martes, 27 de enero de 2015

Accidente en las obras de la Diagonal (Suma y sigue...)


¡Definitivamente, voy a pensar que la Diagonal está maldita! Desde hace meses la avenida Diagonal de Barcelona está patas arriba debido a las obras, y cuando no es noticia por una cosa lo es por otra. Ayer lo fue porque un autovolquete o dumper se llevó por delante a una mujer y al cochecito en el que llevaba un bebé de pocas semanas. Según la versión de algunos peatones, la máquina los empotró contra el poste de un semáforo mientras ambos estaban esperando para cruzar el lateral en un espacio estrecho que han habilitado a modo de corredor mientras duran las obras de renovación del pavimento de las aceras. Por suerte, hay que dar gracias que no acabó en tragedia, todo quedó en un gran susto (un golpe sin consecuencias) y tanto la mujer como el bebé están sanos y salvos. ¿Sin consecuencias? ¿¿¿¡¡¡Qué!!!??? Es cierto que no hay que lamentar ninguna víctima pero el “incidente” no debería pasarse por alto. Cómo no, las redes sociales se han llenado de comentarios en los que el operario ha recibido la peor parte (que si era o no era nacional con la típica coletilla de “yo no soy racista, ¿eh?”, que si a ver si era un indocumentado, que si no sería un obrero fumeta, que si se le hizo o no la prueba de alcoholemia, o sea, si le hicieron soplar…). Qué fácil es hablar por hablar. Qué fácil es insultar. Hay quien insulta y se queda tan ancho. Pues no creo yo que ese trabajador se haya quedado tan ancho como critican por ahí... ¡Un poco de respeto con los trabajadores, que bastante tienen ya con estar perdiendo tantos y tantos derechos laborales! Bastante susto se habrá llevado el hombre para que aun encima le señalen como CULPABLE, con todas las consecuencias. En cualquier caso, habría que plantearse qué tipo de preparación recibe el personal que se encarga de la remodelación de esta vía (y eso incluye también a los obreros no cualificados) y analizar minuciosamente los criterios de seguridad que se siguen (ahora sí que está empezando a entrarme la risa…). Señores, a ver si, aun encima, habría que paralizar las obras con lo justos de tiempo que vamos… ¡vamos que nos vamos!
Yo creo que si no pasan más desgracias y atropellos en las obras de la Diagonal es de milagro. Vamos, porque una fuerza sobrenatural no lo quiere. Porque a los transeúntes muchas veces no nos queda otra que bajarnos de la acera (luego que no nos llamen inconscientes) y tampoco es que exista una buena señalización en las vallas que han colocado provisionalmente y que también representan un peligro añadido en estos días ventosos. ¡Menudo lío y menudo intríngulis! Sigue la flecha, ahora por la derecha, ahora por la izquierda. ¡Alto el paso, que el semáforo se ha puesto rojo! ¿No tendría que haber aquí un urbano para poner un poco de orden? (Sí, pero está poniendo multas…) Yo, qué raro, todavía no me he llevado ningún susto, y espero no llevármelo, que ya me atropelló un Panda hace siglos en la Diagonal y con una vez tuve bastante.
El trabajador que conducía el autovolquete declaró a la Guardia Urbana que se le había escapado el embrague cuando iba marcha atrás y se llevó por delante una valla de protección y arrastró a la mujer y el cochecito con el bebé hasta el poste de un semáforo. La que le puede caer, digo yo. (CONSEJO: Si ELLOS no extreman las precauciones, nosotros como PEATONES tendremos que extremarlas y seguir cruzando por nuestra cuenta y riesgo…)
Yo estoy entre las personas que cada día se juegan la vida cruzando la Diagonal sí o sí y admito que estoy de las obras hasta la coronilla, por decirlo finamente, y que tengo que soportar el caos tanto circulatorio como peatonal. Si hubiera participado en algún estudio psicológico, seguramente me habrían dictaminado que mi nivel de estrés ha aumentado considerablemente desde que se iniciaron las obras en la Diagonal. Ya deliro. Me imagino tumbada en el diván de un gabinete psicológico mientras respondo a la pregunta de por qué he aceptado participar en el estudio del consultorio: “Mire, no puedo soportar ver en qué están invirtiendo el dinero que pago con mis impuestos; es vergonzoso ver cómo mi dinero se volatiliza de este modo”. Pero no me queda otro remedio que cruzar cada día la avenida casi a golpe de pito y, además, en hora punta, que aún tiene más mérito (porque, hoy por hoy, resulta imposible hacerlo por ningún puente o por ningún túnel). Por no hablar de la “acerita” que han dejado en las “paraditas” de autobús, con los coches pasándote casi a ras por delante y por detrás, que cuando vas a coger el bus más parece que estés participando en un rally (cualquier día el autobusero va a decirme: “¡Prueba superada!”). Y no digamos lo difícil que se hace andar por la acera sin trastabillarse una con los tacones en la nueva baldosa de la hojita con relieve (vaya tela…), que habrá que llevar un par de zapatillas deportivas en el bolso, al estilo neoyorquino. Y con tanta afluencia de peatones, en ocasiones es casi imposible cruzar la calle sin invadir el carril bici. ¡Ciclista! ¡Perdóname la vida! ¡Ten piedad de mí! (Bueno, éste es un tema que da para otro post.) Pero, no sé, no sé, me parece que con estas obras que no se acaban nunca, todos vamos a salir perdiendo: coches, motos, ciclistas y peatones, y que va a ser peor el remedio que la enfermedad. Se supone que antes de invertir todo ese presupuesto en las obras se ha hecho un estudio minucioso al respecto y… ¡sí, es para flipar!
Me he enterado también por los periódicos de que, la semana pasada, un operario que estaba realizando tareas de señalización en la Diagonal, resultó herido por contusiones tras ser atropellado por una excavadora que conducía otro trabajador de las obras. Y lo que no se sabe y queda en simple "incidente" sin consecuencias... ¡Madre mía!
(Fuente: La Vanguardia)
No nos engañemos: Estamos en año electoral, todo es politiqueo y deben terminarse todas las obras iniciadas, que son muchas y son siempre una mera excusa. ¿El resultado? Pues como viene siendo siempre habitual: NEFASTO. ¿O no está claro cómo terminan todas las obras? Pues deprisa y corriendo. ¡Que hay prisa! ¡Que hay prisa!
Si total a los dos días tendrán que volver a arreglarlo…

