martes, 2 de octubre de 2018

La mocosilla muda


Que yo sepa, no tengo ninguna obsesión con los autobuses. Pero, como utilizo este medio de transporte con frecuencia, cuando viajo en él suelen pasarme muchas anécdotas intrascendentes. En un primer momento, no les doy demasiada importancia a esas historias, sin embargo, algunas me van carcomiendo por dentro, hasta que, al final, me exigen que las saque a la luz y yo les doy forma de escrito. Sin más preámbulos, explicaré lo que me ha sucedido hoy.
Esta mañana, en la cola del autobús, había una chiquita, en plena edad del pavo, ataviada de la cabeza a los pies con uno de esos caros uniformes de colegio privado: unos zapatos mocasines recién estrenados, bien brillantes y sin rayas en la piel del curtido; unos calcetines blancos de perlé fino, de los que se suben en invierno hasta la rodilla para proteger las piernas del frío, pero que, recién comenzado el curso y con las temperaturas estivales de las que estamos gozando aún, se dejan perezosamente caídos a la altura del tobillo, como una licencia que permite el centro educativo con el argumento, alegan las alumnas, de que la goma del extremo hace sudar y provoca sarpullido, mera excusa para lucir los restos de bronceado de un largo verano que habrá transcurrido seguramente sin contratiempos y con placidez en la playa. Como pieza principal del atuendo, lucía un pichi de cuadros de Gales en tonos grises con la falda plisada: esa prenda exclusivamente femenina que no es más que un vestido sin mangas y sin cuello, con las sisas escotadas y que le tibaban un poco al llevar debajo un polo de algodón blanco de manga corta, de esos que dejan pasar el aire a través del tejido transpirable, uno de los que llevan el cocodrilo, para ser más exactos. Completaba el vestuario un cinturón forrado con la misma tela del vestido, para dar un poco de forma a su cuerpo desgarbado, y que llevaba recogido en las hebillas del pichi, para que no le bailara.
Cuando ha llegado el autobús, ella ha subido primero y se ha acomodado en un asiento junto a la ventanilla; yo me he conformado con el asiento contiguo, que era el único que quedaba libre. El aire acondicionado iba bastante alto (un problema muy habitual en la mayoría de autobuses de la ciudad en esta época del año, tan indefinida y variable) y, como la mocosilla debía de tener frío y estaba resfriada, ha decidido ponerse una chaqueta ligera tipo rebeca azul marino que ha sacado del interior de una mochila Quiksilver, nueva de trinca, en gris y negro para no desentonar del resto del conjunto. A continuación, ha extraído un pañuelo de papel del paquete que llevaba en el bolsillo y se ha sonado escandalosamente su nariz chata y respingona. Ha ocultado el pañuelo sucio, hecho un rebujo y de manera poco disimulada, en el extremo de la manga derecha de la chaqueta, que se ha agrandado y deformado al darle cabida, y una fea mancha de humedad ha ido surgiendo al poco rato. Por último, y antes de recolocar de nuevo la mochila en el suelo, ha sacado un flamante iPhone del bolsillo y se ha puesto a trastear con agilidad de adolescente las muchas aplicaciones estúpidas que llevaba descargadas en el teléfono.
Luchaba a resoplido limpio con un mechón que se le había soltado de la pinza de plástico con la que se había hecho un recogido improvisado e informal, carente de toda gracia, para sujetar el pelo lacio y tieso, con el reflejo dorado del sol todavía enganchado en las puntas desteñidas. Embebida como iba en esos menesteres, la niña, que, vista de perfil, tenía apariencia de puercoespín, se ha pasado todo el trayecto mascando chicle, formando grandes bolas que a cada momento hacía estallar, y sorbiéndose los mocos, sin tiempo que perder en otras distracciones que no fueran los juegos de frutas, las redes sociales y los wasaps, tareas que, como es bien sabido, no se pueden posponer.
