miércoles, 8 de abril de 2015

Los cajeros de banco


(Dedicado con cariño a Zarzamora, la empleada de banca que tan buenos ratos me hace pasar leyendo las entretenidas anécdotas de su blog.)


Hace tiempo que sigo un blog muy pero que muy interesante, «Desde mi ventanilla», firmado por Zarzamora, una empleada de banca que cuenta las anécdotas que le suceden en el trato diario con los clientes de la entidad en la que trabajahttp://desdemiventanilla.blogspot.com.es/ . En una de sus últimas entradas, que titula Hartita me tienen, describe pormenorizadamente, con soltura y gracia, todos los tipos y tipejos que tiene que aguantar en la ventanilla. Me he divertido tanto con su lectura que he decidido aportar mi granito de arena al asunto, pero desde mi visión como cliente. Porque yo también tengo que tratar a menudo con cajeros y cajeras de banco de variadas tipologías. Todos ellos me sirven de inspiración. Si alguien que me lee pertenece a ese gremio, ¡estáis perdonados! Espero que también seáis capaces de perdonarme a mí.
Primero intentaré presentarme. Yo no sé muy bien cómo definirme. Soy una clienta algo guerrera pero educada que detesta hacer uso de un cajero automático cuando puede ser atendida por un empleado al que decirle buenos días y explicarle la operación que desea realizar. Sigo las normas al pie de la letra: que hay que coger número, yo lo cojo; que hay que ponerse detrás de la raya marcada en el suelo, yo me pongo. Cuando va a tocarme mi turno, ya llevo mi libreta y mi documentación en la mano, y cuando el empleado va a atenderme siempre me adelanto y le pregunto si necesita mi D.N.I. para agilizar la gestión. Mirad si soy disciplinada y colaboradora. Si él va al grano y no me dirige la palabra, yo actúo igual y cuando acaba la operación le digo adiós muy buenas. Si él es de los que les gusta relacionarse con los clientes y hablar del tiempo, yo le digo que en la oficina se está muy calentito o muy fresquito pero que afuera, en la calle, hace un frío que no hay quien lo aguante o un calor del demonio (sólo para dejarle entrever lo bien que vive). No sé si con esta breve descripción los que ejercen la profesión de cajero de banco ya se habrán podido hacer una idea de qué tipo de cliente soy y me habrán calado a la primera, dada su gran experiencia en el trato con el público. Tampoco sé si me habré ganado su perdón a estas alturas. Porque eso sí que lo tengo: yo me quejo siempre que puedo, pero con educación. Por ejemplo, si hay mucha gente esperando, le digo al cajero que claro, como están cerrando un montón de oficinas, pasa lo que pasa y el cliente es el que paga las consecuencias, porque no todo el mundo puede hacer uso de la banca electrónica. O que a ver por qué un recibo sólo puede pagarse a determinadas horas y determinados días de la semana, que no todos los empleados tienen la libertad de abandonar un momento su puesto de trabajo para ir al banco. O que a ver por qué de las dos ventanillas que hay, una está la mayoría de las veces cerrada cuando ves tanto personal “merodeando” por detrás sin atender al público. O que a ver por qué tienen que cerrar una sucursal durante las vacaciones de Navidad o de verano y la más cercana está en la otra punta del barrio, porque para mucha gente mayor esto supone un gran perjuicio. Y cosas por el estilo… Ahora supongo que ya os habréis hecho una idea mejor del tipo de cliente que soy y podréis incluirme en el grupo en el que merezca estar. Se me olvidaba decir que siempre acabo con la misma coletilla: «Ya sé que usted es un empleado y no tiene la culpa, pero es que no hay derecho». Vamos, que yo también tengo que aguantar lo mío como clienta de banco.
Mi cajero favorito es un empleado quejica muy simpático con los clientes y con cara de buena persona. A ver si un día de éstos le pregunto cómo se llama porque el hombre, así, de entrada, me cae muy bien. Tiene mucha, muchísima paciencia con la gente mayor que entra a esa oficina. Cuando me toca el turno y yo me quejo de algo, él siempre me suelta el mismo discurso: que ni me imagino la presión y ansiedad que tienen que soportar últimamente los empleados, que por eso hay mucho absentismo laboral, que cada vez hay más prejubilaciones y menos personal, que ahora tienen que trabajar más… Bueno, bueno, tampoco hace falta que se disculpe así conmigo. A continuación, empieza a soltarme su anecdotario particular: que si el otro día un hombre le dijo que era un ladrón, que si otro se atrevió a llamarle sinvergüenza en su cara, que si en una ocasión dos personas incluso llegaron a las manos y tuvieron que venir los mossos… Siempre que hablo con él yo padezco porque el cajero se enrolla y se enrolla, su verborrea es imparable, y yo no hago otra cosa que pensar en la gente que espera su turno detrás de mí en la cola, me pongo en su lugar ¡y la situación me pone de los nervios! Pero míratelo a él, ni se inmuta, tú... Yo intento cortarle sin parecer descortés, pero él sigue con su rollo. No le importa que cada vez haya más clientes esperando. La verdad es que cuenta anécdotas tan interesantes y rocambolescas que más de una vez me han entrado ganas de invitarle a tomar un café para que me las siga contando y me sirvan de inspiración, pero no quisiera que pensase lo que no es, y por eso me limito a despedirme con un simple gracias, un adiós y hasta la próxima. Qué empleado tan simpático, dicharachero y largo de conversación. El quejica debe de ser, sin duda, un saco de sorpresas.
¡Que pase el siguiente!
© Marta García Carrato-2015
En el polo opuesto sitúo al empleado de recién incorporación, como le llamo yo, que trabaja en otra oficina de la misma entidad financiera que el anterior. Éste es un niñato de unos veintipocos años, de imagen impecable, a lo rollo hipster, con flequillo tupé, gafitas de pasta de color negro como las que llevan todos los profesionales expertos en economía, cejas depiladas y cuidada manicura. Me mira lo justito y cabal, sin prestarme mucha atención después de comprobar, por el estado de mi cuenta, que yo soy una clienta poco rentable y que conmigo puede sacar bien poco partido. Parece que quiera dejar claro que él, aunque ha pasado un duro proceso de selección, está de paso en esto de ser cajero de banco y que lo del contacto directo con el cliente es algo pasajero porque él tiene otras aspiraciones... Que él está muy orgulloso de su formación académica, porque seguro que tiene un máster en Administración y dirección de empresas, otro máster en Economía y finanzas y un sinfín de cursos específicos. Y total para tener que atender a jubilados que vienen a sacar el dinero de su pensión o a mujeres pesadísimas que le plantan encima del mostrador el catálogo de los puntos estrella y le preguntan si ya les llega para solicitar el juego de sartenes. El pobre cajero novato y recién llegado debe de estar que trina. Estoy convencidísima de que este pájaro volará y que tarde o temprano dejará de verse por esa oficina. Y si no, el tiempo…
Conozco a otro cajero (en este caso, cajera) que podría definir como el asesor financiero. Hace bastantes años que tengo trato con esta profesional, que se llama Rosa, y que debe de ser de las pocas afortunadas que han conseguido seguir en la misma oficina. Recuerdo que fue escalando puestos y ahora es la directora de la sucursal bancaria. Tiene un entusiasmo y una habilidad comunicativa que siempre me sorprenden. Esas dotes, sumadas a su aterciopelada voz, son una combinación perfecta para que sepa convencer hasta a la más incauta de sus víctimas. Porque, a la mínima que puede, te explica los nuevos servicios financieros y los productos que más se adecuan a ti. Incluso ha llegado a llamarme a casa y a decirme que si me iba bien pasarme por la oficina un momentito porque tenía un nuevo fondo de pensiones o un nuevo seguro para el hogar que podían interesarme. Como hace muchos años que nos conocemos, no puedo enviarla con viento fresco y colgar el teléfono sin más dilación, así que me veo en la obligación de guardar las formas, actuar con educación y soltarle el rollo de que estos días ando muy ocupada y me resulta imposible encontrar un hueco en la agenda, que ya lo consultaré por internet, ya me lo pensaré y ya le diré algo. Por no decirle que me deje en paz, que yo no soy una clienta rentable sino que, en realidad, y de buena gana si pudiera, sería una clienta borde que le cantaría las cuarenta y le diría que no tiene ni vergüenza por cobrarte comisiones hasta por el mantenimiento de tu cuenta, y que es más PESADA que los antiguos vendedores de enciclopedias, siempre con lo mismo. Pero todo esto me lo callo y me tengo que aguantar. Mejor que no salga de aquí.
