para careta la suya (carota, mejor dicho), que nos dejó a todos los viajeros en aquel tinglado y aun encima por una trivial causa carnavalesca.
Los niños, que estaban bien educados, todo hay que decirlo —nada que ver con esas fieras salvajes e indomables que tanto abundan—, hicieron caso de la madre, fueron modositos y ni se inmutaron. El conductor se quedó con la boca abierta ante la rocambolesca situación, al igual que nos quedamos todos los pasajeros. Algo me decía que aquel trayecto iba a hacerse largo y que hubiera sido mejor y más rápido ir a clase en metro.
Para mayor incomodidad, se me sentó al lado un hombre mayor que respiraba con esfuerzo, escandalosa y pesadamente, depositando en el aire unas partículas invisibles de un hedor agrio. Era de esos cuya ronquera cansina va en progresión: primero, respiran con dificultad pero respiran; luego, durante unos segundos que se hacen eternos por lo angustiosos, dejan de respirar, o es lo que parece; a continuación, se atragantan con su propia saliva, para finalizar con un breve concierto de tos moribunda. Y vuelta a empezar con el peculiar ciclo respiratorio. Esto, sumado a su problema de halitosis, podía convertir aquel trayecto en un calvario, en un verdadero suplicio, en una gran tortura para mí.
Los cinco minutos ya habían pasado, y los diez también, y la mujer que se había marchado en busca de las máscaras de carnaval no aparecía. El conductor se empezó a poner nervioso y contagió su estado a todos los pasajeros. Supongo que debía de estar pensando en cómo combinar las palabras que iba a soltarle a la gran dama cuando volviera para demostrarle su autoridad de manera tajante e irreverente. A fin de cuentas, la contundencia era lo que se merecía aquella mujer que nos había dejado a todos a sus expensas, como si fuéramos su servidumbre, y que había actuado de un modo tan irresponsable. Algunos viajeros comentaron que lo más sensato hubiera sido buscar la dichosa bolsa de las máscaras con sus dos hijos de la mano. Hubieran podido coger el siguiente autobús, si el nuestro ya se había marchado. Pero no. El caso era fastidiar. Allí nos iban a dar la cena. El conductor estaba a punto de comunicar la incidencia al centro de control a la espera de recibir órdenes de sus superiores cuando los niños vieron a través del cristal que su madre ya volvía y le avisaron: «¡Espere, que ya viene!».
«Bueno, pues ya estoy aquí», proclamó la mujer con majestuosidad, orgullosa por haber recuperado las máscaras de carnaval. El chófer no se anduvo con circunloquios, le levantó la voz y le soltó: «Esto no lo vuelva a hacer más porque ya iba a dar parte. ¡Usted me ha dejado aquí con todo el marrón y yo no me podía largar con los dos menores!». Pues sí, era alucinante y no hacía falta tener una inteligencia extrema para entenderlo. (Más que marrón, le había dejado en un problema de cojones, con perdón.) Yo en su lugar habría estado verdaderamente avergonzada por tener a todo un autobús pendiente de una máscara infantil. Pero ella no pareció sentirse muy apesadumbrada y se ahorró el momento avestruz. Primero se quedó petrificada, sin saber cómo reaccionar, como si no atinara a balbucear un simple «Lo siento». Después, miró al conductor con expresión rígida durante unos segundos hasta que decidió agachar la cabeza y aparentar sumisión. Posiblemente el silencio era su modo de pedir perdón por su acto irresponsable. Las criaturas enseguida se escudaron en los brazos de su madre y gritaron casi al unísono: «¡Mami, bieeeen, has encontrado las máscaras!».