© Marta García Carrato, 2015

 

 

 

lunes, 26 de enero de 2015

Cortarse las uñas en el metro

Pensaba que ya lo había visto todo en el transporte público y que estaba curada de espanto, pero resulta que no. Hay personas que me sorprenden en el día a día y cuyos actos, por un motivo u otro, no pueden pasarme desapercibidos. Cuando esta mañana he cogido el metro para ir a la editorial, enfrente de mí iba sentada una mujer de mediana edad con un aspecto cuidado, una persona de esas que a simple vista no llaman la atención por ningún detalle en especial. Y cuál ha sido mi sorpresa al ver que ha sacado un cortaúñas de un neceser pequeño que llevaba dentro del bolso y se ha puesto a cortar las uñas de las manos en público, sin ningún pudor o reparo por su parte. Sin duda, estaba ante una situación insólita, vulgar, repugnante y rayana en lo soez. Además de parecerme un acto de muy mala educación, yo creo que denota tener muy mal gusto y que demuestra ser una guarra hablando claro (vale, una cochina, si se quiere suavizar el término), por muy pintarrajeada, emperifollada y engalanada que fuera la mujer. Yo considero que es un comportamiento absolutamente irrespetuoso hacia con el resto del pasaje. Lo de cortarse las uñas creo que debe hacerse en la más absoluta intimidad, generalmente después del aseo personal, cuando la piel está reblandecida, pero en un vagón de metro, como que no. Si da grima contarlo (o leerlo), imaginaos tener que verlo... No hay manera de que me acostumbre a ver estas cosas, ni las más habituales (si es que alguien las puede considerar normales) ni las más estrambóticas.
Y a ver, POR SI ALGUIEN ME LEE, ¿cómo reaccionas cuando asistes a algo así? Ya sé que no es para tomárselo a la tremenda y llegar al extremo de accionar la palanca de emergencia y avisar a los miembros de seguridad, pero ¿qué hay que hacer ante estos casos? ¿Te sigues haciendo la loca como si lo que está ocurriendo a apenas dos metros de ti no te importara en absoluto? ¿Empiezas a mirar con fruición los mensajes que tienes en el móvil para dar a entender que semejante grosería te parece lo más natural del mundo y que a ti te da igual, como si quiere aprovechar también para sacarse el luto de las uñas? ¿Sacas un libro y te pones a leer con el consiguiente peligro de recibir el impacto de una uña en cualquier momento y, lo que es peor, que una uña se quede incrustada en una hoja al girar la página, como el que pone a secar una flor? Porque, aparte de sentir asco y vergüenza ajena y de ver mi nivel de tolerancia sobrepasado, ése es el miedo que tenía yo esta mañana en el metro, que en cualquier momento una de sus uñas saliera volando, fuera disparada por el cortaúñas con la misma fuerza que un proyectil, consiguiera alcanzar mi abrigo de lana y se quedara enganchada en el tejido, sin posibilidad de desprenderse y de impactar de rebote contra el suelo o contra cualquier otro rincón del vagón. Porque siempre suele tocarme a mí recibir la peor parte, lo sé por experiencia. No quiero ni imaginar el bochorno si me llega a pasar algo así...
Por lo que no me lo he pensado dos veces cuando un pasajero que iba sentado en el mismo banco que yo pero en el extremo opuesto se ha levantado para bajar en Vallcarca y ha dejado el asiento libre. Me he tirado de cabeza, como el que huye de la peste, antes de que alguien se me adelantara, que no sería por falta de candidatos, y me he apoderado del preciado asiento libre que para mí representaba, además, mi salvación. MI LIBERACIÓN. Había conseguido salir ilesa de tan terrible, grotesca y avergonzante situación. Desde esa nueva ubicación podía observar a la mujer cómo iba avanzando en su sesión de manicura pero, por lo menos, yo ya estaba a salvo de recibir el impacto de una garra. Porque yo no sé de dónde saldría tanta uña pero no cesaba de oírse el molesto sonido del click click del cortaúñas. ¡Basta ya de ese suplicio, por favor! De seguir así mucho rato, todos los viajeros íbamos a acabar padeciendo misofonía, de tan insoportable que se estaba haciendo ese castañeteo metálico. Seguro que el suelo (y lo que no es el suelo) estaba