Tanto fluido espeso como llevaba concentrado, iba arriba y abajo, abajo y arriba, en su breve recorrido nasal, y quedaba ocluido en la salida. Daba verdadero asco oír su esfuerzo tremebundo, su trabajo inútil, por tratar de esconder una materia densa y sustanciosa que sólo desaparecería con una buena limpieza en profundidad. La mucosidad no ejercería resistencia alguna, todo lo contrario, agradecería su liberación. Pero la niñata era capaz de tragarse la flema antes que perder un minuto en volver a sonarse la nariz, estaba dispuesta a obstruir el conducto nasal de salida todas las veces que hiciese falta. No podía despegar la vista de la pantalla, en la que se sucedían dibujitos de plátanos, fresas y naranjas, y mensajes emergentes de entre el montón de contactos que debía de tener (suerte aún que llevaba el teléfono en modo silencio y no se oía el ping de las continuas notificaciones) y que ella respondía haciendo uso de los pulgares de las dos manos, con rapidez taquigráfica, mientras iba dale que te pego a la nariz. Con lo presumida que parecía, raro era que no se hubiese quitado de encima el mal hábito de morderse las uñas, que llevaba pintarrajeadas de rosa pálido, con el esmalte descascarillado en los extremos y la cutícula a la vista, lo que daba apariencia de dejadez. Con todo y con eso, ella lucía su manicura como si fuera tendencia. Las yemas de los dedos hinchadas, más abultadas en los bordes; el móvil, una prolongación de sus manos.
Yo hacía ver que miraba por la ventanilla, aunque la estaba observando con el rabillo del ojo porque no tenía desperdicio. Por la calle podían apreciarse, bien visibles, las consecuencias del viento que había soplado la noche anterior y que ya había amainado: contenedores de basura movidos, señales de tráfico rotas, motos caídas sobre las aceras, sillas desplazadas de las terrazas, bolsas de plástico viajando a su suerte. De pronto, las hojas secas y retorcidas de la rama resquebrajada de un platanero enfermo han arañado los cristales del autobús. Han producido un sonido áspero y desigual que ha ido recorriendo en ráfagas, que se ampliaban o disminuían, todos los vidrios del lado izquierdo, donde las dos íbamos sentadas. Algunas bolitas tamborileaban en las ventanas y su sonido desagradable ha roto la acústica cotidiana. Los viajeros hemos seguido su trayectoria con la mirada, puestos todos en estado de alerta. Por un momento, se ha colado una luz preotoñal tamizada a través del vinilo autoadhesivo de los anuncios publicitarios que cubrían las ventanas. Se ha formado un caleidoscopio con toda la gama cromática de amarillos y ocres, un mosaico en pequeños haces que penetraban por los cristales como si fueran gotitas de agua resbaladizas. Pero ella ni se ha inmutado, inmersa y protegida de las contingencias en su burbuja digital, y ha permanecido con la vista atenta en los looks de las instagramers, para fijarse en todos los detalles, buscar la inspiración y seguramente seguir a pies juntillas los dictados de la moda de esas estrellas de internet. Qué debía de importarle ningún estímulo exterior teniendo todo el mundo metido en su móvil.
Tras este pequeño incidente, todo ha seguido con normalidad. Como siempre, a través de los cristales de las ventanas, pasaban de largo taxis, vehículos particulares y furgonetas de reparto, atascados en el colapso de la hora punta, cuyos conductores miraban nuestro avance con envidia y resignación. Los edificios grises o de obra vista se sucedían, iguales todos, como en una pincelada que se realiza en un solo trazo. Los locales comerciales situados en los bajos luchaban entre ellos, para distinguirse y destacar de la competencia, y hacían méritos, con escaparates que pretendían ser atractivos y terrazas animadas desde primeras horas de la mañana. Las gentes anónimas llevaban a cuestas sus vidas, al encuentro de sus quehaceres cotidianos; iban a paso lento o ligero que la velocidad del autobús convertía en ritmo constante, una ilusión óptica a efectos de nuestros ojos. Todo sucedía en secuencias, como los fotogramas de una película, y daba la sensación de movimiento, hasta que el misterio de esas vidas y esos escenarios quedaban aislados, desaparecían del alcance de nuestra vista y se renovaban. Lo oculto daba paso a lo nuevo.
