miércoles, 11 de marzo de 2015

Descubrir un nombre en una esquela


(A Sergio, en recuerdo de su amistad.)
 

Querer rescatar a alguien del pasado entraña un riesgo parecido a la espeleología. Yo estaba realizando esa actividad de manera consciente y me he quedado atrapada en las profundidades de una cueva cuando he leído un nombre en una esquela. Y como tantas otras veces que estoy en apuros —y más cuando el rescate es complicado—, he decidido echar mano de la escritura, a ver si ésta me lanza una cuerda y puedo volver a salir a la superficie.

Hoy escribo más que nunca porque tengo la necesidad de hacerlo. No puedo dejar de teclear, impulsada por un resorte que me va dictando las palabras a medida que éstas van saliendo en tropel de mi mente en un desorden con visos de convertirse en caos, una letra detrás de otra, a la espera de que este ejercicio mecanográfico actúe como un bálsamo y me ayude a asumir la noticia, demasiado reciente para que el pensamiento pueda asimilarla de golpe y luego le haga un hueco en la memoria. Porque ver el nombre de alguien que conociste en una esquela, es qué menos que impactante, y yo necesito un tiempo para digerir esa crueldad.

Tendré que remontarme a la década de los noventa, que es cuando comienza la historia que os quiero contar. Entonces se estilaba mucho lo de coleccionar posavasos, unos objetos superfluos que hoy, en parte debido a la crisis, están casi en desuso y condenados a desaparecer. Yo me apunté a esa moda casi sin darme cuenta. Al principio, conservaba los posavasos como mero recuerdo de mi paso por un bar o un restaurante —igual que el que tiene la manía de guardar las tarjetas de los establecimientos—. Poco a poco esto se fue convirtiendo en una costumbre y nunca me marchaba de un local sin antes haberle pedido al camarero la cuenta y un posavasos, a ser posible intacto, sin estrenar, para tener yo constancia de que había estado en el garito en cuestión. Como entonces salía con mucha frecuencia, pronto empecé a recopilar un número bastante considerable de aquellos soportes de papel y, como tenía muchos repetidos, comencé a cartearme con coleccionistas de otros lugares para intercambiar nuestros pequeños tesoros. Así fue como conocí a Miguel.

Durante años, ese nombre había permanecido en el olvido y nada me hacía presagiar que ahora iba a ser rescatado con virulencia de mi memoria. Su nombre y sus apellidos han irrumpido esta mañana sin previo aviso. Ha sido mientras estaba sacándoles el polvo a unas cajas que guardo en lo alto de una estantería que ha vuelto a salir del baúl de los recuerdos. Primero he recuperado una foto que ya empezaba a amarillear y a tener pequeñas huellas de humedad debido al paso del tiempo. En la instantánea, Miguel aparece junto con Elena, su mujer, y su hija, Victoria (Vicky, como solían llamarla); se les ve felices a los tres, de vacaciones junto al castillo de Bellver, en Mallorca. Después he rememorado algunos detalles sueltos de su vida, que él solía explicarme en las cartas que nos mandábamos asiduamente entonces. La correspondencia no la conservé por motivos de espacio, pero sí esta foto junto con alguna felicitación navideña que me hizo gracia guardar. Luego he decidido sentarme delante del ordenador y buscar su nombre en internet, movida por la curiosidad de saber qué había sido de su vida y para volver a contactar con él con la ayuda de las tecnologías. Y ha sido precisamente por culpa de éstas que he sabido de su muerte. Y aquí estoy, con la foto delante de mí, intentando encajar la noticia.

