miércoles, 8 de abril de 2015

Los cajeros de banco


(Dedicado con cariño a Zarzamora, la empleada de banca que tan buenos ratos me hace pasar leyendo las entretenidas anécdotas de su blog.)


Hace tiempo que sigo un blog muy pero que muy interesante, «Desde mi ventanilla», firmado por Zarzamora, una empleada de banca que cuenta las anécdotas que le suceden en el trato diario con los clientes de la entidad en la que trabajahttp://desdemiventanilla.blogspot.com.es/ . En una de sus últimas entradas, que titula Hartita me tienen, describe pormenorizadamente, con soltura y gracia, todos los tipos y tipejos que tiene que aguantar en la ventanilla. Me he divertido tanto con su lectura que he decidido aportar mi granito de arena al asunto, pero desde mi visión como cliente. Porque yo también tengo que tratar a menudo con cajeros y cajeras de banco de variadas tipologías. Todos ellos me sirven de inspiración. Si alguien que me lee pertenece a ese gremio, ¡estáis perdonados! Espero que también seáis capaces de perdonarme a mí.
Primero intentaré presentarme. Yo no sé muy bien cómo definirme. Soy una clienta algo guerrera pero educada que detesta hacer uso de un cajero automático cuando puede ser atendida por un empleado al que decirle buenos días y explicarle la operación que desea realizar. Sigo las normas al pie de la letra: que hay que coger número, yo lo cojo; que hay que ponerse detrás de la raya marcada en el suelo, yo me pongo. Cuando va a tocarme mi turno, ya llevo mi libreta y mi documentación en la mano, y cuando el empleado va a atenderme siempre me adelanto y le pregunto si necesita mi D.N.I. para agilizar la gestión. Mirad si soy disciplinada y colaboradora. Si él va al grano y no me dirige la palabra, yo actúo igual y cuando acaba la operación le digo adiós muy buenas. Si él es de los que les gusta relacionarse con los clientes y hablar del tiempo, yo le digo que en la oficina se está muy calentito o muy fresquito pero que afuera, en la calle, hace un frío que no hay quien lo aguante o un calor del demonio (sólo para dejarle entrever lo bien que vive). No sé si con esta breve descripción los que ejercen la profesión de cajero de banco ya se habrán podido hacer una idea de qué tipo de cliente soy y me habrán calado a la primera, dada su gran experiencia en el trato con el público. Tampoco sé si me habré ganado su perdón a estas alturas. Porque eso sí que lo tengo: yo me quejo siempre que puedo, pero con educación. Por ejemplo, si hay mucha gente esperando, le digo al cajero que claro, como están cerrando un montón de oficinas, pasa lo que pasa y el cliente es el que paga las consecuencias, porque no todo el mundo puede hacer uso de la banca electrónica. O que a ver por qué un recibo sólo puede pagarse a determinadas horas y determinados días de la semana, que no todos los empleados tienen la libertad de abandonar un momento su puesto de trabajo para ir al banco. O que a ver por qué de las dos ventanillas que hay, una está la mayoría de las veces cerrada cuando ves tanto personal “merodeando” por detrás sin atender al público. O que a ver por qué tienen que cerrar una sucursal durante las vacaciones de Navidad o de verano y la más cercana está en la otra punta del barrio, porque para mucha gente mayor esto supone un gran perjuicio. Y cosas por el estilo… Ahora supongo que ya os habréis hecho una idea mejor del tipo de cliente que soy y podréis incluirme en el grupo en el que merezca estar. Se me olvidaba decir que siempre acabo con la misma coletilla: «Ya sé que usted es un empleado y no tiene la culpa, pero es que no hay derecho». Vamos, que yo también tengo que aguantar lo mío como clienta de banco.