a estas alturas completamente perdido, lleno de residuos. A la mujer se ve que no le importaba dejar su huella en todas partes y habría sido un disfrute para cualquier criminalista. A mí me costaba reprimir esa curiosidad innata que siempre se me apodera cuando contemplo estas situaciones, y dentro de un orden y con cierto disimulo me he dedicado a observar la reacción del resto de pasajeros: todos se hacían los distraídos, parecían haber dado su visto bueno a la esteticista sin escrúpulos y viajaban tranquilos y a resguardo en su inmutabilidad. Algunos iban por completo embebidos en sus cavilaciones sin otro objetivo que contemplar las musarañas hasta llegar a su destino. Otros estaban a salvo entretenidos en su burbuja digital, con la vista pegada a sus móviles y tabletas de última generación. Éste era el panorama. A ratos también observaba a la mujer de soslayo, en un intento por evitar que nuestras miradas se cruzaran y pudiera leerme el pensamiento. Yo diría que ambas hemos logrado coincidir una milbillonésima de segundo, tal vez una vigésima parte de un septillonésimo de segundo, un tiempo diminuto e intangible. Por supuesto, ella no podía atenderme. Iba demasiado atareada, tan entretenida en su pasatiempo como el que rellena sudokus. Estaba tan completamente entregada a su trabajo, tan ensimismada en su halo de protección de intimidad compartida, que no podía perder el tiempo indagando en mis turbulentas maquinaciones. Era evidente que ni por asomo se sentiría culpable de cometer ninguna infracción. Aunque en aquel preciso momento entrara en el vagón una brigadilla de limpieza, la mujer seguiría más fresca que una lechuga.
Pero la cosa no ha acabado ahí. Nuestro trayecto compartido parecía que iba a ser largo y cuando ha finalizado la sesión de corte, a la altura de la estación de Fontana, ha comenzado la de eliminación de asperezas y cutículas, una fase que a mí me ha parecido interminable o, por lo menos, más entretenida que la anterior y todavía más asquerosa si cabe. La mujer iba moviendo el instrumento de manicura de acero inoxidable con verdadera precisión y eficacia; parecía estar realmente obsesionada con la eliminación de pellejos molestos o pieles muertas. Cuando el metro ha llegado a la parada de Catalunya, ha empezado con la otra mano cuya epidermis prometía tener la misma efervescencia en el metabolismo celular que la primera. No había tegumento que se le resistiera. A veces incluso percibía una leve expresión de dolor en su rostro, lo que me hacía suponer que estaba dañando la piel y que yo estaba siendo partícipe de una delicada operación sin anestesia. Ahora sólo me faltaba tener que verle los dedos en carne viva... ¿Cómo era posible llegar a ese nivel de crueldad en sus propias manos sin sentir miedo de padecer una infección? Sin duda, estaba ante una persona nerviosa, pero el polo opuesto a aquella que se muerde las uñas.
Yo iba mirando (confieso que ahora descaradamente) e iba pensando... La verdad es que no comprendo por qué me toca siempre ser testigo ocular de situaciones de difícil explicación y aceptación por mi parte. Recuerdo que otra vez, hará de esto por lo menos cuatro o cinco años, en el vestuario del gimnasio una mujer mayor se estaba quitando los callos de los pies encima de una toalla, apoyada en mi banquillo, mientras yo me estaba aplicando leche corporal para eliminar el olor a cloro de la piscina. Por supuesto, yo no tenía por qué asistir a aquel espectáculo indecoroso, que a mí luego estas cosas me afectan mucho, así que recogí todos mis bártulos y me puse en otro banquillo. Aun encima la mujer me miró sorprendida, molesta, yo diría que indignada por mi actitud intolerante pues no se esperaba que yo tuviera aquella reacción frente a su comportamiento al que parecía no darle importancia, como si lo de quitarse las callosidades de los pies delante de los demás, ¡¡en el vestuario de un gimnasio!!, fuera igual que ir comiéndose una papelina de churros por la calle. En aquella ocasión me refrené también y capeé la situación para no recriminarle su actitud y decirle: "Perdone, no me mire así que es usted la que no tiene ninguna consideración hacia los demás". O mejor directamente: "Es usted una cerda". También recuerdo que, hace años, cuando vivía en una planta baja, me había tocado recoger alguna que otra uña de entre las plantas de la terraza porque algún vecino malnacido de mi edificio o de los bloques colindantes se creía que el aire se lo lleva todo. Bueno, pero a lo que íbamos, POR SI ALGUIEN ME LEE, que mi inciso ha sido demasiado largo y a mí me cuesta ir al grano.