No recuerdo ahora durante cuánto tiempo mantuvimos un intercambio epistolar —tal vez fueron cinco o seis años, o incluso más—. Algo que hoy por hoy, al igual que los posavasos, está también abocado al olvido debido a la irrupción de las nuevas tecnologías. Pero antes de los sms y de los malditos whatsaps, mandarse cartas de puño y letra era de lo más normal. Nunca llegué a entablar una relación profunda con Miguel, ni mucho menos. Más bien el objetivo de aquellas cartas era ampliar nuestra colección de posavasos y aquella afición que compartíamos establecía nuestro nexo de unión. Sin embargo, habría quedado bastante frío si hubiese introducido cinco o seis posavasos dentro de un sobre y los hubiese mandado directamente, sin más, a su domicilio de Logroño, por lo que siempre acompañaba los objetos de intercambio con unas cuantas frases. Muy originales no éramos ninguno de los dos, todo hay que decirlo. Nada, el típico hola qué tal —yo bien, gracias—, para luego preguntar por la salud —recuerdo que él solía profundizar algo más en este aspecto—, a continuación hablar del tiempo —que siempre es muy recurrente y con el que se pueden llenar un par de líneas—, dar una breve explicación de los posavasos que adjuntábamos —porque, a veces, según el estilo de la letra en que habían sido impresos, no se apreciaban bien los caracteres— y, por último, despedirnos con el consabido formulismo del fuerte abrazo para toda la familia y hasta la próxima. Pero, poco a poco, fuimos profundizando más y gracias a aquellas cartas, en las que nos explicábamos nuestros sueños, ambos pudimos hacernos una composición de nuestras respectivas vidas. Así, llegamos a compartir momentos buenos y malos como la defunción de su suegro, el incendio de su coche, las buenas notas de Vicky, la ascensión de Elena en el trabajo o la ilusión ante unas próximas vacaciones. Yo, entonces, recién había terminado la carrera, y supongo que le contaría que mandaba mi currículum a muchas empresas, o que había conseguido un trabajo en una revista, o que había dejado lo de la radio. No sé, ya casi no me acuerdo. Siempre nos prometíamos que cuando yo fuera a Logroño o él viniera a Barcelona, avisaríamos y nos conoceríamos personalmente, pero ese momento nunca llegó y sólo quedó en pequeños retazos de vida explicados en apenas unas líneas escritas.

Con el tiempo, nuestras cartas se fueron espaciando más, supongo que por motivos laborales y falta de ganas, porque mantener una relación epistolar en la distancia con alguien que no has visto jamás se hace complicado y con los años se desgasta en la mayoría de casos, a la par que baja la fiebre por coleccionar posavasos. Y llegó un momento en que se extinguió la comunicación y dejamos de tener noticias el uno del otro.

Y han sido precisamente las nuevas tecnologías las que me han permitido saber otra vez de mi amigo por correspondencia. Porque la memoria es caprichosa, nos juega malas pasadas y nos hace recordar con facilidad el nombre y los apellidos de una persona que nos parecía que había quedado congelada en nuestro pasado. Y no; seguía de manera latente, aunque con la tontería, de eso hayan pasado quince años.

Maldito el día en que se me ha ocurrido la idea de teclear en mi ordenador ese nombre con el simple objetivo de curiosear y de que el señor Google, con su disfraz de pitonisa, me diera una respuesta. Pensaba que me había equivocado la primera vez e incluso he cerrado el motor de búsqueda para volver a entrar e intentarlo de nuevo por si no era ése el usuario que estaba buscando. Allí aparecía su nombre completo: el señor Don MIGUEL DE PINILLOS LATORRE. Esta vez no había posibilidad de error. Me he llevado un gran disgusto cuando he visto el nombre de mi amigo epistolar en la esquela publicada por el periódico de noticias de La Rioja y he sabido de su defunción, el 10 de abril de 2012, a los 52 años de edad. Y el disgusto ha sido mayor cuando he leído que era viudo de doña ELENA POZUELOS SANSEGUNDO, fallecida tres años antes que él. Enseguida he visto el nombre de la hija de ambos, VICTORIA DE PINILLOS POZUELOS, la niña de unos cinco años que aparece en la foto que tengo ahora delante de mí, desdibujada por el tiempo, y que perdió a sus padres recién estrenada su juventud.

Me imagino que mi nombre también debió de quedar en su olvido o relegado a un minúsculo rincón de su memoria. No veo ningún motivo a estas alturas para dejar un comentario en el diario expresando mis condolencias. Porque, como ahora los periódicos pasan por momentos difíciles y tienen que buscar nuevas vías para aumentar sus ingresos o, por lo menos, subsistir, la digitalización ofrece la posibilidad a los familiares y amigos de los difuntos, además de contratar una esquela, de encender una vela (se puede escoger entre varios modelos), publicar un mensaje, una foto e incluso un vídeo para que quede constancia y nunca se olvide al ser querido.

Hoy la espeleología me ha demostrado ser una actividad de alto riesgo cuando se practica sin protección. Creo que se me está bien empleado, por no dejar el pasado donde está. Pero me ha entrado una gran congoja al pensar que mi amigo epistolar ya no puede volver a vivir su vida, que su familia quedó truncada y que todos aquellos sueños compartidos se hicieron mil pedazos, como las cartas que no guardé. Conservo de él una foto y el legado de posavasos que me fue enviando a lo largo de varios años. Descansad en paz, Elena y Miguel.
© Marta García Carrato-2015
 
En recuerdo de mi amigo coleccionista de posavasos y de su mujer.
© Marta García Carrato-2015