Hace tiempo también di con un cajero ligón, o al menos es lo que me pareció a mí. De memoria prodigiosa, enseguida se aprendió mi nombre de pila, sin necesidad de abrir mi libreta de ahorro para verlo y dirigirse a mí con un trato tan personalizado. Al principio, me imaginé que lo hacía con todos los clientes y que era su estrategia para fidelizar, pero me di cuenta de que sólo actuaba así conmigo y empecé a malpensar. Incluso me dio una tarjeta con su nombre, su teléfono y su correo electrónico, que yo pensé: ¿para qué me das una tarjeta, Carlos López Quesada, si tú no eres el director de esta sucursal y yo sólo vengo por aquí a ingresar unos pocos eurillos? Mientras yo estaba en la cola, me fijaba en que aquel cajero atendía a los clientes siempre sentado, desde su sillón, porque así estaba más cerca del ordenador, pero cuando me tocaba a mí el turno se levantaba raudo, como si tuviera un resorte en el culo, y se pegaba literalmente al cristal de la ventanilla. «Buenos días, Marta, ¿qué tal? ¿Cómo estamos? ¿En qué puedo atenderte?», se ofrecía caballeroso cuando llegaba mirándome fijamente con ojillos viciosos y miopes y rozándome ligeramente la mano al entregarle mi libreta. «Ya sabes que estoy a tu disposición», se despedía siempre de mí cuando me marchaba con una sonrisa de oreja a oreja. Yo me ponía roja como un tomate y tenía que aguantarme la risa porque tanta comicidad me recordaba a aquella mítica escena de la película Atraco a las tres, en la cual José Luis López Vázquez soltaba encandilado aquella frase a la clienta, cuando ésta entraba por la puerta de la sucursal: «Caramba, señorita Catia, encantado de verla por aquí. Fernando Galindo, un admirador, un esclavo, un amigo, un siervooo». Vamos, que sólo le hubiera faltado decirme que estaba a mis pies o llevarme en volandas hasta la puerta, delante de todo el mundo, de lo bien que me trataba siempre. El cristal que nos separaba hacía las veces de confesionario, porque el cajero pronto empezó a explicarme sus problemas personales como si me conociera de toda la vida: que si tenía dos hijos adolescentes a los que no les gustaba estudiar; que si su madre estaba muy mal de salud, apenas se levantaba de la cama y habían tenido que buscarle una cuidadora; que si a él le encantaba ir en bici los fines de semana por la Villa Olímpica cuando hacía buen tiempo para olvidarse de los problemas; que si su mujer era una buenaza, una auténtica santa y tenía mucha paciencia para soportar la situación familiar por la que estaban atravesando… Eso era lo que a mí no me cuadraba, que hablara tan bien de su mujer si pretendía ligar conmigo. Un día que yo estaba haciendo cola, él entró en la oficina, después de haber salido a almorzar, y en cuanto me vio, me sonrió de una manera exagerada, se dirigió hacia mí con evidente coquetería en los andares, me saludó con efusividad y me dio un par de sonoros besos impregnados con olor a tabaco a ambos lados de la mejilla que no vinieron a cuento de nada. Ese día él firmó su sentencia ante mí: tomé la decisión de cortar por lo sano, poner los pies en polvorosa, o sea, desaparecer para siempre, y cambiar de oficina para perder el contacto. Nunca supe sus verdaderas intenciones, ésa es la verdad, porque yo sólo atendí a los signos del lenguaje no verbal y no a la evidencia plausible. Tal vez confundí los términos y no era un ligón sino un pelota que actuaba así porque tenía miedo de que un día me llamaran a casa de manera inesperada los del Servicio al Cliente para saber mi opinión sobre el trato recibido en su sucursal y valorar del uno al diez, igual que hacen los de Movistar cuando tienes alguna incidencia con la línea telefónica. Pero yo no tenía ninguna necesidad de aguantar aquellas babosidades, fuera lo que fuese… Supongo que Carlos López Quesada pronto se buscaría otra clienta que le hiciera de psicóloga, abusando de su confianza, que le escuchara con atención tras el grueso cristal de su ventanilla. O no… Yo, por si acaso, di por zanjada aquella situación que no me habría traído nada bueno, sólo problemas y quebraderos de cabeza. ¿Mi valoración si me hubieran llamado en verdad los del Servicio al Cliente? Pues un nueve, porque lo que me reí con la insistencia y el buen trato de aquel cajero no lo sabe nadie.
Por último, hablaré de un empleado que no suelo tratar con mucha regularidad, sólo de tanto en tanto, pero que, las veces que nos vemos, se niega a contraer el síndrome del cajero automático, como lo defino yo, aunque no sé si esta definición es acertada o no, porque no soy experta en temas financieros. Veréis, se trata de un hombre de mediana edad, que se pone una estufa a los pies en invierno (aunque en esa oficina la calefacción suele estar hasta los topes) y un climatizador en verano (aunque salgas siempre de allí con las manos heladas como un cubito de hielo), y que actúa con gestos ceremoniosos y con mucha parsimonia, igual que un funcionario frustrado —echo mano de este arquetipo, aunque sé que muchos empleados públicos curran de verdad—. Parece que el hombre estuviera pensando: «Bueno, de aquí a dos días, me voy a prejubilar con unas condiciones que ríete tú, bonita. Estás tú lista si te crees que me voy a estresar por culpa tuya… A mí, plín. Lo que tú me estás contando, por un oído me entra y por el otro me sale. Yo me lo tomo con calma y ahora mismo, en cuanto acabe contigo, salgo a almorzar. Luego, cuatro papelitos de nada y, hala, a casita. A comer y a dormir la siesta, que con el madrugón que me pego con este horario intensivo, me tengo bien merecido el descanso». Y decía lo del síndrome del cajero porque a la que tú le dices lo que quieres, enseguida te indica que esa operación se puede realizar desde el cajero automático. Sea lo que sea lo que le requieras en el mostrador, él siempre te envía al cajero. ¡Qué tirria les tiene a según qué transacciones, por favor! Pone la excusa de la comodidad del servicio, para que no tengas que esperarte y hacer cola, pero yo sé que lo hace porque a este «currante» le gusta trabajar poco. Como se las sabe todas, con muy buenas palabras se te quiere quitar de encima. Ése sí que vive bien… Más le valdría avisar para que arreglen el cerrojo de la puerta, que hace siglos que no funciona y cualquiera puede entrar y atracarte en cualquier momento, y decirle a los de mantenimiento que limpien con mayor periodicidad el cajero automático, que huele a perros muertos porque algunos indigentes lo usan de cobijo para dormir (eso sí que es triste), y hay tanta porquería acumulada en todos los rincones que no puedes dejar encima ni siquiera el billetero. «¡Y a mí qué me cuenta usted!», intuyo que me diría mi amigo el estresado de conocer mis maquinaciones. Pues nada, que le aproveche y que usted se prejubile bien.
Pues hasta aquí mi tipología de los cajeros de banco con los que he tratado en algún momento o trato en la actualidad. Espero que si alguno de ellos lee esta entrada, se lo tome con humor y me disculpe si he escrito algo que le haya podido molestar pues nada más lejos de mi intención. Lo mismo que dice Zarzamora, la empleada de banca, en la entradilla de su blog «Desde mi ventanilla», os lo digo yo, pero en este caso desde el otro lado del mostrador: Soy cliente de una entidad bancaria, espero que me perdonéis la vida y que no me odiéis por ello. Gracias por haberme leído, seáis cajeros de banco o no, y hasta la próxima.
© Marta García Carrato-2015