Pero la chiquilla no se enteraba de nada de todo esto porque lo de las redes absorbe todos los sentidos. Iba tan distraída que a poco se pasa de parada. Por eso ha debido de ser que ha desplazado su brazo derecho con brusquedad por delante de mí para apretar el botón rojo y solicitar parada en la barra que yo tenía justo a mi derecha, su cara casi pegada a la mía, echándome su aliento a fresa. Ha ido tan rápido que mis reflejos apenas han tenido oportunidad de reaccionar a tiempo para que mi cabeza y mi tronco se echasen un poco hacia atrás antes de que ella me rozara. Por suerte, mis gafas sólo se han tambaleado ligeramente ante su embiste en mi reducido espacio vital y se han salvado de milagro de estrellarse contra el suelo. Para apaciguar esta situación, la niñata ni siquiera ha esbozado una breve sonrisa en la comisura de sus labios finos, que pasaban desapercibidos incluso empastifados como los llevaba con un kilo de brillo transparente y pastoso en su cara llena de acné. Y a esas alturas, me ha hecho dudar la muchacha, no fuera que yo tuviese sin saberlo el don de la invisibilidad, puesto que tampoco ha hecho amago alguno de pedirme si era tan amable de levantarme de mi asiento para que ella pudiera salir al pasillo del autobús, como si yo fuera una presencia fantasmagórica. Ella se ha medio levantado de su asiento y ha dado por hecho de que yo iba a dejarla pasar. ¿Tendría una discapacidad para comunicarse verbalmente? ¿Era por culpa de su mudez que no le permitía emitir ningún sonido, que no podía decir alguna frase manida para estos casos, un breve «¿Me permite?», por ejemplo, siquiera un simple «Perdón»? Porque atrás quedaron aquellas enseñanzas que se impartían en las escuelas y que proponían formulismos arcaicos como «Por favor, ¿sería usted tan amable de dejarme pasar?». Pero yo he seguido en mis trece, arrellanada en mi asiento, y no he movido mis posaderas ni un ápice porque no me ha dado la gana. Hasta que he oído un leve balbuceo, algo que apenas podía considerarse un sonido, a la vez que me dedicaba una mirada angelical porque no le quedaba más remedio.
Como las puertas ya se habían abierto y algunos pasajeros estaban bajando, me he apiadado de la chica, que, al fin y al cabo, había demostrado en el último momento cierta predisposición al aprendizaje de las buenas maneras. He girado un poco las piernas hacia el pasillo, lo suficiente para que un cuerpo minúsculo, que sólo se intuía entre tanta tela sobrante, arrastrado por dos cañillas enclenques, pudiera abrirse paso y alcanzara a tiempo la salida, antes de que el conductor cerrara la puerta. Como arma de defensa para hacerse sitio entre los pasajeros que iban apelotonados en el pasillo, ya se había colocado a la espalda, entre los hombros, la abultada mochila de marca, que iba dando bandazos y rozando con los enganches los brazos desnudos e indefensos de quienes iban agarrados a las barras. Un llavero en tono fucsia degradado en forma de pompón pendía, como un complemento más, del cierre de la cremallera de la mochila. En el aro del llavero, atada con una cuerda, había insertado unos pequeños dados de madera, a modo de abalorio, con su nombre en llamativos colores. «Adiós, Martina, que tengas un buen día», le he dicho a la mocosilla muda, con su caro uniforme de colegio de pago, pero no ha debido de oírme.
Cuando ha bajado del autobús, la he seguido con la mirada durante el rato que su fotograma me ha permitido mantenerla a salvo en mi ángulo de visión. Se ha ido perdiendo en la distancia hasta que ha desaparecido por completo. No era más que un cuerpo espigado, recién entrado en la pubertad, que ya se daba aires de celebridad al andar. Y esta compañera de asiento me ha amenizado hoy mi trayecto, con la sinfonía acuosa que fluía de sus fosas nasales.

© Marta García Carrato-2018

Los inspectores


Hacía tiempo que no me subía al autobús de esa línea, pero, como tenía que realizar unas gestiones por el centro y era el que mejor me iba para llegar hasta esa zona, he vuelto a utilizarlo. Enseguida he reconocido al conductor con el que había coincidido en esa ruta en otras ocasiones y algunos rostros que me resultaban familiares. Al ser inicio casi de trayecto, había muchos asientos libres, así que he elegido uno de las últimas filas, junto a la ventana, para poder leer con mayor comodidad y evitar que nadie pudiera pedirme, por favor o sin favor, pasar al asiento contiguo. Pero, tan sólo unas cuantas paradas más, cuando he levantado un momento la vista del libro, he comprobado que ya se había llenado de viajeros.