En el autobús los ánimos estaban muy exaltados. «¡Nos ha jodido bien a todos la pija esta! ¿Dónde tendrá la sesera?», masculló mi compañero de asiento dirigiéndose a mí, pero yo había decidido tener una actitud contemplativa en la escena y no quise involucrarme en la discusión. Salvaguardé la distancia pues me parecía que si me giraba para hablarle tendría que saborear el hedor (cualquiera le seguía la conversación, con lo mal que le olía la boca) y me hice la despistada haciendo ver que estaba abstraída en mis apuntes de inglés y que no le oía, aunque tenía todos mis sentidos puestos en la escena (por desgracia, especialmente el del olfato). Se oyó refunfuñar en todo el autobús, pero por unanimidad los viajeros prefirieron morderse la lengua y no montarle un numerito a la mujer, supongo que por respeto a los niños. Porque bastante asustados estaban ya al ver que iban pasando los minutos y que su madre no volvía. Así que todos decidieron dejar de poner verde a la madre delante de los dos mocosos y restarle importancia al incidente. No convenía alargar la tensa situación por más tiempo. El conductor pensó que por esta vez no daría parte del altercado a sus superiores y puso en marcha el motor para acallar las protestas, calmar a los viajeros y olvidar el incidente. Asunto concluido.
Para aquella mujer, lo fundamental era que había encontrado las máscaras y que los niños ya se podían disfrazar. Lo secundario éramos nosotros. ¿Que el autobús iba a salir con diez minutos de retraso en origen? Pues que el conductor avisara por radio y sin problema. ¿Que Fulanito iba a llegar tarde al dentista? Pues ya cambiaría la visita y punto. ¿Que Menganito iba a perder el tren que tenía previsto coger después de este autobús? Pues ya se esperaría al siguiente y solucionado. ¿Que Zutanito aún tenía que preparar el sofrito de patata y cebolla para la tortilla que tenía pensado cenar hoy? Pues que se despachara un socorrido tetrabrik de crema de verduras al toque de quesito, que por un día no le iba a pasar nada. ¿Que Perenganita (en este caso, yo) iba a llegar casi al final de la clase de inglés? Pues ya pediría los apuntes a un compañero y no problem. Para ella, It doesn’t matter. Para los demás, That’s incredible!, o lo que es lo mismo, ¿cómo se puede tener tanto morro? (Iba a emplear el verbo "to fuck", pero aquí no quedaría fino.) Resulta fácil solucionar las cosas para alguien acostumbrado a salirse siempre con la suya.
El caso es que la mujer se acomodó en el asiento, el conductor se puso en marcha y los viajeros se callaron. Yo iba a llegar tarde a clase y, para mayor maldición, el hombre de la respiración quejumbrosa que competía con el rugido del motor no se bajaba del autobús ni aunque lo empujaran. Tuve que contener mi arrebato de lanzarlo por la puerta en la siguiente parada, de tan insoportable que resultaba aquel olor agrio. Me llevé un caramelo a la boca para intentar paliar el efecto nauseabundo que me producía. La mujer de las máscaras se bajó del autobús en una zona residencial ante la mirada fulminante de los pocos viajeros que aún quedábamos desde el origen del trayecto, que habíamos sufrido el retraso en la salida por su culpa y que aún estábamos esperando una disculpa. Iba con la cabeza bien alta, como los que están acostumbrados a tener servidumbre, y descendió con más derroche de pomposidad que el que había manifestado al subir, pero esta vez tal vez para inmunizarse o para encubrir el sentimiento de culpa del que sabe que ha cometido un acto irresponsable y es enjuiciado pero trata de salir ileso y de salvaguardar el honor. Los niños, por el contrario, bajaron del autobús con la cabeza gacha, como el que oculta algo y disimula mal el secreto.
Yo solicité parada, me fui pitando a mi clase de inglés, a la que llegué supertarde, y allí se quedó el «halitoso» exhalando sus bacterias putrefactas por todo el autobús. Bueno, pues esto es todo lo que tenía que contaros hoy. That’s all and Thank you for your time.
© Marta García Carrato, 2015
 
 
Fuente: Hora punta, de TMB.
 
 
 

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