miércoles, 11 de marzo de 2015

Descubrir un nombre en una esquela


(A Sergio, en recuerdo de su amistad.)
 

Querer rescatar a alguien del pasado entraña un riesgo parecido a la espeleología. Yo estaba realizando esa actividad de manera consciente y me he quedado atrapada en las profundidades de una cueva cuando he leído un nombre en una esquela. Y como tantas otras veces que estoy en apuros —y más cuando el rescate es complicado—, he decidido echar mano de la escritura, a ver si ésta me lanza una cuerda y puedo volver a salir a la superficie.

Hoy escribo más que nunca porque tengo la necesidad de hacerlo. No puedo dejar de teclear, impulsada por un resorte que me va dictando las palabras a medida que éstas van saliendo en tropel de mi mente en un desorden con visos de convertirse en caos, una letra detrás de otra, a la espera de que este ejercicio mecanográfico actúe como un bálsamo y me ayude a asumir la noticia, demasiado reciente para que el pensamiento pueda asimilarla de golpe y luego le haga un hueco en la memoria. Porque ver el nombre de alguien que conociste en una esquela, es qué menos que impactante, y yo necesito un tiempo para digerir esa crueldad.

Tendré que remontarme a la década de los noventa, que es cuando comienza la historia que os quiero contar. Entonces se estilaba mucho lo de coleccionar posavasos, unos objetos superfluos que hoy, en parte debido a la crisis, están casi en desuso y condenados a desaparecer. Yo me apunté a esa moda casi sin darme cuenta. Al principio, conservaba los posavasos como mero recuerdo de mi paso por un bar o un restaurante —igual que el que tiene la manía de guardar las tarjetas de los establecimientos—. Poco a poco esto se fue convirtiendo en una costumbre y nunca me marchaba de un local sin antes haberle pedido al camarero la cuenta y un posavasos, a ser posible intacto, sin estrenar, para tener yo constancia de que había estado en el garito en cuestión. Como entonces salía con mucha frecuencia, pronto empecé a recopilar un número bastante considerable de aquellos soportes de papel y, como tenía muchos repetidos, comencé a cartearme con coleccionistas de otros lugares para intercambiar nuestros pequeños tesoros. Así fue como conocí a Miguel.

Durante años, ese nombre había permanecido en el olvido y nada me hacía presagiar que ahora iba a ser rescatado con virulencia de mi memoria. Su nombre y sus apellidos han irrumpido esta mañana sin previo aviso. Ha sido mientras estaba sacándoles el polvo a unas cajas que guardo en lo alto de una estantería que ha vuelto a salir del baúl de los recuerdos. Primero he recuperado una foto que ya empezaba a amarillear y a tener pequeñas huellas de humedad debido al paso del tiempo. En la instantánea, Miguel aparece junto con Elena, su mujer, y su hija, Victoria (Vicky, como solían llamarla); se les ve felices a los tres, de vacaciones junto al castillo de Bellver, en Mallorca. Después he rememorado algunos detalles sueltos de su vida, que él solía explicarme en las cartas que nos mandábamos asiduamente entonces. La correspondencia no la conservé por motivos de espacio, pero sí esta foto junto con alguna felicitación navideña que me hizo gracia guardar. Luego he decidido sentarme delante del ordenador y buscar su nombre en internet, movida por la curiosidad de saber qué había sido de su vida y para volver a contactar con él con la ayuda de las tecnologías. Y ha sido precisamente por culpa de éstas que he sabido de su muerte. Y aquí estoy, con la foto delante de mí, intentando encajar la noticia.

No recuerdo ahora durante cuánto tiempo mantuvimos un intercambio epistolar —tal vez fueron cinco o seis años, o incluso más—. Algo que hoy por hoy, al igual que los posavasos, está también abocado al olvido debido a la irrupción de las nuevas tecnologías. Pero antes de los sms y de los malditos whatsaps, mandarse cartas de puño y letra era de lo más normal. Nunca llegué a entablar una relación profunda con Miguel, ni mucho menos. Más bien el objetivo de aquellas cartas era ampliar nuestra colección de posavasos y aquella afición que compartíamos establecía nuestro nexo de unión. Sin embargo, habría quedado bastante frío si hubiese introducido cinco o seis posavasos dentro de un sobre y los hubiese mandado directamente, sin más, a su domicilio de Logroño, por lo que siempre acompañaba los objetos de intercambio con unas cuantas frases. Muy originales no éramos ninguno de los dos, todo hay que decirlo. Nada, el típico hola qué tal —yo bien, gracias—, para luego preguntar por la salud —recuerdo que él solía profundizar algo más en este aspecto—, a continuación hablar del tiempo —que siempre es muy recurrente y con el que se pueden llenar un par de líneas—, dar una breve explicación de los posavasos que adjuntábamos —porque, a veces, según el estilo de la letra en que habían sido impresos, no se apreciaban bien los caracteres— y, por último, despedirnos con el consabido formulismo del fuerte abrazo para toda la familia y hasta la próxima. Pero, poco a poco, fuimos profundizando más y gracias a aquellas cartas, en las que nos explicábamos nuestros sueños, ambos pudimos hacernos una composición de nuestras respectivas vidas. Así, llegamos a compartir momentos buenos y malos como la defunción de su suegro, el incendio de su coche, las buenas notas de Vicky, la ascensión de Elena en el trabajo o la ilusión ante unas próximas vacaciones. Yo, entonces, recién había terminado la carrera, y supongo que le contaría que mandaba mi currículum a muchas empresas, o que había conseguido un trabajo en una revista, o que había dejado lo de la radio. No sé, ya casi no me acuerdo. Siempre nos prometíamos que cuando yo fuera a Logroño o él viniera a Barcelona, avisaríamos y nos conoceríamos personalmente, pero ese momento nunca llegó y sólo quedó en pequeños retazos de vida explicados en apenas unas líneas escritas.

Con el tiempo, nuestras cartas se fueron espaciando más, supongo que por motivos laborales y falta de ganas, porque mantener una relación epistolar en la distancia con alguien que no has visto jamás se hace complicado y con los años se desgasta en la mayoría de casos, a la par que baja la fiebre por coleccionar posavasos. Y llegó un momento en que se extinguió la comunicación y dejamos de tener noticias el uno del otro.

Y han sido precisamente las nuevas tecnologías las que me han permitido saber otra vez de mi amigo por correspondencia. Porque la memoria es caprichosa, nos juega malas pasadas y nos hace recordar con facilidad el nombre y los apellidos de una persona que nos parecía que había quedado congelada en nuestro pasado. Y no; seguía de manera latente, aunque con la tontería, de eso hayan pasado quince años.

Maldito el día en que se me ha ocurrido la idea de teclear en mi ordenador ese nombre con el simple objetivo de curiosear y de que el señor Google, con su disfraz de pitonisa, me diera una respuesta. Pensaba que me había equivocado la primera vez e incluso he cerrado el motor de búsqueda para volver a entrar e intentarlo de nuevo por si no era ése el usuario que estaba buscando. Allí aparecía su nombre completo: el señor Don MIGUEL DE PINILLOS LATORRE. Esta vez no había posibilidad de error. Me he llevado un gran disgusto cuando he visto el nombre de mi amigo epistolar en la esquela publicada por el periódico de noticias de La Rioja y he sabido de su defunción, el 10 de abril de 2012, a los 52 años de edad. Y el disgusto ha sido mayor cuando he leído que era viudo de doña ELENA POZUELOS SANSEGUNDO, fallecida tres años antes que él. Enseguida he visto el nombre de la hija de ambos, VICTORIA DE PINILLOS POZUELOS, la niña de unos cinco años que aparece en la foto que tengo ahora delante de mí, desdibujada por el tiempo, y que perdió a sus padres recién estrenada su juventud.

Me imagino que mi nombre también debió de quedar en su olvido o relegado a un minúsculo rincón de su memoria. No veo ningún motivo a estas alturas para dejar un comentario en el diario expresando mis condolencias. Porque, como ahora los periódicos pasan por momentos difíciles y tienen que buscar nuevas vías para aumentar sus ingresos o, por lo menos, subsistir, la digitalización ofrece la posibilidad a los familiares y amigos de los difuntos, además de contratar una esquela, de encender una vela (se puede escoger entre varios modelos), publicar un mensaje, una foto e incluso un vídeo para que quede constancia y nunca se olvide al ser querido.

Hoy la espeleología me ha demostrado ser una actividad de alto riesgo cuando se practica sin protección. Creo que se me está bien empleado, por no dejar el pasado donde está. Pero me ha entrado una gran congoja al pensar que mi amigo epistolar ya no puede volver a vivir su vida, que su familia quedó truncada y que todos aquellos sueños compartidos se hicieron mil pedazos, como las cartas que no guardé. Conservo de él una foto y el legado de posavasos que me fue enviando a lo largo de varios años. Descansad en paz, Elena y Miguel.
© Marta García Carrato-2015
 
En recuerdo de mi amigo coleccionista de posavasos y de su mujer.
© Marta García Carrato-2015
 

miércoles, 25 de febrero de 2015

Mi cita con el técnico de neveras


Hoy os voy a contar una anécdota que me sucedió con una marca de electrodomésticos de alta gama. No voy a citar el nombre, pero todos adivinaréis de qué marca se trata si os digo que en uno de los anuncios que emitían por televisión estaban tan seguros de la calidad de sus frigoríficos que ofrecían al potencial comprador diez años de garantía. ¿Os suena? Os recomiendo que leáis esto especialmente si tenéis intención de renovar vuestra nevera, y también si sentís curiosidad, por supuesto. Siento que esta vez mi artículo sea tan largo, pero considero que la historia no tiene desperdicio y, como un buen modo de desfogarse es a través de la escritura, en este caso me parecía que era un sacrilegio resumirla. Quedáis avisados.