Mi cajero favorito es un empleado quejica muy simpático con los clientes y con cara de buena persona. A ver si un día de éstos le pregunto cómo se llama porque el hombre, así, de entrada, me cae muy bien. Tiene mucha, muchísima paciencia con la gente mayor que entra a esa oficina. Cuando me toca el turno y yo me quejo de algo, él siempre me suelta el mismo discurso: que ni me imagino la presión y ansiedad que tienen que soportar últimamente los empleados, que por eso hay mucho absentismo laboral, que cada vez hay más prejubilaciones y menos personal, que ahora tienen que trabajar más… Bueno, bueno, tampoco hace falta que se disculpe así conmigo. A continuación, empieza a soltarme su anecdotario particular: que si el otro día un hombre le dijo que era un ladrón, que si otro se atrevió a llamarle sinvergüenza en su cara, que si en una ocasión dos personas incluso llegaron a las manos y tuvieron que venir los mossos… Siempre que hablo con él yo padezco porque el cajero se enrolla y se enrolla, su verborrea es imparable, y yo no hago otra cosa que pensar en la gente que espera su turno detrás de mí en la cola, me pongo en su lugar ¡y la situación me pone de los nervios! Pero míratelo a él, ni se inmuta, tú... Yo intento cortarle sin parecer descortés, pero él sigue con su rollo. No le importa que cada vez haya más clientes esperando. La verdad es que cuenta anécdotas tan interesantes y rocambolescas que más de una vez me han entrado ganas de invitarle a tomar un café para que me las siga contando y me sirvan de inspiración, pero no quisiera que pensase lo que no es, y por eso me limito a despedirme con un simple gracias, un adiós y hasta la próxima. Qué empleado tan simpático, dicharachero y largo de conversación. El quejica debe de ser, sin duda, un saco de sorpresas.
¡Que pase el siguiente!
© Marta García Carrato-2015
En el polo opuesto sitúo al empleado de recién incorporación, como le llamo yo, que trabaja en otra oficina de la misma entidad financiera que el anterior. Éste es un niñato de unos veintipocos años, de imagen impecable, a lo rollo hipster, con flequillo tupé, gafitas de pasta de color negro como las que llevan todos los profesionales expertos en economía, cejas depiladas y cuidada manicura. Me mira lo justito y cabal, sin prestarme mucha atención después de comprobar, por el estado de mi cuenta, que yo soy una clienta poco rentable y que conmigo puede sacar bien poco partido. Parece que quiera dejar claro que él, aunque ha pasado un duro proceso de selección, está de paso en esto de ser cajero de banco y que lo del contacto directo con el cliente es algo pasajero porque él tiene otras aspiraciones... Que él está muy orgulloso de su formación académica, porque seguro que tiene un máster en Administración y dirección de empresas, otro máster en Economía y finanzas y un sinfín de cursos específicos. Y total para tener que atender a jubilados que vienen a sacar el dinero de su pensión o a mujeres pesadísimas que le plantan encima del mostrador el catálogo de los puntos estrella y le preguntan si ya les llega para solicitar el juego de sartenes. El pobre cajero novato y recién llegado debe de estar que trina. Estoy convencidísima de que este pájaro volará y que tarde o temprano dejará de verse por esa oficina. Y si no, el tiempo…
Conozco a otro cajero (en este caso, cajera) que podría definir como el asesor financiero. Hace bastantes años que tengo trato con esta profesional, que se llama Rosa, y que debe de ser de las pocas afortunadas que han conseguido seguir en la misma oficina. Recuerdo que fue escalando puestos y ahora es la directora de la sucursal bancaria. Tiene un entusiasmo y una habilidad comunicativa que siempre me sorprenden. Esas dotes, sumadas a su aterciopelada voz, son una combinación perfecta para que sepa convencer hasta a la más incauta de sus víctimas. Porque, a la mínima que puede, te explica los nuevos servicios financieros y los productos que más se adecuan a ti. Incluso ha llegado a llamarme a casa y a decirme que si me iba bien pasarme por la oficina un momentito porque tenía un nuevo fondo de pensiones o un nuevo seguro para el hogar que podían interesarme. Como hace muchos años que nos conocemos, no puedo enviarla con viento fresco y colgar el teléfono sin más dilación, así que me veo en la obligación de guardar las formas, actuar con educación y soltarle el rollo de que estos días ando muy ocupada y me resulta imposible encontrar un hueco en la agenda, que ya lo consultaré por internet, ya me lo pensaré y ya le diré algo. Por no decirle que me deje en paz, que yo no soy una clienta rentable sino que, en realidad, y de buena gana si pudiera, sería una clienta borde que le cantaría las cuarenta y le diría que no tiene ni vergüenza por cobrarte comisiones hasta por el mantenimiento de tu cuenta, y que es más PESADA que los antiguos vendedores de enciclopedias, siempre con lo mismo. Pero todo esto me lo callo y me tengo que aguantar. Mejor que no salga de aquí.
