miércoles, 25 de febrero de 2015

Mi cita con el técnico de neveras


Hoy os voy a contar una anécdota que me sucedió con una marca de electrodomésticos de alta gama. No voy a citar el nombre, pero todos adivinaréis de qué marca se trata si os digo que en uno de los anuncios que emitían por televisión estaban tan seguros de la calidad de sus frigoríficos que ofrecían al potencial comprador diez años de garantía. ¿Os suena? Os recomiendo que leáis esto especialmente si tenéis intención de renovar vuestra nevera, y también si sentís curiosidad, por supuesto. Siento que esta vez mi artículo sea tan largo, pero considero que la historia no tiene desperdicio y, como un buen modo de desfogarse es a través de la escritura, en este caso me parecía que era un sacrilegio resumirla. Quedáis avisados.

Todo comenzó hace un año y medio aproximadamente, cuando adquirí un frigorífico-combi de alta gama. Cuando lo compras, cómo no, todo son ventajas. No sólo estás pagando la calidad del producto sino el magnífico servicio post-venta. «El mejor servicio técnico es el de esta marca.» Eso fue lo que me recalcaron no una sino varias veces en la pequeña tienda de electrodomésticos de una pequeña localidad ampurdanesa. Esas tiendas donde el trato es familiar y donde el mismo señor Pep que te vende la nevera, viene a tu casa a instalarla. El señor Pep se presentó con la nevera y con una sonrisa pero, antes de subirme el enorme frigorífico a casa, se encargó de no hacer ni un solo desconchón en la pared de la escalera (para que luego no tengas problemas con los vecinos en la reunión de la comunidad y para que nadie pueda echarte en cara que los transportistas que vinieron eran unos bestias). El señor Pep se presentó, como digo, con la nevera, con una sonrisa y con una manta (para no rayarte el suelo de parquet que apenas te ha dado tiempo de estrenar, y para que veas que trata a sus clientes con esmero). Todos los detalles cuidados al máximo en la pequeña tienda del señor Pep. Poco faltó para que no le dijera al señor Pep que ya de paso me llenara la nevera, de tan servicial como parecía, pero ya habría sido abusar de su confianza.
 

Mi nevera cuando el señor Pep me hizo tantas y tan falsas promesas.
 
Al cabo de unos meses, mi súpernevera de alta gama empezó a hacer bastante ruido. No ese ruido que suele hacer un combi no frost de última generación cuando está en funcionamiento permanente las veinticuatro horas del día los trescientos sesenta y cinco días del año, sino un sonido mucho más molesto. Parecía que me habían entrado unos francotiradores a casa y, cuando iba a la cocina, pensaba que cruzaba hacia la línea enemiga.

Fui a la tienda del señor Pep, el vendedor sonriente, y le expliqué lo que me pasaba. Yo no tenía que preocuparme de nada; estaba en buenas manos. Había comprado mi nevera en una de esas tiendas donde el trato es directo y el señor Pep, acostumbrado a mimar a sus clientes, me tranquilizó con el mismo argumento que había empleado el primer día para convencerme y venderme la nevera: «El mejor servicio técnico es el de esta marca». Salí de la tienda contenta: pronto recibiría una llamada del técnico de la zona y enseguida vendrían a casa a solucionar la incidencia.

Y mirad si fue eficiente el servicio técnico de esta marca que, cuando el operario de la zona se puso en contacto conmigo para ver qué le pasaba a mi nevera, en la pantalla de mi móvil apareció el mensaje NÚMERO PRIVADO, para que todo quedara como top secret entre técnico y clienta, todo para garantizar la mayor discreción. Y cuando escuché la voz del técnico, me pareció que se dirigía a mí casi en nombre de Dios. No me refiero a que hablara en un susurro para aumentar nuestro grado de intimidad, sino a que se sentía un ser todopoderoso. Me explico: como el técnico de esta marca era un profesional que había estudiado formación profesional, especialidad Electrónica, y que tenía muy frescos los conceptos debido a que recién había terminado sus estudios, ya no tenía que hacer el esfuerzo de pasar por mi casa para revisar el no frost. ¿Qué necesidad había de que él perdiera el tiempo en desplazamientos y de que me lo hiciera perder también a mí? Así que se limitó a preguntarme a través del teléfono si mi nevera hacía un ruido como de fiuuuuuuuuu seguido pero no muy ruidoso (o sea, el sonido agudo típico del compresor, que es el que distribuye el aire por todas partes), o si lo hacía más bien tirando a tatatatatatata pero más escandaloso (o sea, el sonido que indica problemas de digestión con los gases que circulan por el motor, lo que es síntoma de que algo falla en el sistema de ventilación). Sobraron las palabras entre nosotros. El técnico y yo nos entendimos a la perfección a través de las onomatopeyas. El test del sonido quedó resuelto y así el especialista se pudo hacer una idea del nivel de gases que circulaba por el motor y del nivel de decibelios. Ahora ya sólo faltaba concretar un día para la visita y conocernos personalmente: «Señora, tardaré unos días en llamarla porque a la nevera le tenemos que cambiar el dumper y la pieza viene de Alemania». Pero qué sentido del humor tenía el técnico. Tuve que contenerme la risa. ¿Era verdad lo que acababa de escuchar? Hoy en día, entrado el siglo veintiuno, esa frase continuaba en vigor y las piezas aún venían de Alemania, como en la época del Caudillo. Qué chistoso era el chaval recién diplomado en FP.