Todo comenzó hace un año y medio aproximadamente, cuando adquirí un frigorífico-combi de alta gama. Cuando lo compras, cómo no, todo son ventajas. No sólo estás pagando la calidad del producto sino el magnífico servicio post-venta. «El mejor servicio técnico es el de esta marca.» Eso fue lo que me recalcaron no una sino varias veces en la pequeña tienda de electrodomésticos de una pequeña localidad ampurdanesa. Esas tiendas donde el trato es familiar y donde el mismo señor Pep que te vende la nevera, viene a tu casa a instalarla. El señor Pep se presentó con la nevera y con una sonrisa pero, antes de subirme el enorme frigorífico a casa, se encargó de no hacer ni un solo desconchón en la pared de la escalera (para que luego no tengas problemas con los vecinos en la reunión de la comunidad y para que nadie pueda echarte en cara que los transportistas que vinieron eran unos bestias). El señor Pep se presentó, como digo, con la nevera, con una sonrisa y con una manta (para no rayarte el suelo de parquet que apenas te ha dado tiempo de estrenar, y para que veas que trata a sus clientes con esmero). Todos los detalles cuidados al máximo en la pequeña tienda del señor Pep. Poco faltó para que no le dijera al señor Pep que ya de paso me llenara la nevera, de tan servicial como parecía, pero ya habría sido abusar de su confianza.
 

Mi nevera cuando el señor Pep me hizo tantas y tan falsas promesas.
 
Al cabo de unos meses, mi súpernevera de alta gama empezó a hacer bastante ruido. No ese ruido que suele hacer un combi no frost de última generación cuando está en funcionamiento permanente las veinticuatro horas del día los trescientos sesenta y cinco días del año, sino un sonido mucho más molesto. Parecía que me habían entrado unos francotiradores a casa y, cuando iba a la cocina, pensaba que cruzaba hacia la línea enemiga.

Fui a la tienda del señor Pep, el vendedor sonriente, y le expliqué lo que me pasaba. Yo no tenía que preocuparme de nada; estaba en buenas manos. Había comprado mi nevera en una de esas tiendas donde el trato es directo y el señor Pep, acostumbrado a mimar a sus clientes, me tranquilizó con el mismo argumento que había empleado el primer día para convencerme y venderme la nevera: «El mejor servicio técnico es el de esta marca». Salí de la tienda contenta: pronto recibiría una llamada del técnico de la zona y enseguida vendrían a casa a solucionar la incidencia.

Y mirad si fue eficiente el servicio técnico de esta marca que, cuando el operario de la zona se puso en contacto conmigo para ver qué le pasaba a mi nevera, en la pantalla de mi móvil apareció el mensaje NÚMERO PRIVADO, para que todo quedara como top secret entre técnico y clienta, todo para garantizar la mayor discreción. Y cuando escuché la voz del técnico, me pareció que se dirigía a mí casi en nombre de Dios. No me refiero a que hablara en un susurro para aumentar nuestro grado de intimidad, sino a que se sentía un ser todopoderoso. Me explico: como el técnico de esta marca era un profesional que había estudiado formación profesional, especialidad Electrónica, y que tenía muy frescos los conceptos debido a que recién había terminado sus estudios, ya no tenía que hacer el esfuerzo de pasar por mi casa para revisar el no frost. ¿Qué necesidad había de que él perdiera el tiempo en desplazamientos y de que me lo hiciera perder también a mí? Así que se limitó a preguntarme a través del teléfono si mi nevera hacía un ruido como de fiuuuuuuuuu seguido pero no muy ruidoso (o sea, el sonido agudo típico del compresor, que es el que distribuye el aire por todas partes), o si lo hacía más bien tirando a tatatatatatata pero más escandaloso (o sea, el sonido que indica problemas de digestión con los gases que circulan por el motor, lo que es síntoma de que algo falla en el sistema de ventilación). Sobraron las palabras entre nosotros. El técnico y yo nos entendimos a la perfección a través de las onomatopeyas. El test del sonido quedó resuelto y así el especialista se pudo hacer una idea del nivel de gases que circulaba por el motor y del nivel de decibelios. Ahora ya sólo faltaba concretar un día para la visita y conocernos personalmente: «Señora, tardaré unos días en llamarla porque a la nevera le tenemos que cambiar el dumper y la pieza viene de Alemania». Pero qué sentido del humor tenía el técnico. Tuve que contenerme la risa. ¿Era verdad lo que acababa de escuchar? Hoy en día, entrado el siglo veintiuno, esa frase continuaba en vigor y las piezas aún venían de Alemania, como en la época del Caudillo. Qué chistoso era el chaval recién diplomado en FP.

Éste es el famoso dumper, que viene a ser el corazón de las neveras.
 
Tal como me advirtió, tardé unos días en tener noticias del técnico reparador de electrodomésticos de alta gama de la marca que no quiero citar pero que todos conocéis. Quedé un viernes por la tarde con él en mi casa. Por fin íbamos a conocernos en persona y por fin él iba a ver mi nevera. Y allí se presentó, a la hora acordada, pero apareció sin el dumper, qué decepción. Volvió a soltarme el mismo rollo que sueltan todos, lo de que se tenía que pedir la pieza a Alemania. Yo le dije que habíamos quedado en que traería la pieza, pero se disculpó con el argumento de que había habido un problema con el transporte. Para qué me voy a liar ahora a hablar del tema del transporte por carretera. Un largo y costoso viaje el que tienen que hacer estas piezas que aún vienen de Alemania… Ya se sabe, lo de la «ingeniería alemana» sigue siendo por algo... Nos despedimos y quedamos en que ya me avisaría cuando le llegara. Yo seguí con mi vida y él supongo que con la suya hasta que, esa misma tarde, sonó mi móvil y otra vez leí en la pantalla lo de NÚMERO PRIVADO (supongo que por seguridad, para evitar un posible idilio con alguna clienta). ¿Para qué me llamaría mi técnico, si acabábamos de vernos hacía poco? «Señora, soy el técnico que ha estado antes en su casa. Perdone, es que he tenido un error. Que me pensaba que era para otro domicilio y me he dado cuenta de que llevo su pieza en el coche.» ¡Mi dumper recién llegado de Alemania estaba en el maletero del coche del técnico del servicio oficial de la zona! ¿Cómo había habido aquel malentendido? ¡Vaya panda de zoquetes! Pero el destino me jugó una mala pasada: eran las siete y media de un viernes, yo me encontraba fuera de mi domicilio y el técnico ya no podía instalarme el dumper porque se le habría hecho demasiado tarde. Así que quedamos para vernos a la semana siguiente. Apunté mi cita en la agenda. Viernes. A las 7 de la tarde. OK. Una semanita más y volveríamos a vernos las caras: el técnico, mi nevera y yo.

Durante la semana, volvió a sonar mi móvil y en la pantalla volvió a aparecer el conocido mensajito de NÚMERO PRIVADO. Intuí que era mi técnico, el «salvador todopoderoso» de mi nevera. Ese que sin necesidad de ver a la enferma ya supo desde un primer momento lo que tenía: le fallaba la pieza primordial, el corazón del electrodoméstico, el dumper, que en el año en que nos encontramos seguía viniendo por carretera desde Alemania. Pero, ¡sorpresa, no era ÉL! «Señora: soy el técnico del servicio oficial. Dígame, ¿qué le pasa a su nevera?» ¡¡¡¿¿¿Qué???!!! ¿Que acaso yo alucinaba? Después de preguntarle «¿Pero tú no habías estado ya en mi casa el otro día y habíamos quedado en que vendrías el próximo viernes a las siete para cambiarle el dumper a mi nevera?» y de que él me contestara: «No, señora, usted va equivocada. Yo no he hablado nunca con usted ni he estado en su casa. Si me acaban de pasar la orden ahora», tuve que darle una explicación pormenorizada del historial clínico del electrodoméstico. Había conseguido aprenderme palabra por palabra el discurso, de tantas veces que lo había tenido que recitar. El recién salido del capullo con pretensiones de ingeniero empezó con el cuestionario técnico en versión onomatopéyica que ya me habían hecho la primera vez. Entonces fue cuando interrumpí al niñato bruscamente y le levanté la voz, cabreada por tanto secretito de NÚMERO PRIVADO en la pantalla del móvil y porque no estuvieran autorizados a facilitar un número de teléfono para hablar directamente con el operario que realizaba la reparación. De mi técnico-dios-todopoderoso dependía la salud de mi nevera y ahora este imbécil me venía con el mismo cuento del fiu-fiu y del ta-ta. Le solté mi discurso de pe a pa: que pensaba que la organización del servicio oficial de esa marca en aquella zona era un completo caos, que tenían una total descoordinación entre ellos y que el hecho de recurrir a tantos intermediarios no hacía más que obstaculizar y entorpecer el buen servicio al cliente. En resumen, que era un desastre. Colgué y lo mandé a la mierda (aunque no recuerdo bien si primero lo mandé a la mierda y luego colgué, que hubiera sido lo más lógico). De lo que sí me acuerdo es de que le dije que yo ya había quedado con mi técnico, el primero, el que iba a salvar el corazón de mi nevera, el que llevaba el dumper en el maletero de su coche. Teníamos una cita el próximo viernes a las siete.

