lunes, 2 de febrero de 2015

«¡Estoy vivo! ¡No soy un fantasma!»

Esta mañana he sido testigo presencial de un acto de rebeldía en pleno centro de Barcelona. La PERSONA que ha protestado frente al mundo y que ha lanzado su grito de «¡Estoy vivo! ¡No soy un fantasma!» era un mendigo. Algunos los llaman indigentes para no herir sensibilidades —no voy a perder el tiempo analizando ese matiz— y otros utilizan el término anglosajón homeless porque piensan que nuestra lengua no es lo suficientemente rica y ese anglicismo tan rimbombante les parece que suena mejor para definir al individuo sin techo que un día lo tuvo y que hoy sufre exclusión social.
Pero voy a empezar por el principio de la historia, aunque haya adelantado el desenlace. Hace bastante tiempo que conozco de vista a la PERSONA del grito angustioso. Se trata de un hombre de mediana edad, de aspecto dejado y barba de días, que siempre se sienta justo en la entrada de un centro médico con mucha afluencia de pacientes que entran y salen del mismo. Viste una americana marrón de pana algo raída y nunca se desprende de un cartel de cartón que luce con valentía y en el que, con impecable caligrafía y escrito a boli, explica que le da vergüenza pedir, que las instituciones le han cerrado todas las puertas y que necesita AYUDA. Los que pasamos diariamente por ahí ya nos hemos acostumbrado a su presencia y no nos incomoda en absoluto, por lo menos a mí —seamos sinceros: la presencia de un mendigo siempre incomoda a algunos—. Este hombre lleva varios años ocupando ese lugar y ya forma parte del paisaje urbano. Muchas son las veces que hago contacto visual con la PERSONA del grito quejumbroso. Ambos nos miramos apenas unos segundos, los justos para reconocernos aunque nunca hayamos intercambiado ninguna palabra. A mí a veces me da por pensar en su pasado, en cómo debía de ser su vida antes de tener que pasar por la penosa situación de acabar pidiendo en una esquina. Puede que él piense en mi presente y sueñe despierto con la vida tal vez más o menos acomodada que un día perdió.
Son tan variados los motivos que pueden llevar a alguien a acabar así… Hay gente que vive de eso y que se ha acostumbrado a transitar sin rumbo y sin casa por el mundo vagabundeando con una mochila a la espalda como único equipaje, gente más o menos ingeniosa que parece un personaje calcado de una novela picaresca y que sabe cómo vivir a costa de las ayudas oficiales, gente cuyo único amigo es una botella de alcohol y cuyo único lecho es un cartón, gente que te aborda en los semáforos casi secuestrándote y que te limpia el parabrisas del coche con exigencias aunque tú no lo quieras, gente que se arrodilla a pedir obligada por una mafia que le explota, gente que se recorre todos los vagones del metro vendiendo kleenex o mecheros y recitando de memoria el historial médico de toda su familia y que incluso ha aprendido a decir unas palabras en inglés para que los turistas también se apiaden de su situación y le den unas monedillas… Entre toda esa gente habrá de todo, mendigos falsos y mendigos verdaderos, igual que en la vida nos codeamos cada día con gente falsa que representa su papel, y con gente honesta y sincera. Realmente hay gente que lo hace por necesidad, porque no ve ninguna otra salida a su situación precaria, porque todas las instituciones le han dado la espalda hasta ser considerado un cero a la izquierda por parte de la sociedad.
Pero dar o no dar limosna no es la cuestión que quiero analizar aquí. Vuelvo de nuevo al principio de la historia después de este inciso. Los hechos que os voy a detallar a continuación han pasado concatenados y de manera muy rápida. La PERSONA del grito conmovedor estaba sentada donde siempre. Como se trata de una zona bastante comercial, a la hora en la que han transcurrido los acontecimientos este tramo de calle estaba bastante concurrido. Unas chicas que portaban bolsas con ropa de Bershka y Stradivarius iban hablando y riendo en grupo y han pasado casi rozando al mendigo, sin apenas respetar su espacio vital. Dos ancianas que iban de cháchara distraídas y que llevaban un perrito chihuahua de esos que ahora están tan de moda con una correa extensible (de esas que también están tan de moda) se han parado justo enfrente del mendigo y el perrito ya iba a levantar la patita encima del cartel escrito a caligrafía cuando una de las señoras se ha dado cuenta a tiempo y le ha avisado a la otra para que tirara del chucho y evitara el cercano accidente. De pronto y medio salido de la nada, ha aparecido un ciclista que circulaba zigzagueante por la acera y que para esquivar a las dos ancianas y al perro ha optado por la dirección equivocada, llevándose por delante el bote del mendigo en el que había depositadas unas cuantas monedas. El loco corredor se ha disculpado con la mano cuando unos cuantos peatones le han increpado pero ha seguido su camino a la misma velocidad que antes del «atropello». Nadie se ha dignado en ayudar al superviviente de la calle a recoger su pequeña recaudación, que había acabado esparcida por la acera. Nadie se ha dignado ni siquiera en mirarlo. Todos han seguido pasando de largo. Ha sido entonces cuando la rabia se ha apoderado del mendigo, éste se ha revelado frente al mundo deshumanizado y ha soltado su «¡Estoy vivo! ¡No soy un fantasma!».
Lo que pretendo explicar es que hoy esa PERSONA del grito desolador me ha enseñado una gran lección: que no hay mayor desprecio que la indiferencia por parte de los demás. Su grito ha sido una reivindicación: su derecho a que lo hagan sentir PERSONA. Me ha demostrado el dolor que uno puede llegar a sentir cuando es ignorado por la gente, un dolor en forma de grito desgarrado. Porque el dolor de ser ignorado produce la misma reacción en nuestro organismo que una herida física. La PERSONA del grito suplicante no ha hecho más que demostrar su necesidad de seguir formando parte de la sociedad como individuo que es, con nombre y apellidos, con número de carnet de identidad, con sentimientos y tal vez todavía con sueños. Me ha enseñado que todos nacemos con un instinto gregario y que cuando nos sentimos rechazados, menospreciados o discriminados por el grupo al que pertenecemos, perdemos nuestra autoestima. Cuando ha gritado que no era un fantasma estaba reivindicando su derecho a no ser invisible, a salir del aislamiento que la sociedad le impone. Simplemente, estaba reclamando su dignidad. Yo pienso seguir fijándome en él cuando pase por su lado. Yo pienso seguir saludándole como siempre, es decir, simplemente con ese breve contacto visual de reconocimiento. Es de justicia.

© Marta García Carrato, 2015
La imagen está sacada de www.tuentifotos.com e ilustra mi texto a la perfección.
 

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