Sigo con mi historia del metro. Avanzábamos en nuestro trayecto y no estoy segura de si ha sido a la altura de Paral·lel o de Poble Sec que la mujer ha empezado con el limado final. Ha sacado una lima cutre de lija del neceser y, venga lima por aquí, venga lima por allá. Estaba decidida a darle una horrible forma rectangular a sus uñas eliminando descascarillos y picos ocasionados por el cortaúñas. Movía la lima de un lado a otro pero siempre en la misma dirección, con movimientos orquestados y sin olvidarse de la piel debajo de las uñas.
Cuando ha terminado la sesión de limado y se ha quitado de encima todo el polvillo blanco que le había caído directamente a la ropa para esparcirlo en el aire como el que esparce las cenizas de un muerto, ha sacado un tubo de crema de manos del neceser y se ha aplicado una generosa capa, extendiéndola a continuación con exquisito mimo para suavizar la maltratada piel.
Yo todavía no daba crédito a estas alturas. La mujer tenía perfectamente calculados los tiempos y la meticulosidad que necesitaba para cada fase. Para ello se guiaba por el ritmo o sucesión de las estaciones, lo que me demostraba su grado de experiencia en estas lides. Era evidente que no era la primera vez que sus uñas salían volando, tal vez en otro vagón de otra línea, tal vez en este mismo. Ha calculado con la más absoluta precisión el tiempo que necesitaba para guardar dentro de su bolso el neceser con el cortaúñas, la herramienta para eliminar cutículas, la lima y el tubo de crema de manos y levantarse del asiento para bajarse en la estación de Les Corts. Desde mi posición, no podía comprobar si le habían quedado unas uñas impecables o se había hecho una auténtica carnicería al arrancar tanta cutícula rebelde, pero sólo le faltaba pasearse por el vagón, exhibirlas al resto de pasajeros y provocarles con alguna frase del tipo "Si queréis, podéis mirar y tocar mis uñas. ¿No creéis que me han quedado geniales?". Después del rato que había invertido en limarlas, seguro que sus uñas por lo menos estaban fuertes y a prueba de enganchadas. Por unos momentos ha examinado su aspecto en el cristal de la puerta: se ha arreglado un poco el flequillo, ha dado unos ligeros toques a su bufanda y ha eliminado cualquier posible resto de boqueras en las comisuras de los labios. Finalmente, ha dado su visto bueno, sabiéndose poderosa (aunque tampoco podía alargar más la contemplación porque el metro entraba ya en la estación) y ha salido con aire victorioso del vagón.
Yo me he bajado en la parada siguiente, María Cristina. De camino a la editorial seguía pensando en mi compañera de trayecto. A unas uñas como aquéllas les faltaba el acabado final: un buen esmalte. ¿Aprovecharía ella su trayecto de retorno para aplicarse dos capas de laca de uñas?
Como véis, y POR SI ALGUIEN ME LEE, no todo está visto en el transporte público, como decía al principio. Aún me falta por ver a alguien con la pericia y el pulso suficiente para pintarse las uñas con el traqueteo del metro (o incluso por los pasillos de algún túnel para hacer transbordo, que sería ya de récord Guiness). Aún me falta tener que soportar el fuerte olor a acetona. Aún me falta contemplar la escena de que alguien ha derramado su frasco de esmalte sobre unos zapatos que no son los suyos... Aún me falta tanto por ver... Pero, a la vista de las circunstancias, estoy segura de que ese día llegará pronto y de que yo seré testigo de la escena. Y, si no, tiempo al tiempo...
La ilustración está sacada del blog "Las aventuras de un abúlico", de manuelis.com, ¡y me viene como uña al dedo!
CORTARSE LAS UÑAS EN EL METRO - (c) - Marta García Carrato