Y llegó el gran día. Yo estaba expectante. Tuve que hacer unos ciento veinte kilómetros en coche, con lluvia y truenos, y tuve que pagar dos peajes en la autopista. Pero valía la pena. Por fin, el técnico de esta marca de alta gama sacaría la pieza de su maletín y mi nevera dejaría de hacer el tatatatatatata para hacer el fiuuuuuuuuu. Las siete, las siete y cuarto, las siete y media, las ocho menos veinte, las ocho. Las ocho y media. Qué chasco más grande. Mi técnico ni siquiera me llamó. En la pantalla de mi móvil, ni rastro de su NÚMERO PRIVADO. Yo ya no sabía lo que hacer. Me estaban entrando ganas de liarme a martillazos con la nevera y acabar de una vez por todas con el ruido y con este asunto.

Al día siguiente me presenté en la tienda de electrodomésticos del señor Pep, la del trato directo, la que te daba un servicio completo menos llenarte la nevera y en la que estaban completamente seguros de que «el mejor servicio técnico es el de esta marca». Ellos se encargarían de resolver todo este desaguisado. Yo no había de preocuparme de nada. El señor Pep me dijo que llamaría a la central, que estaba en Zaragoza, y allí una teleoperadora volvería a ponerse en contacto con mi técnico, el primero, el que llevaba mi dumper en el maletero de su coche para que el «multi air flow system» de mi nevera funcionara a la perfección.

Este idilio iba a acabar por completo con mi paciencia. Yo deseaba con todas mis fuerzas volver a tener otra cita con mi técnico, con ese hombre que nos tenía en ascuas a mi nevera y a mí. Como no daba señales de vida, tuve que llamar varias veces al señor Pep, que ya debía de sentirse como una carabina y que siempre me repetía lo mismo: «Yo más no puedo hacer, pero ya le aseguro que el mejor servicio técnico es el de esta marca».

Pensé seriamente en la posibilidad de poner un anuncio aunque no llegué a hacerlo. Como sabía que las piezas venían de Alemania, lo publicaría en un diario alemán (en alemán):

«Mi nevera necesita urgentemente un dumper para sobrevivir».

Además, coloqué cartelitos por toda la zona sin ningún éxito:

«ATENCIÓN: Se ha perdido un dumper en el maletero de un coche del servicio técnico de [nombre de la conocida marca de electrodomésticos]. La última vez fue visto por esta zona y alrededores. Se gratificará».

Mientras esperaba su llamada, me pasé los días leyendo el manual de instrucciones que me facilitaron junto con el electrodoméstico en el que venían descritos todos los ruidos de mi no frost de última generación para que fuera adquiriendo experiencia y aprendiera a convivir con aquel ruido del que no me habían avisado antes de efectuar tan costosa compra.

Hoy por hoy, el técnico sigue en paradero desconocido y en el servicio técnico nunca supieron decirme quién había venido a mi casa porque no les constaba ningún operario de aquellas características. El dumper tardó bastante en llegar de Alemania debido a una huelga de transporte, pero llegó. Me mandaron a un técnico algo manazas al que se le caían al suelo todas las herramientas debido a la emoción de tener que llevar a cabo por primera vez desde su diplomatura en FP la delicada operación a corazón abierto de la colocación de un dumper y que dejó la huella perpetua en mi parquet. Pero, por fin, mi nevera pasó de hacer el tatatatatatata a hacer el fiuuuuuuuuu. Después de tanta insistencia y de tantos obstáculos y trabas «burrocráticas», ¡lo habíamos conseguido!
 

Del ta-ta al fiu-fiu hay un largo trecho que hemos hecho juntos mi nevera y yo. Pero, por fin, se hizo el silencio.
 
Aún no entiendo por qué no funcionó aquel trío. ¿Qué pasó entre aquel técnico, mi nevera y yo? ¿Por qué se dio a la fuga? No puedo quitarme de la cabeza aquella visita, con lección de electrónica incluida. Me lo dijo bien claro mirándome a los ojos fijamente a la vez que hurgaba en su maletín: «Siempre hay que decantarse por un frigorífico que tenga un compresor lineal, la opción más silenciosa del mercado». Eso fue lo que hizo él: pagarme con el silencio. Tal vez escuchó los latidos de mi nevera y se asustó... Pero a mí también me quedó bien clara una cosa: que mi próxima nevera será de la marca Acme, esa de los dibujos animados del coyote y el correcaminos. Ésos sí que corren, y no los del «mejor servicio técnico» que tan bien supo venderme el señor Pep. GRACIAS por haber leído mi relato hasta el final (y preguntad siempre por el nivel de ruido del dumper antes de comprar una nevera).

