La
semana pasada algunas madres andaban muy estresadas con los disfraces infantiles
para el carnaval. Así pude comprobarlo la otra tarde cuando me subí al autobús
para ir a clase de inglés. Yo iba sentada repasando mis apuntes, y una mujer
con fingidos aires de regio abolengo que llegó con dos niños de unos cinco y
siete años respectivamente con pelo paje a juego y que parecían sacados de
aquel popular anuncio de champús del señor Johnson, después de haber validado
la tarjeta en la máquina, empezó a gritar: «¡Hemos perdido la bolsa con las máscaras
de carnaval!». Como era el origen del trayecto, le preguntó al conductor si iba
a tardar mucho en salir. Éste dejó el whatsap, miró a la mujer con cara de
pocos amigos y le advirtió: «Yo me tengo que marchar en cinco minutos, así que
usted misma…». Su voz sonó realmente amenazadora, pero la mujer que aspiraba a ostentar
el título de marquesa debió de interpretar algo parecido a «No se preocupe, tranquila,
no pierda cuidado. Usted haga lo que tenga que hacer, déjeme a los dos peques aquí
conmigo y con el resto de viajeros, que sus fieles vasallos la estaremos
esperando cuanto haga falta». Así que la mujer, ni corta ni perezosa, le dijo
al chófer que se iba un momento, a ver si encontraba una bolsa con unas
máscaras de carnaval que se le había debido de caer por el camino; acomodó a
los dos mochuelos en el asiento doble delantero haciéndoles prometer que se
portarían como dos angelitos y que no se moverían de allí y se marchó presurosa
en busca de las caretas. No voy a juzgar su comportamiento ni a impartir lecciones
de moralina, pero para careta la suya (carota, mejor dicho), que nos dejó a todos los viajeros en
aquel tinglado y aun encima por una trivial causa carnavalesca.
Los
niños, que estaban bien educados, todo hay que decirlo —nada que ver con esas
fieras salvajes e indomables que tanto abundan—, hicieron caso de la madre,
fueron modositos y ni se inmutaron. El conductor se quedó con la boca abierta
ante la rocambolesca situación, al igual que nos quedamos todos los pasajeros.
Algo me decía que aquel trayecto iba a hacerse largo y que hubiera sido mejor y
más rápido ir a clase en metro.
Para
mayor incomodidad, se me sentó al lado un hombre mayor que respiraba con
esfuerzo, escandalosa y pesadamente, depositando en el aire unas partículas
invisibles de un hedor agrio. Era de esos cuya ronquera cansina va en
progresión: primero, respiran con dificultad pero respiran; luego, durante unos
segundos que se hacen eternos por lo angustiosos, dejan de respirar, o es lo
que parece; a continuación, se atragantan con su propia saliva, para finalizar
con un breve concierto de tos moribunda. Y vuelta a empezar con el peculiar
ciclo respiratorio. Esto, sumado a su problema de halitosis, podía convertir
aquel trayecto en un calvario, en un verdadero suplicio, en una gran tortura para mí.
Los
cinco minutos ya habían pasado, y los diez también, y la mujer que se había
marchado en busca de las máscaras de carnaval no aparecía. El conductor se
empezó a poner nervioso y contagió su estado a todos los pasajeros. Supongo que
debía de estar pensando en cómo combinar las palabras que iba a soltarle a la
gran dama cuando volviera para demostrarle su autoridad de manera tajante e
irreverente. A fin de cuentas, la contundencia era lo que se merecía aquella
mujer que nos había dejado a todos a sus expensas, como si fuéramos su
servidumbre, y que había actuado de un modo tan irresponsable. Algunos viajeros
comentaron que lo más sensato hubiera sido buscar la dichosa bolsa de las
máscaras con sus dos hijos de la mano. Hubieran podido coger el siguiente
autobús, si el nuestro ya se había marchado. Pero no. El caso era fastidiar. Allí
nos iban a dar la cena. El conductor estaba a punto de comunicar la incidencia
al centro de control a la espera de recibir órdenes de sus superiores cuando
los niños vieron a través del cristal que su madre ya volvía y le avisaron: «¡Espere,
que ya viene!».
«Bueno,
pues ya estoy aquí», proclamó la mujer con majestuosidad, orgullosa por haber
recuperado las máscaras de carnaval. El chófer no se anduvo con circunloquios, le
levantó la voz y le soltó: «Esto no lo vuelva a hacer más porque ya iba a dar
parte. ¡Usted me ha dejado aquí con todo el marrón y yo no me podía largar con
los dos menores!». Pues sí, era alucinante y no hacía falta tener una
inteligencia extrema para entenderlo. (Más que marrón, le había dejado en un
problema de cojones, con perdón.) Yo en su lugar habría estado verdaderamente
avergonzada por tener a todo un autobús pendiente de una máscara infantil. Pero
ella no pareció sentirse muy apesadumbrada y se ahorró el momento avestruz.
