Que yo
sepa, no tengo ninguna obsesión con los autobuses. Pero, como utilizo este
medio de transporte con frecuencia, cuando viajo en él suelen pasarme muchas
anécdotas intrascendentes. En un primer momento, no les doy demasiada
importancia a esas historias, sin embargo, algunas me van carcomiendo por
dentro, hasta que, al final, me exigen que las saque a la luz y yo les doy
forma de escrito. Sin más preámbulos, explicaré lo que me ha sucedido hoy.
Esta
mañana, en la cola del autobús, había una chiquita, en plena edad del pavo,
ataviada de la cabeza a los pies con uno de esos caros uniformes de colegio
privado: unos zapatos mocasines recién estrenados, bien brillantes y sin rayas
en la piel del curtido; unos calcetines blancos de perlé fino, de los que se
suben en invierno hasta la rodilla para proteger las piernas del frío, pero
que, recién comenzado el curso y con las temperaturas estivales de las que
estamos gozando aún, se dejan perezosamente caídos a la altura del tobillo,
como una licencia que permite el centro educativo con el argumento, alegan las
alumnas, de que la goma del extremo hace sudar y provoca sarpullido, mera
excusa para lucir los restos de bronceado de un largo verano que habrá
transcurrido seguramente sin contratiempos y con placidez en la playa. Como
pieza principal del atuendo, lucía un pichi de cuadros de Gales en tonos grises
con la falda plisada: esa prenda exclusivamente femenina que no es más que un
vestido sin mangas y sin cuello, con las sisas escotadas y que le tibaban un
poco al llevar debajo un polo de algodón blanco de manga corta, de esos que
dejan pasar el aire a través del tejido transpirable, uno de los que llevan el
cocodrilo, para ser más exactos. Completaba el vestuario un cinturón forrado
con la misma tela del vestido, para dar un poco de forma a su cuerpo
desgarbado, y que llevaba recogido en las hebillas del pichi, para que no le
bailara.
Cuando
ha llegado el autobús, ella ha subido primero y se ha acomodado en un asiento
junto a la ventanilla; yo me he conformado con el asiento contiguo, que era el
único que quedaba libre. El aire acondicionado iba bastante alto (un problema muy
habitual en la mayoría de autobuses de la ciudad en esta época del año, tan
indefinida y variable) y, como la mocosilla debía de tener frío y estaba
resfriada, ha decidido ponerse una chaqueta ligera tipo rebeca azul marino que
ha sacado del interior de una mochila Quiksilver, nueva de trinca, en gris y
negro para no desentonar del resto del conjunto. A continuación, ha extraído un
pañuelo de papel del paquete que llevaba en el bolsillo y se ha sonado
escandalosamente su nariz chata y respingona. Ha ocultado el pañuelo sucio,
hecho un rebujo y de manera poco disimulada, en el extremo de la manga derecha
de la chaqueta, que se ha agrandado y deformado al darle cabida, y una fea
mancha de humedad ha ido surgiendo al poco rato. Por último, y antes de
recolocar de nuevo la mochila en el suelo, ha sacado un flamante iPhone del bolsillo
y se ha puesto a trastear con agilidad de adolescente las muchas aplicaciones
estúpidas que llevaba descargadas en el teléfono.
Luchaba
a resoplido limpio con un mechón que se le había soltado de la pinza de
plástico con la que se había hecho un recogido improvisado e informal, carente
de toda gracia, para sujetar el pelo lacio y tieso, con el reflejo dorado del
sol todavía enganchado en las puntas desteñidas. Embebida como iba en esos
menesteres, la niña, que, vista de perfil, tenía apariencia de puercoespín, se
ha pasado todo el trayecto mascando chicle, formando grandes bolas que a cada
momento hacía estallar, y sorbiéndose los mocos, sin tiempo que perder en otras
distracciones que no fueran los juegos de frutas, las redes sociales y los
wasaps, tareas que, como es bien sabido, no se pueden posponer.