© Marta García Carrato, 2015

martes, 17 de febrero de 2015

Pendientes de una máscara infantil de carnaval


La semana pasada algunas madres andaban muy estresadas con los disfraces infantiles para el carnaval. Así pude comprobarlo la otra tarde cuando me subí al autobús para ir a clase de inglés. Yo iba sentada repasando mis apuntes, y una mujer con fingidos aires de regio abolengo que llegó con dos niños de unos cinco y siete años respectivamente con pelo paje a juego y que parecían sacados de aquel popular anuncio de champús del señor Johnson, después de haber validado la tarjeta en la máquina, empezó a gritar: «¡Hemos perdido la bolsa con las máscaras de carnaval!». Como era el origen del trayecto, le preguntó al conductor si iba a tardar mucho en salir. Éste dejó el whatsap, miró a la mujer con cara de pocos amigos y le advirtió: «Yo me tengo que marchar en cinco minutos, así que usted misma…». Su voz sonó realmente amenazadora, pero la mujer que aspiraba a ostentar el título de marquesa debió de interpretar algo parecido a «No se preocupe, tranquila, no pierda cuidado. Usted haga lo que tenga que hacer, déjeme a los dos peques aquí conmigo y con el resto de viajeros, que sus fieles vasallos la estaremos esperando cuanto haga falta». Así que la mujer, ni corta ni perezosa, le dijo al chófer que se iba un momento, a ver si encontraba una bolsa con unas máscaras de carnaval que se le había debido de caer por el camino; acomodó a los dos mochuelos en el asiento doble delantero haciéndoles prometer que se portarían como dos angelitos y que no se moverían de allí y se marchó presurosa en busca de las caretas. No voy a juzgar su comportamiento ni a impartir lecciones de moralina, pero para careta la suya (carota, mejor dicho), que nos dejó a todos los viajeros en aquel tinglado y aun encima por una trivial causa carnavalesca.
Los niños, que estaban bien educados, todo hay que decirlo —nada que ver con esas fieras salvajes e indomables que tanto abundan—, hicieron caso de la madre, fueron modositos y ni se inmutaron. El conductor se quedó con la boca abierta ante la rocambolesca situación, al igual que nos quedamos todos los pasajeros. Algo me decía que aquel trayecto iba a hacerse largo y que hubiera sido mejor y más rápido ir a clase en metro.
Para mayor incomodidad, se me sentó al lado un hombre mayor que respiraba con esfuerzo, escandalosa y pesadamente, depositando en el aire unas partículas invisibles de un hedor agrio. Era de esos cuya ronquera cansina va en progresión: primero, respiran con dificultad pero respiran; luego, durante unos segundos que se hacen eternos por lo angustiosos, dejan de respirar, o es lo que parece; a continuación, se atragantan con su propia saliva, para finalizar con un breve concierto de tos moribunda. Y vuelta a empezar con el peculiar ciclo respiratorio. Esto, sumado a su problema de halitosis, podía convertir aquel trayecto en un calvario, en un verdadero suplicio, en una gran tortura para mí.
Los cinco minutos ya habían pasado, y los diez también, y la mujer que se había marchado en busca de las máscaras de carnaval no aparecía. El conductor se empezó a poner nervioso y contagió su estado a todos los pasajeros. Supongo que debía de estar pensando en cómo combinar las palabras que iba a soltarle a la gran dama cuando volviera para demostrarle su autoridad de manera tajante e irreverente. A fin de cuentas, la contundencia era lo que se merecía aquella mujer que nos había dejado a todos a sus expensas, como si fuéramos su servidumbre, y que había actuado de un modo tan irresponsable. Algunos viajeros comentaron que lo más sensato hubiera sido buscar la dichosa bolsa de las máscaras con sus dos hijos de la mano. Hubieran podido coger el siguiente autobús, si el nuestro ya se había marchado. Pero no. El caso era fastidiar. Allí nos iban a dar la cena. El conductor estaba a punto de comunicar la incidencia al centro de control a la espera de recibir órdenes de sus superiores cuando los niños vieron a través del cristal que su madre ya volvía y le avisaron: «¡Espere, que ya viene!».
«Bueno, pues ya estoy aquí», proclamó la mujer con majestuosidad, orgullosa por haber recuperado las máscaras de carnaval. El chófer no se anduvo con circunloquios, le levantó la voz y le soltó: «Esto no lo vuelva a hacer más porque ya iba a dar parte. ¡Usted me ha dejado aquí con todo el marrón y yo no me podía largar con los dos menores!». Pues sí, era alucinante y no hacía falta tener una inteligencia extrema para entenderlo. (Más que marrón, le había dejado en un problema de cojones, con perdón.) Yo en su lugar habría estado verdaderamente avergonzada por tener a todo un autobús pendiente de una máscara infantil. Pero ella no pareció sentirse muy apesadumbrada y se ahorró el momento avestruz. Primero se quedó petrificada, sin saber cómo reaccionar, como si no atinara a balbucear un simple «Lo siento». Después, miró al conductor con expresión rígida durante unos segundos hasta que decidió agachar la cabeza y aparentar sumisión. Posiblemente el silencio era su modo de pedir perdón por su acto irresponsable. Las criaturas enseguida se escudaron en los brazos de su madre y gritaron casi al unísono: «¡Mami, bieeeen, has encontrado las máscaras!».
En el autobús los ánimos estaban muy exaltados. «¡Nos ha jodido bien a todos la pija esta! ¿Dónde tendrá la sesera?», masculló mi compañero de asiento dirigiéndose a mí, pero yo había decidido tener una actitud contemplativa en la escena y no quise involucrarme en la discusión. Salvaguardé la distancia pues me parecía que si me giraba para hablarle tendría que saborear el hedor (cualquiera le seguía la conversación, con lo mal que le olía la boca) y me hice la despistada haciendo ver que estaba abstraída en mis apuntes de inglés y que no le oía, aunque tenía todos mis sentidos puestos en la escena (por desgracia, especialmente el del olfato). Se oyó refunfuñar en todo el autobús, pero por unanimidad los viajeros prefirieron morderse la lengua y no montarle un numerito a la mujer, supongo que por respeto a los niños. Porque bastante asustados estaban ya al ver que iban pasando los minutos y que su madre no volvía. Así que todos decidieron dejar de poner verde a la madre delante de los dos mocosos y restarle importancia al incidente. No convenía alargar la tensa situación por más tiempo. El conductor pensó que por esta vez no daría parte del altercado a sus superiores y puso en marcha el motor para acallar las protestas, calmar a los viajeros y olvidar el incidente. Asunto concluido.
Para aquella mujer, lo fundamental era que había encontrado las máscaras y que los niños ya se podían disfrazar. Lo secundario éramos nosotros. ¿Que el autobús iba a salir con diez minutos de retraso en origen? Pues que el conductor avisara por radio y sin problema. ¿Que Fulanito iba a llegar tarde al dentista? Pues ya cambiaría la visita y punto. ¿Que Menganito iba a perder el tren que tenía previsto coger después de este autobús? Pues ya se esperaría al siguiente y solucionado. ¿Que Zutanito aún tenía que preparar el sofrito de patata y cebolla para la tortilla que tenía pensado cenar hoy? Pues que se despachara un socorrido tetrabrik de crema de verduras al toque de quesito, que por un día no le iba a pasar nada. ¿Que Perenganita (en este caso, yo) iba a llegar casi al final de la clase de inglés? Pues ya pediría los apuntes a un compañero y no problem. Para ella, It doesn’t matter. Para los demás, That’s incredible!, o lo que es lo mismo, ¿cómo se puede tener tanto morro? (Iba a emplear el verbo "to fuck", pero aquí no quedaría fino.) Resulta fácil solucionar las cosas para alguien acostumbrado a salirse siempre con la suya.
El caso es que la mujer se acomodó en el asiento, el conductor se puso en marcha y los viajeros se callaron. Yo iba a llegar tarde a clase y, para mayor maldición, el hombre de la respiración quejumbrosa que competía con el rugido del motor no se bajaba del autobús ni aunque lo empujaran. Tuve que contener mi arrebato de lanzarlo por la puerta en la siguiente parada, de tan insoportable que resultaba aquel olor agrio. Me llevé un caramelo a la boca para intentar paliar el efecto nauseabundo que me producía. La mujer de las máscaras se bajó del autobús en una zona residencial ante la mirada fulminante de los pocos viajeros que aún quedábamos desde el origen del trayecto, que habíamos sufrido el retraso en la salida por su culpa y que aún estábamos esperando una disculpa. Iba con la cabeza bien alta, como los que están acostumbrados a tener servidumbre, y descendió con más derroche de pomposidad que el que había manifestado al subir, pero esta vez tal vez para inmunizarse o para encubrir el sentimiento de culpa del que sabe que ha cometido un acto irresponsable y es enjuiciado pero trata de salir ileso y de salvaguardar el honor. Los niños, por el contrario, bajaron del autobús con la cabeza gacha, como el que oculta algo y disimula mal el secreto.
Yo solicité parada, me fui pitando a mi clase de inglés, a la que llegué supertarde, y allí se quedó el «halitoso» exhalando sus bacterias putrefactas por todo el autobús. Bueno, pues esto es todo lo que tenía que contaros hoy. That’s all and Thank you for your time.
© Marta García Carrato, 2015
 
 
Fuente: Hora punta, de TMB.
 
 
 

lunes, 9 de febrero de 2015

Mi vecino me quita el sueño


Prestadme un poco de atención que os tengo que explicar algo importante: hace tiempo que mi vecino me quita el sueño. No hago otra cosa que pensar en él y este pensamiento obsesivo va in crescendo. Seguramente algunos opinaréis que tengo suerte ya que no todos los días una se cruza con un vecino que le cambia la vida, pero eso es porque todavía no conocéis mi historia.

Cuando me lo encuentro por la escalera no lo puedo evitar: me palpita el corazón, me quedo bloqueada y no soy capaz de explicarle lo que me pasa. Él no intuye nada porque es muy tonto. Sería fácil decírselo, pero no quiero poner en peligro nuestra cordial relación (si por eso se entiende algo tan trivial como saludarse con un hola y adiós cuando nos cruzamos en el vestíbulo o sacar algún tema recurrente cuando coincidimos en el ascensor: «Pues hoy hace mucho frío» o «Pues esta semana no han venido a limpiar la escalera»).

Realmente, no sé por dónde empezar cuando lo tengo frente por frente; el asunto es tan delicado que no se puede abordar así como así. Mirad que me esfuerzo, pero siempre me desvío del tema, los dos acabamos despidiéndonos con una sonrisa y aquí no ha pasado nada (cuando pasa, y mucho).

En realidad, detesto mi indecisión. Debería tomar aire, coger impulso y soltárselo de una vez por todas. Pero lo que me frena es pensar en cómo se lo tomará. No puedo llamarle al móvil porque no tengo su número y su teléfono fijo no figura en el listín, así que como no me arme de valor y le pique a la puerta... Incluso había pensado en dejarle una nota anónima en el buzón, que ya es decir.

La situación se agrava día a día. Y ya no puedo más, como decía aquella canción de Camilo Sesto. Estoy segura de que cuando se entere, todo cambiará radicalmente y tal vez ni me salude. Ya sé que ahora nadie llama a la puerta del vecino para pedirle azúcar cuando hay una tienda de paquis abierta hasta las tantas en la esquina de tu casa, pero eso no es una excusa para no tener una buena relación con los vecinos y llevarse bien.

Mi vecino es un verdadero castigo y por su culpa no pego ojo. Ojalá se mudara y así acabaríamos con la raíz del problema, pero de momento tenemos que convivir. Debo aclarar, por si alguien a estas alturas de mi narración me ha malinterpretado, que yo no siento nada «amoroso» por mi vecino. Si pensabais que lo mío con el vecino era una fantasía sexual tipo rollo butanero, vais muy equivocados. A ver si ahora empieza a circular el bulo por el ciberespacio. Y NO.

Él me trae por el camino de la amargura porque, como es vigilante de seguridad, llega a casa o se marcha a horas intempestivas, cuando yo estoy en lo mejor del sueño. Siempre que viene o se va, pega un gran portazo a su puerta ¡¡¡y vibran los cimientos de todo el edificio!!! Por efecto de la onda expansiva, también tiemblan las paredes de mi casa, y especialmente las de mi habitación, que se halla muy cerca de la entrada, donde se encuentra el epicentro del terremoto de por lo menos nueve grados en la escala de Richter. Debido al estruendo me despierto con un gran sobresalto, porque a sus portazos no hay quien se acostumbre. Y luego ya no pego ojo. ¿Ha quedado claro? Por eso ando todo el día pensando en el maldito vecino. No sé cómo aguantan tanto maltrato las pobres puertas (la suya por los cacharrazos que le mete y la mía por tener que soportar esos rebotes por inercia).