Éste es el famoso dumper, que viene a ser el corazón de las neveras.
 
Tal como me advirtió, tardé unos días en tener noticias del técnico reparador de electrodomésticos de alta gama de la marca que no quiero citar pero que todos conocéis. Quedé un viernes por la tarde con él en mi casa. Por fin íbamos a conocernos en persona y por fin él iba a ver mi nevera. Y allí se presentó, a la hora acordada, pero apareció sin el dumper, qué decepción. Volvió a soltarme el mismo rollo que sueltan todos, lo de que se tenía que pedir la pieza a Alemania. Yo le dije que habíamos quedado en que traería la pieza, pero se disculpó con el argumento de que había habido un problema con el transporte. Para qué me voy a liar ahora a hablar del tema del transporte por carretera. Un largo y costoso viaje el que tienen que hacer estas piezas que aún vienen de Alemania… Ya se sabe, lo de la «ingeniería alemana» sigue siendo por algo... Nos despedimos y quedamos en que ya me avisaría cuando le llegara. Yo seguí con mi vida y él supongo que con la suya hasta que, esa misma tarde, sonó mi móvil y otra vez leí en la pantalla lo de NÚMERO PRIVADO (supongo que por seguridad, para evitar un posible idilio con alguna clienta). ¿Para qué me llamaría mi técnico, si acabábamos de vernos hacía poco? «Señora, soy el técnico que ha estado antes en su casa. Perdone, es que he tenido un error. Que me pensaba que era para otro domicilio y me he dado cuenta de que llevo su pieza en el coche.» ¡Mi dumper recién llegado de Alemania estaba en el maletero del coche del técnico del servicio oficial de la zona! ¿Cómo había habido aquel malentendido? ¡Vaya panda de zoquetes! Pero el destino me jugó una mala pasada: eran las siete y media de un viernes, yo me encontraba fuera de mi domicilio y el técnico ya no podía instalarme el dumper porque se le habría hecho demasiado tarde. Así que quedamos para vernos a la semana siguiente. Apunté mi cita en la agenda. Viernes. A las 7 de la tarde. OK. Una semanita más y volveríamos a vernos las caras: el técnico, mi nevera y yo.

Durante la semana, volvió a sonar mi móvil y en la pantalla volvió a aparecer el conocido mensajito de NÚMERO PRIVADO. Intuí que era mi técnico, el «salvador todopoderoso» de mi nevera. Ese que sin necesidad de ver a la enferma ya supo desde un primer momento lo que tenía: le fallaba la pieza primordial, el corazón del electrodoméstico, el dumper, que en el año en que nos encontramos seguía viniendo por carretera desde Alemania. Pero, ¡sorpresa, no era ÉL! «Señora: soy el técnico del servicio oficial. Dígame, ¿qué le pasa a su nevera?» ¡¡¡¿¿¿Qué???!!! ¿Que acaso yo alucinaba? Después de preguntarle «¿Pero tú no habías estado ya en mi casa el otro día y habíamos quedado en que vendrías el próximo viernes a las siete para cambiarle el dumper a mi nevera?» y de que él me contestara: «No, señora, usted va equivocada. Yo no he hablado nunca con usted ni he estado en su casa. Si me acaban de pasar la orden ahora», tuve que darle una explicación pormenorizada del historial clínico del electrodoméstico. Había conseguido aprenderme palabra por palabra el discurso, de tantas veces que lo había tenido que recitar. El recién salido del capullo con pretensiones de ingeniero empezó con el cuestionario técnico en versión onomatopéyica que ya me habían hecho la primera vez. Entonces fue cuando interrumpí al niñato bruscamente y le levanté la voz, cabreada por tanto secretito de NÚMERO PRIVADO en la pantalla del móvil y porque no estuvieran autorizados a facilitar un número de teléfono para hablar directamente con el operario que realizaba la reparación. De mi técnico-dios-todopoderoso dependía la salud de mi nevera y ahora este imbécil me venía con el mismo cuento del fiu-fiu y del ta-ta. Le solté mi discurso de pe a pa: que pensaba que la organización del servicio oficial de esa marca en aquella zona era un completo caos, que tenían una total descoordinación entre ellos y que el hecho de recurrir a tantos intermediarios no hacía más que obstaculizar y entorpecer el buen servicio al cliente. En resumen, que era un desastre. Colgué y lo mandé a la mierda (aunque no recuerdo bien si primero lo mandé a la mierda y luego colgué, que hubiera sido lo más lógico). De lo que sí me acuerdo es de que le dije que yo ya había quedado con mi técnico, el primero, el que iba a salvar el corazón de mi nevera, el que llevaba el dumper en el maletero de su coche. Teníamos una cita el próximo viernes a las siete.