Hace tiempo también di con un cajero ligón, o al menos es lo que me pareció a mí. De memoria prodigiosa, enseguida se aprendió mi nombre de pila, sin necesidad de abrir mi libreta de ahorro para verlo y dirigirse a mí con un trato tan personalizado. Al principio, me imaginé que lo hacía con todos los clientes y que era su estrategia para fidelizar, pero me di cuenta de que sólo actuaba así conmigo y empecé a malpensar. Incluso me dio una tarjeta con su nombre, su teléfono y su correo electrónico, que yo pensé: ¿para qué me das una tarjeta, Carlos López Quesada, si tú no eres el director de esta sucursal y yo sólo vengo por aquí a ingresar unos pocos eurillos? Mientras yo estaba en la cola, me fijaba en que aquel cajero atendía a los clientes siempre sentado, desde su sillón, porque así estaba más cerca del ordenador, pero cuando me tocaba a mí el turno se levantaba raudo, como si tuviera un resorte en el culo, y se pegaba literalmente al cristal de la ventanilla. «Buenos días, Marta, ¿qué tal? ¿Cómo estamos? ¿En qué puedo atenderte?», se ofrecía caballeroso cuando llegaba mirándome fijamente con ojillos viciosos y miopes y rozándome ligeramente la mano al entregarle mi libreta. «Ya sabes que estoy a tu disposición», se despedía siempre de mí cuando me marchaba con una sonrisa de oreja a oreja. Yo me ponía roja como un tomate y tenía que aguantarme la risa porque tanta comicidad me recordaba a aquella mítica escena de la película Atraco a las tres, en la cual José Luis López Vázquez soltaba encandilado aquella frase a la clienta, cuando ésta entraba por la puerta de la sucursal: «Caramba, señorita Catia, encantado de verla por aquí. Fernando Galindo, un admirador, un esclavo, un amigo, un siervooo». Vamos, que sólo le hubiera faltado decirme que estaba a mis pies o llevarme en volandas hasta la puerta, delante de todo el mundo, de lo bien que me trataba siempre. El cristal que nos separaba hacía las veces de confesionario, porque el cajero pronto empezó a explicarme sus problemas personales como si me conociera de toda la vida: que si tenía dos hijos adolescentes a los que no les gustaba estudiar; que si su madre estaba muy mal de salud, apenas se levantaba de la cama y habían tenido que buscarle una cuidadora; que si a él le encantaba ir en bici los fines de semana por la Villa Olímpica cuando hacía buen tiempo para olvidarse de los problemas; que si su mujer era una buenaza, una auténtica santa y tenía mucha paciencia para soportar la situación familiar por la que estaban atravesando… Eso era lo que a mí no me cuadraba, que hablara tan bien de su mujer si pretendía ligar conmigo. Un día que yo estaba haciendo cola, él entró en la oficina, después de haber salido a almorzar, y en cuanto me vio, me sonrió de una manera exagerada, se dirigió hacia mí con evidente coquetería en los andares, me saludó con efusividad y me dio un par de sonoros besos impregnados con olor a tabaco a ambos lados de la mejilla que no vinieron a cuento de nada. Ese día él firmó su sentencia ante mí: tomé la decisión de cortar por lo sano, poner los pies en polvorosa, o sea, desaparecer para siempre, y cambiar de oficina para perder el contacto. Nunca supe sus verdaderas intenciones, ésa es la verdad, porque yo sólo atendí a los signos del lenguaje no verbal y no a la evidencia plausible. Tal vez confundí los términos y no era un ligón sino un pelota que actuaba así porque tenía miedo de que un día me llamaran a casa de manera inesperada los del Servicio al Cliente para saber mi opinión sobre el trato recibido en su sucursal y valorar del uno al diez, igual que hacen los de Movistar cuando tienes alguna incidencia con la línea telefónica. Pero yo no tenía ninguna necesidad de aguantar aquellas babosidades, fuera lo que fuese… Supongo que Carlos López Quesada pronto se buscaría otra clienta que le hiciera de psicóloga, abusando de su confianza, que le escuchara con atención tras el grueso cristal de su ventanilla. O no… Yo, por si acaso, di por zanjada aquella situación que no me habría traído nada bueno, sólo problemas y quebraderos de cabeza. ¿Mi valoración si me hubieran llamado en verdad los del Servicio al Cliente? Pues un nueve, porque lo que me reí con la insistencia y el buen trato de aquel cajero no lo sabe nadie.