Cualquier día pongo a prueba mi puntería y le cuelo un grillo por la ventana del patio de luces, a ver si le molesta y no le deja dormir. Para mayor desgracia, el chico es muy despistado: casi cada día se olvida algo en el piso y regresa a buscarlo, lo que significa que yo recibo doble (o incluso triple) ración de portazo por si no tengo bastante con soportarlo una vez. No sé dónde tendrá la cabeza este hombre, pero los dedos se los podría dejar descuidados en la puerta y llevarse un buen escarmiento al cerrarla.

¿Hay alguien que se sienta identificado con mi problema y que tenga que soportar a algún vecino como el mío? ¿O es que pertenecéis al grupo de mi vecino, es decir, a esos que siempre quieren dejar constancia de que llegan o se van? En este caso, os recomiendo que veáis unos vídeos didácticos en YouTube en los que se muestra paso a paso cómo se debe cerrar una puerta para no molestar a los demás. De verdad que no es tan complicado y, con un poco de práctica e interés por vuestra parte, aprenderéis a ser educados y respetuosos con el resto de vecinos (sí, supongo que a algunos eso se la repampinfla). Porque vivir en una comunidad es algo más que decir «hola» o «adiós» al cruzarnos con alguien en la escalera (bueno, ahora también se estila el mutismo total).

El otro día incluso tuve una pesadilla: soñé que me despertaba y que las paredes de mi casa estaban llenas de grietas debido a los portazos. Estas pasadas fiestas podía haberle hecho el amigo invisible a mi vecino y haberle obsequiado con un bote de aceite para engrasar bisagras, por si el origen del problema proviene de ahí. Unas gotitas milagrosas y ¡listo! La dichosa puerta iría ahora como la seda. O tal vez hubiera sido mejor regalarle un vale para un cerrajero, como esos que se regalan para una sesión de spa. En plan: «Te he comprado esto, vecino, para que llames a un cerrajero, te arregle la puerta y me dejes dormir. Que vengan y que te retoquen el marco de la puerta (y el conocimiento, ya de paso)». ¿Pero tanto cuesta cerrar la puerta con suavidad —parece que para muchos no es sencillo—, sin necesidad de dar ese portazo que invade la paz de mi espíritu, me pone de los nervios y me desvela sin posibilidad de volver a conciliar el sueño?

¿Qué haríais vosotros si estuvierais en mi lugar? Ya sé que lo mejor sería comentárselo a él directamente, pero ¿y si es un pedazo de chulo y un prepotente, se me pone en plan gallito y me tilda como la típica hipersensible a los decibelios? Yo, de momento, voy a hablar con el presidente para que convoque una reunión como hacen enseguida en «La que se avecina». No creo que haya ningún vecino sordo ante tal cataclismo (otra cosa es que se lo hagan…). Es bien sencillo: que el presidente hable con él o que le dirija un escrito sugiriéndole que cese en su conducta. «POR FAVOR, CIERRA LA PUERTA SIN DAR PORTAZOS. GRACIAS.» Tampoco hace falta añadir más floritura o formalismo al asunto, que igual ni entiende el mensaje. Al grano y sin rodeos. Si tú ¡pum, toma portazo!, nosotros ¡pam, toma cartelito!
 
© Marta García Carrato
 

Lo de tener un enfrentamiento, poner una denuncia y emprender acciones legales por contaminación auditiva, es una vía remota que quisiera evitar, que esta comunidad no es el Mirador de Montepinar y acudir a la Justicia para resolverlo sería muy fuerte, aunque el ruido que tienen que soportar mis tímpanos con sus portazos también lo es. Bueno, en éstas andamos ahora. Y tengo un sueño por culpa suya… Ya os contaré cómo termina la historia.
 
© Marta García Carrato, 2015

martes, 3 de febrero de 2015

Alojarse en un nicho ya es posible en Barcelona


¿Sabíais que la moda nipona de los «hoteles cápsula» diseñados para ejecutivos sin tiempo de regresar a casa después de una larga jornada laboral u hombres de negocios borrachuzos ya ha llegado a Barcelona? Muchos os estaréis preguntando qué es eso del hotel cápsula. Bueno, pues es un concepto no apto para claustrofóbicos, empecemos por ahí. Pero, al margen de fobias os lo resumiré: un hotel cápsula es un establecimiento que ofrece la posibilidad de alojarse en un cube o habitáculo individual con forma de cápsula, de ahí su nombre, de apenas dos metros de longitud, un metro de alto y un metro veinticinco centímetros de ancho. Para que me entendáis, un easyhotel pero reducido a lo bestia. En resumidas cuentas, lo justito para dormir. En el supuesto de que el huésped sea muy alto, deberá dormir encogido e incómodo. Si sufre obesidad mórbida, sentirá seguramente lo más próximo a ser enterrado vivo, con la práctica paralización de su cuerpo durante unas horas y el consiguiente riesgo de padecer yagas. Y si el cliente juega en la NBA… bueno, las probabilidades de alojarse en un hotel de estas características siendo un jugador de baloncesto exitoso son más que reducidas, por no decir reducidísimas, ya que no tendría ninguna necesidad, a no ser que lo hiciera sólo por el placer de vivir una nueva experiencia.
Cada cube o litera cerrada (así se ha bautizado a estos nichos para vivos, que es como los he bautizado yo) dispone de luz de lectura, toma de electricidad propia, conexión inalámbrica a internet (lo que significa que uno ya está «a salvo» y puede conectarse con el mundo para avisar a alguien si le entra un ataque de ansiedad) y un pequeño armario de seguridad. Las cápsulas se colocan en dos alturas, con unas escaleras para poder acceder al segundo nivel y una cortina o una portezuela de fibra de vidrio para salvaguardar la intimidad del cliente. Lo de la cortina aún tiene un pase pero lo de la puerta transparente como que te acojona, seamos claros. Porque mira que como se estropee la cerradura, te quedes allí encerrado y empiece a faltarte el aire… Sólo falta que pongan un jarroncito con flores a modo de bienvenida en la entrada de tu «habitación», que viene a ser el equivalente a que te den el RIP antes de caerte muerto de cansancio en tu ataúd con colchón
Parece ser que en nuestro país la normativa ha sido más exigente que en Japón, se ha prohibido la entrada frontal y se ha sustituido por una lateral. Tampoco está permitido cerrar los habitáculos y se ha adoptado un sistema de literas privadas tipo box para dormir y descansar. El detalle de edulcorar la versión más gore en nuestra legislación siempre es de agradecer. Cada equipo de litera está dotado de dos cajones con llave en los que los viajeros pueden guardar sus pertenencias y el equipaje más voluminoso se almacena en unas taquillas en la entrada del establecimiento.
La fórmula de este nuevo concepto hotelero ha sido tan exitosa y ha tenido tan buen índice de ocupación en la Ciudad Condal que ya se va a inaugurar un tercer hostel de estas características durante este año y en Madrid también se va a abrir otro albergue próximamente. Sus creadores han apostado por un esmerado diseño joven a precio asequible (aquí los clientes son en su mayoría millenials europeos y no ejecutivos como en el caso japonés), una limpieza que debe ser impecable y una cuidada insonorización de las cápsulas. Pero a mí que no me digan, que si te toca un vecino que tose, ronca, se tira pedos o le huelen los pies (eso es cuestión de suerte), ya te han dado la noche, por mucha meticulosidad en el aislamiento acústico que prometa el folleto. Sí, ahí siempre sale todo muy bonito y a la hora de la verdad te topas con cada cutrez cuando viajas por el mundo…
Supongo que, cuando uno ha decidido alojarse en una de esas cápsulas, tiene que armarse de valor y hacer una lista con las cosas imprescindibles que deberá llevar consigo, que serán, a mi entender, éstas: primero, estar dispuesto a viajar con una mochila; segundo, comprarse unos tapones por si las moscas (bueno, moscas, moscones, mosquitos y compañeros de celda que vengan de juerga a mitad de la noche en un estado achispado); tercero, hacer uso de una pinza para la nariz para no tener que oler efluvios desagradables, y, cuarto, intentar ser indulgente con las pestes del vecino para que esto no suponga un handicap a la hora de coger el sueño (¿reparador?).
La moda de las cápsulas también ha llegado a algunos aeropuertos, que han instalado ya algunos sleeping pods o sleep box en los pasillos o cerca de las zonas de embarque para que los pasajeros a los que les han cancelado el vuelo no tengan que abandonar la terminal para ir a un hotel o tengan que dormir tirados en el suelo (digo yo que eso será en la zona vip y a un precio astronómico por lo que tiene de novedad la pijada). Una perspectiva de negocio rentable se abre para muchos emprendedores, sobre todo teniendo en cuenta la de huelgas de controladores aéreos y pilotos que hay en España…
Bueno, cada uno que viaje y se aloje donde quiera (o donde pueda). A mí me parece fantástico que la oferta hotelera sea tan diversificada para que el que lo desee pueda disfrutar de una experiencia diferente o descubrir una sensación exótica (si alguien siente algún placer en dormir en una caja de zapatos). Yo no entiendo muy bien a qué viene esa manía de tanto reducir y aprovechar el espacio en una ciudad como Barcelona, que abres la ventana del hotel y respiras el aire fresco del mar, aunque te alojes en la pensión Alicia. Hay quien está dispuesto a pagar cuarenta euros por dormir una noche en temporada alta (¿no os parece que eso de low cost no tiene nada?) en algo parecido a un cementerio de alto standing, aunque tenga que dormir vestido o con bata. No sé si alguno de vosotros se habrá alojado alguna vez en una cápsula de ultratumba de éstas y qué sensación habrá experimentado, si habrá dormido de un tirón, si le habrá costado horrores conciliar el sueño o si se habrá pasado toda la noche en vela. Yo prefiero abstenerme de probar el invento, por muy práctico y económico que les resulte a algunos, que a estas alturas de la vida estoy demasiado acostumbrada a plantificar mi cepillo de dientes y mis cosas en la habitación de un hotel convencional. ¡Qué gusto da esa sensación, llegar y decir: ya me he instalado! Para eso me quedo en mi casa, me enchufo un reportaje de viajes de Canal Viajar en mi plasma, estiro las piernas sin restricciones de espacio y, oye, tan a gusto…