Tanto
fluido espeso como llevaba concentrado, iba arriba y abajo, abajo y arriba, en
su breve recorrido nasal, y quedaba ocluido en la salida. Daba verdadero asco
oír su esfuerzo tremebundo, su trabajo inútil, por tratar de esconder una
materia densa y sustanciosa que sólo desaparecería con una buena limpieza en
profundidad. La mucosidad no ejercería resistencia alguna, todo lo contrario,
agradecería su liberación. Pero la niñata era capaz de tragarse la flema antes
que perder un minuto en volver a sonarse la nariz, estaba dispuesta a obstruir
el conducto nasal de salida todas las veces que hiciese falta. No podía
despegar la vista de la pantalla, en la que se sucedían dibujitos de plátanos,
fresas y naranjas, y mensajes emergentes de entre el montón de contactos que
debía de tener (suerte aún que llevaba el teléfono en modo silencio y no se oía
el ping de las continuas notificaciones) y que ella respondía haciendo uso de
los pulgares de las dos manos, con rapidez taquigráfica, mientras iba dale que
te pego a la nariz. Con lo presumida que parecía, raro era que no se hubiese
quitado de encima el mal hábito de morderse las uñas, que llevaba pintarrajeadas
de rosa pálido, con el esmalte descascarillado en los extremos y la cutícula a
la vista, lo que daba apariencia de dejadez. Con todo y con eso, ella lucía su
manicura como si fuera tendencia. Las yemas de los dedos hinchadas, más
abultadas en los bordes; el móvil, una prolongación de sus manos.
Yo
hacía ver que miraba por la ventanilla, aunque la estaba observando con el
rabillo del ojo porque no tenía desperdicio. Por la calle podían apreciarse,
bien visibles, las consecuencias del viento que había soplado la noche anterior
y que ya había amainado: contenedores de basura movidos, señales de tráfico
rotas, motos caídas sobre las aceras, sillas desplazadas de las terrazas,
bolsas de plástico viajando a su suerte. De pronto, las hojas secas y
retorcidas de la rama resquebrajada de un platanero enfermo han arañado los
cristales del autobús. Han producido un sonido áspero y desigual que ha ido
recorriendo en ráfagas, que se ampliaban o disminuían, todos los vidrios del
lado izquierdo, donde las dos íbamos sentadas. Algunas bolitas tamborileaban en
las ventanas y su sonido desagradable ha roto la acústica cotidiana. Los
viajeros hemos seguido su trayectoria con la mirada, puestos todos en estado de
alerta. Por un momento, se ha colado una luz preotoñal tamizada a través del
vinilo autoadhesivo de los anuncios publicitarios que cubrían las ventanas. Se
ha formado un caleidoscopio con toda la gama cromática de amarillos y ocres, un
mosaico en pequeños haces que penetraban por los cristales como si fueran gotitas
de agua resbaladizas. Pero ella ni se ha inmutado, inmersa y protegida de las
contingencias en su burbuja digital, y ha permanecido con la vista atenta en
los looks de las instagramers, para
fijarse en todos los detalles, buscar la inspiración y seguramente seguir a
pies juntillas los dictados de la moda de esas estrellas de internet. Qué debía
de importarle ningún estímulo exterior teniendo todo el mundo metido en su
móvil.
Tras
este pequeño incidente, todo ha seguido con normalidad. Como siempre, a través
de los cristales de las ventanas, pasaban de largo taxis, vehículos
particulares y furgonetas de reparto, atascados en el colapso de la hora punta,
cuyos conductores miraban nuestro avance con envidia y resignación. Los edificios
grises o de obra vista se sucedían, iguales todos, como en una pincelada que se
realiza en un solo trazo. Los locales comerciales situados en los bajos luchaban
entre ellos, para distinguirse y destacar de la competencia, y hacían méritos,
con escaparates que pretendían ser atractivos y terrazas animadas desde
primeras horas de la mañana. Las gentes anónimas llevaban a cuestas sus vidas, al
encuentro de sus quehaceres cotidianos; iban a paso lento o ligero que la
velocidad del autobús convertía en ritmo constante, una ilusión óptica a efectos
de nuestros ojos. Todo sucedía en secuencias, como los fotogramas de una
película, y daba la sensación de movimiento, hasta que el misterio de esas
vidas y esos escenarios quedaban aislados, desaparecían del alcance de nuestra
vista y se renovaban. Lo oculto daba paso a lo nuevo.