Por último, hablaré de un empleado que no suelo tratar con mucha regularidad, sólo de tanto en tanto, pero que, las veces que nos vemos, se niega a contraer el síndrome del cajero automático, como lo defino yo, aunque no sé si esta definición es acertada o no, porque no soy experta en temas financieros. Veréis, se trata de un hombre de mediana edad, que se pone una estufa a los pies en invierno (aunque en esa oficina la calefacción suele estar hasta los topes) y un climatizador en verano (aunque salgas siempre de allí con las manos heladas como un cubito de hielo), y que actúa con gestos ceremoniosos y con mucha parsimonia, igual que un funcionario frustrado —echo mano de este arquetipo, aunque sé que muchos empleados públicos curran de verdad—. Parece que el hombre estuviera pensando: «Bueno, de aquí a dos días, me voy a prejubilar con unas condiciones que ríete tú, bonita. Estás tú lista si te crees que me voy a estresar por culpa tuya… A mí, plín. Lo que tú me estás contando, por un oído me entra y por el otro me sale. Yo me lo tomo con calma y ahora mismo, en cuanto acabe contigo, salgo a almorzar. Luego, cuatro papelitos de nada y, hala, a casita. A comer y a dormir la siesta, que con el madrugón que me pego con este horario intensivo, me tengo bien merecido el descanso». Y decía lo del síndrome del cajero porque a la que tú le dices lo que quieres, enseguida te indica que esa operación se puede realizar desde el cajero automático. Sea lo que sea lo que le requieras en el mostrador, él siempre te envía al cajero. ¡Qué tirria les tiene a según qué transacciones, por favor! Pone la excusa de la comodidad del servicio, para que no tengas que esperarte y hacer cola, pero yo sé que lo hace porque a este «currante» le gusta trabajar poco. Como se las sabe todas, con muy buenas palabras se te quiere quitar de encima. Ése sí que vive bien… Más le valdría avisar para que arreglen el cerrojo de la puerta, que hace siglos que no funciona y cualquiera puede entrar y atracarte en cualquier momento, y decirle a los de mantenimiento que limpien con mayor periodicidad el cajero automático, que huele a perros muertos porque algunos indigentes lo usan de cobijo para dormir (eso sí que es triste), y hay tanta porquería acumulada en todos los rincones que no puedes dejar encima ni siquiera el billetero. «¡Y a mí qué me cuenta usted!», intuyo que me diría mi amigo el estresado de conocer mis maquinaciones. Pues nada, que le aproveche y que usted se prejubile bien.
Pues hasta aquí mi tipología de los cajeros de banco con los que he tratado en algún momento o trato en la actualidad. Espero que si alguno de ellos lee esta entrada, se lo tome con humor y me disculpe si he escrito algo que le haya podido molestar pues nada más lejos de mi intención. Lo mismo que dice Zarzamora, la empleada de banca, en la entradilla de su blog «Desde mi ventanilla», os lo digo yo, pero en este caso desde el otro lado del mostrador: Soy cliente de una entidad bancaria, espero que me perdonéis la vida y que no me odiéis por ello. Gracias por haberme leído, seáis cajeros de banco o no, y hasta la próxima.
© Marta García Carrato-2015