© Marta García Carrato, 2015
Hotel-cápsula japonés. Foto extraída de la web todoparaviajar.com.

Litera privada en el Dream Cube Hostel Barcelona.

lunes, 2 de febrero de 2015

«¡Estoy vivo! ¡No soy un fantasma!»

Esta mañana he sido testigo presencial de un acto de rebeldía en pleno centro de Barcelona. La PERSONA que ha protestado frente al mundo y que ha lanzado su grito de «¡Estoy vivo! ¡No soy un fantasma!» era un mendigo. Algunos los llaman indigentes para no herir sensibilidades —no voy a perder el tiempo analizando ese matiz— y otros utilizan el término anglosajón homeless porque piensan que nuestra lengua no es lo suficientemente rica y ese anglicismo tan rimbombante les parece que suena mejor para definir al individuo sin techo que un día lo tuvo y que hoy sufre exclusión social.
Pero voy a empezar por el principio de la historia, aunque haya adelantado el desenlace. Hace bastante tiempo que conozco de vista a la PERSONA del grito angustioso. Se trata de un hombre de mediana edad, de aspecto dejado y barba de días, que siempre se sienta justo en la entrada de un centro médico con mucha afluencia de pacientes que entran y salen del mismo. Viste una americana marrón de pana algo raída y nunca se desprende de un cartel de cartón que luce con valentía y en el que, con impecable caligrafía y escrito a boli, explica que le da vergüenza pedir, que las instituciones le han cerrado todas las puertas y que necesita AYUDA. Los que pasamos diariamente por ahí ya nos hemos acostumbrado a su presencia y no nos incomoda en absoluto, por lo menos a mí —seamos sinceros: la presencia de un mendigo siempre incomoda a algunos—. Este hombre lleva varios años ocupando ese lugar y ya forma parte del paisaje urbano. Muchas son las veces que hago contacto visual con la PERSONA del grito quejumbroso. Ambos nos miramos apenas unos segundos, los justos para reconocernos aunque nunca hayamos intercambiado ninguna palabra. A mí a veces me da por pensar en su pasado, en cómo debía de ser su vida antes de tener que pasar por la penosa situación de acabar pidiendo en una esquina. Puede que él piense en mi presente y sueñe despierto con la vida tal vez más o menos acomodada que un día perdió.
Son tan variados los motivos que pueden llevar a alguien a acabar así… Hay gente que vive de eso y que se ha acostumbrado a transitar sin rumbo y sin casa por el mundo vagabundeando con una mochila a la espalda como único equipaje, gente más o menos ingeniosa que parece un personaje calcado de una novela picaresca y que sabe cómo vivir a costa de las ayudas oficiales, gente cuyo único amigo es una botella de alcohol y cuyo único lecho es un cartón, gente que te aborda en los semáforos casi secuestrándote y que te limpia el parabrisas del coche con exigencias aunque tú no lo quieras, gente que se arrodilla a pedir obligada por una mafia que le explota, gente que se recorre todos los vagones del metro vendiendo kleenex o mecheros y recitando de memoria el historial médico de toda su familia y que incluso ha aprendido a decir unas palabras en inglés para que los turistas también se apiaden de su situación y le den unas monedillas… Entre toda esa gente habrá de todo, mendigos falsos y mendigos verdaderos, igual que en la vida nos codeamos cada día con gente falsa que representa su papel, y con gente honesta y sincera. Realmente hay gente que lo hace por necesidad, porque no ve ninguna otra salida a su situación precaria, porque todas las instituciones le han dado la espalda hasta ser considerado un cero a la izquierda por parte de la sociedad.
Pero dar o no dar limosna no es la cuestión que quiero analizar aquí. Vuelvo de nuevo al principio de la historia después de este inciso. Los hechos que os voy a detallar a continuación han pasado concatenados y de manera muy rápida. La PERSONA del grito conmovedor estaba sentada donde siempre. Como se trata de una zona bastante comercial, a la hora en la que han transcurrido los acontecimientos este tramo de calle estaba bastante concurrido. Unas chicas que portaban bolsas con ropa de Bershka y Stradivarius iban hablando y riendo en grupo y han pasado casi rozando al mendigo, sin apenas respetar su espacio vital. Dos ancianas que iban de cháchara distraídas y que llevaban un perrito chihuahua de esos que ahora están tan de moda con una correa extensible (de esas que también están tan de moda) se han parado justo enfrente del mendigo y el perrito ya iba a levantar la patita encima del cartel escrito a caligrafía cuando una de las señoras se ha dado cuenta a tiempo y le ha avisado a la otra para que tirara del chucho y evitara el cercano accidente. De pronto y medio salido de la nada, ha aparecido un ciclista que circulaba zigzagueante por la acera y que para esquivar a las dos ancianas y al perro ha optado por la dirección equivocada, llevándose por delante el bote del mendigo en el que había depositadas unas cuantas monedas. El loco corredor se ha disculpado con la mano cuando unos cuantos peatones le han increpado pero ha seguido su camino a la misma velocidad que antes del «atropello». Nadie se ha dignado en ayudar al superviviente de la calle a recoger su pequeña recaudación, que había acabado esparcida por la acera. Nadie se ha dignado ni siquiera en mirarlo. Todos han seguido pasando de largo. Ha sido entonces cuando la rabia se ha apoderado del mendigo, éste se ha revelado frente al mundo deshumanizado y ha soltado su «¡Estoy vivo! ¡No soy un fantasma!».
Lo que pretendo explicar es que hoy esa PERSONA del grito desolador me ha enseñado una gran lección: que no hay mayor desprecio que la indiferencia por parte de los demás. Su grito ha sido una reivindicación: su derecho a que lo hagan sentir PERSONA. Me ha demostrado el dolor que uno puede llegar a sentir cuando es ignorado por la gente, un dolor en forma de grito desgarrado. Porque el dolor de ser ignorado produce la misma reacción en nuestro organismo que una herida física. La PERSONA del grito suplicante no ha hecho más que demostrar su necesidad de seguir formando parte de la sociedad como individuo que es, con nombre y apellidos, con número de carnet de identidad, con sentimientos y tal vez todavía con sueños. Me ha enseñado que todos nacemos con un instinto gregario y que cuando nos sentimos rechazados, menospreciados o discriminados por el grupo al que pertenecemos, perdemos nuestra autoestima. Cuando ha gritado que no era un fantasma estaba reivindicando su derecho a no ser invisible, a salir del aislamiento que la sociedad le impone. Simplemente, estaba reclamando su dignidad. Yo pienso seguir fijándome en él cuando pase por su lado. Yo pienso seguir saludándole como siempre, es decir, simplemente con ese breve contacto visual de reconocimiento. Es de justicia.

© Marta García Carrato, 2015
La imagen está sacada de www.tuentifotos.com e ilustra mi texto a la perfección.