Y llegó el gran día. Yo estaba expectante. Tuve que hacer unos ciento veinte kilómetros en coche, con lluvia y truenos, y tuve que pagar dos peajes en la autopista. Pero valía la pena. Por fin, el técnico de esta marca de alta gama sacaría la pieza de su maletín y mi nevera dejaría de hacer el tatatatatatata para hacer el fiuuuuuuuuu. Las siete, las siete y cuarto, las siete y media, las ocho menos veinte, las ocho. Las ocho y media. Qué chasco más grande. Mi técnico ni siquiera me llamó. En la pantalla de mi móvil, ni rastro de su NÚMERO PRIVADO. Yo ya no sabía lo que hacer. Me estaban entrando ganas de liarme a martillazos con la nevera y acabar de una vez por todas con el ruido y con este asunto.

Al día siguiente me presenté en la tienda de electrodomésticos del señor Pep, la del trato directo, la que te daba un servicio completo menos llenarte la nevera y en la que estaban completamente seguros de que «el mejor servicio técnico es el de esta marca». Ellos se encargarían de resolver todo este desaguisado. Yo no había de preocuparme de nada. El señor Pep me dijo que llamaría a la central, que estaba en Zaragoza, y allí una teleoperadora volvería a ponerse en contacto con mi técnico, el primero, el que llevaba mi dumper en el maletero de su coche para que el «multi air flow system» de mi nevera funcionara a la perfección.

Este idilio iba a acabar por completo con mi paciencia. Yo deseaba con todas mis fuerzas volver a tener otra cita con mi técnico, con ese hombre que nos tenía en ascuas a mi nevera y a mí. Como no daba señales de vida, tuve que llamar varias veces al señor Pep, que ya debía de sentirse como una carabina y que siempre me repetía lo mismo: «Yo más no puedo hacer, pero ya le aseguro que el mejor servicio técnico es el de esta marca».

Pensé seriamente en la posibilidad de poner un anuncio aunque no llegué a hacerlo. Como sabía que las piezas venían de Alemania, lo publicaría en un diario alemán (en alemán):

«Mi nevera necesita urgentemente un dumper para sobrevivir».

Además, coloqué cartelitos por toda la zona sin ningún éxito:

«ATENCIÓN: Se ha perdido un dumper en el maletero de un coche del servicio técnico de [nombre de la conocida marca de electrodomésticos]. La última vez fue visto por esta zona y alrededores. Se gratificará».

Mientras esperaba su llamada, me pasé los días leyendo el manual de instrucciones que me facilitaron junto con el electrodoméstico en el que venían descritos todos los ruidos de mi no frost de última generación para que fuera adquiriendo experiencia y aprendiera a convivir con aquel ruido del que no me habían avisado antes de efectuar tan costosa compra.

Hoy por hoy, el técnico sigue en paradero desconocido y en el servicio técnico nunca supieron decirme quién había venido a mi casa porque no les constaba ningún operario de aquellas características. El dumper tardó bastante en llegar de Alemania debido a una huelga de transporte, pero llegó. Me mandaron a un técnico algo manazas al que se le caían al suelo todas las herramientas debido a la emoción de tener que llevar a cabo por primera vez desde su diplomatura en FP la delicada operación a corazón abierto de la colocación de un dumper y que dejó la huella perpetua en mi parquet. Pero, por fin, mi nevera pasó de hacer el tatatatatatata a hacer el fiuuuuuuuuu. Después de tanta insistencia y de tantos obstáculos y trabas «burrocráticas», ¡lo habíamos conseguido!
 

Del ta-ta al fiu-fiu hay un largo trecho que hemos hecho juntos mi nevera y yo. Pero, por fin, se hizo el silencio.
 
Aún no entiendo por qué no funcionó aquel trío. ¿Qué pasó entre aquel técnico, mi nevera y yo? ¿Por qué se dio a la fuga? No puedo quitarme de la cabeza aquella visita, con lección de electrónica incluida. Me lo dijo bien claro mirándome a los ojos fijamente a la vez que hurgaba en su maletín: «Siempre hay que decantarse por un frigorífico que tenga un compresor lineal, la opción más silenciosa del mercado». Eso fue lo que hizo él: pagarme con el silencio. Tal vez escuchó los latidos de mi nevera y se asustó... Pero a mí también me quedó bien clara una cosa: que mi próxima nevera será de la marca Acme, esa de los dibujos animados del coyote y el correcaminos. Ésos sí que corren, y no los del «mejor servicio técnico» que tan bien supo venderme el señor Pep. GRACIAS por haber leído mi relato hasta el final (y preguntad siempre por el nivel de ruido del dumper antes de comprar una nevera).

© Marta García Carrato, 2015

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