Primero se quedó petrificada, sin saber cómo reaccionar, como si no atinara a
balbucear un simple «Lo siento». Después, miró al conductor con expresión
rígida durante unos segundos hasta que decidió agachar la cabeza y aparentar
sumisión. Posiblemente el silencio era su modo de pedir perdón por su acto irresponsable.
Las criaturas enseguida se escudaron en los brazos de su madre y gritaron casi
al unísono: «¡Mami, bieeeen, has encontrado las máscaras!».
En
el autobús los ánimos estaban muy exaltados. «¡Nos ha jodido bien a todos la
pija esta! ¿Dónde tendrá la sesera?», masculló mi compañero de asiento
dirigiéndose a mí, pero yo había decidido tener una actitud contemplativa en la
escena y no quise involucrarme en la discusión. Salvaguardé la distancia pues me
parecía que si me giraba para hablarle tendría que saborear el hedor (cualquiera
le seguía la conversación, con lo mal que le olía la boca) y me hice la
despistada haciendo ver que estaba abstraída en mis apuntes de inglés y que no
le oía, aunque tenía todos mis sentidos puestos en la escena (por desgracia, especialmente
el del olfato). Se oyó refunfuñar en todo el autobús, pero por unanimidad los
viajeros prefirieron morderse la lengua y no montarle un numerito a la mujer, supongo
que por respeto a los niños. Porque bastante asustados estaban ya al ver que
iban pasando los minutos y que su madre no volvía. Así que todos decidieron dejar
de poner verde a la madre delante de los dos mocosos y restarle importancia al
incidente. No convenía alargar la tensa situación por más tiempo. El conductor pensó
que por esta vez no daría parte del altercado a sus superiores y puso en marcha
el motor para acallar las protestas, calmar a los viajeros y olvidar el
incidente. Asunto concluido.
Para
aquella mujer, lo fundamental era que había encontrado las máscaras y que los
niños ya se podían disfrazar. Lo secundario éramos nosotros. ¿Que el autobús
iba a salir con diez minutos de retraso en origen? Pues que el conductor
avisara por radio y sin problema. ¿Que Fulanito iba a llegar tarde al dentista?
Pues ya cambiaría la visita y punto. ¿Que Menganito iba a perder el tren que
tenía previsto coger después de este autobús? Pues ya se esperaría al siguiente
y solucionado. ¿Que Zutanito aún tenía que preparar el sofrito de patata y
cebolla para la tortilla que tenía pensado cenar hoy? Pues que se despachara un
socorrido tetrabrik de crema de verduras al toque de quesito, que por un día no
le iba a pasar nada. ¿Que Perenganita (en este caso, yo) iba a llegar casi al
final de la clase de inglés? Pues ya pediría los apuntes a un compañero y no problem. Para ella, It doesn’t matter. Para los demás, That’s incredible!, o lo que es lo
mismo, ¿cómo se puede tener tanto morro? (Iba a emplear el verbo "to fuck", pero aquí no quedaría fino.) Resulta fácil solucionar las cosas
para alguien acostumbrado a salirse siempre con la suya.
El
caso es que la mujer se acomodó en el asiento, el conductor se puso en marcha y
los viajeros se callaron. Yo iba a llegar tarde a clase y, para mayor
maldición, el hombre de la respiración quejumbrosa que competía con el rugido
del motor no se bajaba del autobús ni aunque lo empujaran. Tuve que contener mi
arrebato de lanzarlo por la puerta en la siguiente parada, de tan insoportable
que resultaba aquel olor agrio. Me llevé un caramelo a la boca para intentar
paliar el efecto nauseabundo que me producía. La mujer de las máscaras se bajó
del autobús en una zona residencial ante la mirada fulminante de los pocos
viajeros que aún quedábamos desde el origen del trayecto, que habíamos sufrido
el retraso en la salida por su culpa y que aún estábamos esperando una
disculpa. Iba con la cabeza bien alta, como los que están acostumbrados a tener
servidumbre, y descendió con más derroche de pomposidad que el que había
manifestado al subir, pero esta vez tal vez para inmunizarse o para encubrir el
sentimiento de culpa del que sabe que ha cometido un acto irresponsable y es
enjuiciado pero trata de salir ileso y de salvaguardar el honor. Los niños, por
el contrario, bajaron del autobús con la cabeza gacha, como el que oculta algo
y disimula mal el secreto.
Yo
solicité parada, me fui pitando a mi clase de inglés, a la que llegué
supertarde, y allí se quedó el «halitoso» exhalando sus bacterias putrefactas por
todo el autobús. Bueno, pues esto es todo lo que tenía que contaros hoy. That’s all and Thank you for your time.
© Marta García Carrato, 2015
Fuente: Hora punta, de TMB. |
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