Pero la
chiquilla no se enteraba de nada de todo esto porque lo de las redes absorbe
todos los sentidos. Iba tan distraída que a poco se pasa de parada. Por eso ha
debido de ser que ha desplazado su brazo derecho con brusquedad por delante de
mí para apretar el botón rojo y solicitar parada en la barra que yo tenía justo
a mi derecha, su cara casi pegada a la mía, echándome su aliento a fresa. Ha
ido tan rápido que mis reflejos apenas han tenido oportunidad de reaccionar a
tiempo para que mi cabeza y mi tronco se echasen un poco hacia atrás antes de
que ella me rozara. Por suerte, mis gafas sólo se han tambaleado ligeramente
ante su embiste en mi reducido espacio vital y se han salvado de milagro de
estrellarse contra el suelo. Para apaciguar esta situación, la niñata ni
siquiera ha esbozado una breve sonrisa en la comisura de sus labios finos, que
pasaban desapercibidos incluso empastifados como los llevaba con un kilo de
brillo transparente y pastoso en su cara llena de acné. Y a esas alturas, me ha
hecho dudar la muchacha, no fuera que yo tuviese sin saberlo el don de la
invisibilidad, puesto que tampoco ha hecho amago alguno de pedirme si era tan
amable de levantarme de mi asiento para que ella pudiera salir al pasillo del
autobús, como si yo fuera una presencia fantasmagórica. Ella se ha medio
levantado de su asiento y ha dado por hecho de que yo iba a dejarla pasar.
¿Tendría una discapacidad para comunicarse verbalmente? ¿Era por culpa de su
mudez que no le permitía emitir ningún sonido, que no podía decir alguna frase
manida para estos casos, un breve «¿Me permite?», por ejemplo, siquiera un simple «Perdón»? Porque atrás quedaron aquellas enseñanzas que se impartían en las
escuelas y que proponían formulismos arcaicos como «Por
favor, ¿sería usted tan amable de dejarme pasar?». Pero yo
he seguido en mis trece, arrellanada en mi asiento, y no he movido mis
posaderas ni un ápice porque no me ha dado la gana. Hasta que he oído un leve balbuceo,
algo que apenas podía considerarse un sonido, a la vez que me dedicaba una
mirada angelical porque no le quedaba más remedio.
Como
las puertas ya se habían abierto y algunos pasajeros estaban bajando, me he
apiadado de la chica, que, al fin y al cabo, había demostrado en el último
momento cierta predisposición al aprendizaje de las buenas maneras. He girado
un poco las piernas hacia el pasillo, lo suficiente para que un cuerpo
minúsculo, que sólo se intuía entre tanta tela sobrante, arrastrado por dos
cañillas enclenques, pudiera abrirse paso y alcanzara a tiempo la salida, antes
de que el conductor cerrara la puerta. Como arma de defensa para hacerse sitio
entre los pasajeros que iban apelotonados en el pasillo, ya se había colocado a
la espalda, entre los hombros, la abultada mochila de marca, que iba dando
bandazos y rozando con los enganches los brazos desnudos e indefensos de
quienes iban agarrados a las barras. Un llavero en tono fucsia degradado en
forma de pompón pendía, como un complemento más, del cierre de la cremallera de
la mochila. En el aro del llavero, atada con una cuerda, había insertado unos
pequeños dados de madera, a modo de abalorio, con su nombre en llamativos
colores. «Adiós, Martina, que tengas un
buen día», le he dicho a la mocosilla
muda, con su caro uniforme de colegio de pago, pero no ha debido de oírme.
Cuando
ha bajado del autobús, la he seguido con la mirada durante el rato que su
fotograma me ha permitido mantenerla a salvo en mi ángulo de visión. Se ha ido
perdiendo en la distancia hasta que ha desaparecido por completo. No era más
que un cuerpo espigado, recién entrado en la pubertad, que ya se daba aires de celebridad
al andar. Y esta compañera de asiento me ha amenizado hoy mi trayecto, con la
sinfonía acuosa que fluía de sus fosas nasales.
© Marta García Carrato-2018
© Marta García Carrato-2018