Aproximadamente a la mitad de mi recorrido, el autobús ha sido invadido por un ejército de inspectores, tal vez la brigada municipal al completo, que han subido repartidos por las tres puertas de acceso con el objetivo de pillarnos a todos por sorpresa. Los pasajeros no hemos podido hacer otra cosa que resignarnos, obedientes, y comportarnos como el que debe dar la bienvenida a una visita intimidatoria e intempestiva que no espera. No había posibilidad alguna de escapatoria frente a la trampa que nos habían tendido. Después de darnos los buenos días como voces robóticas que han sonado casi al unísono, ávidos de poner en práctica sus habilidades antifraude, los revisores han iniciado su misión; parecían androides fabricados con placas soldadas y circuitos integrados que imitaran por sus gestos las acciones humanas. Se esforzaban en esbozar sonrisas aprendidas a fuerza de ejercitarlas y en demostrar sus buenas dotes y exquisitos modales en público. Sin perder tiempo, los revisores han comenzado a pedir los billetes a todo el pasaje. Actuaban como robots inteligentes, compinchados entre ellos, distribuida su labor por sectores, sabedores de la eficacia de ese reparto cuyo objetivo no era más que aumentar la comodidad de los usuarios. Iban debidamente uniformados y exhibiendo con orgullo una acreditación que llevaban sujeta a sus finas chaquetas de color granate, que hacían servir de escudo frente al ataque del aire acondicionado que, en plena canícula, algunos conductores ponen a tope. Se movían por el autobús con la facilidad de un funambulista, dotados con pies de alta adherencia a prueba de examen; no necesitaban barras de sujeción complementarias para no perder el equilibrio ni en las curvas más cerradas ni en los frenazos más bruscos.
Mi concentración se ha ido al traste sin contemplaciones y me he visto obligada a cumplir los mandatos de la cohorte de controladores que han conseguido abortar de golpe mi plan de lectura. En apenas unos segundos, sin dilación, he tenido que ejecutar por estricto orden las siguientes operaciones mecánicas rutinarias: colocar el marcapáginas antes de cerrar el libro, guardar el lápiz que utilizo para subrayar dentro del bolso para evitar el más que posible accidente de que se me cayera de la mano debido a mi torpeza y que se fuera rodando por el pasillo, introducir el libro en la bolsa de plástico que uso para que no se roce demasiado al trastear el bolso, meter la bolsa en el departamento correspondiente, abrir la cremallera de uno de los laterales donde llevo el tarjetero con los abonos de metro y autobús (la tarjeta en curso en el lado derecho; una nueva, porque soy previsora, en el izquierdo; y, en ocasiones, la última agotada, que conservo hasta que me acuerdo de tirarla), extraer la tarjeta solicitada y sostenerla en la mano, y, por último, esperar a que me tocara el turno para que uno de los inspectores comprobara que yo era una viajera responsable y que no me había colado en el autobús.
Conforme han ido avanzando por el pasillo, los autómatas se han ido humanizando a mis ojos y, por fin, ante mí, se ha plantado un hombre canoso que rondaría los cincuenta años de cuya fisonomía no destacaba nada en concreto. Uno más entre el mosaico de caras que componían mi paisaje visual en ese momento. He percibido la mirada inquisitiva, escrutadora y atenta del que tiene poco tiempo para memorizar unos rasgos y comprobar los usos fraudulentos de las tarjetas. Ha pronunciado la frase que le había escuchado decir repetidamente antes: «¿Me permite su billete, por favor?». Aunque sobraban las palabras y no había que ser muy listo para entender cuáles eran sus propósitos, lo ha dicho alto y claro, vocalizando y pronunciando meticulosamente todas las sílabas para que yo le entendiese, para que no hubiese posibilidad de error de comprensión, dándole a la oración la entonación final de la interrogación antes de someter mi título de transporte a la prueba del detector de mentiras. Pero, como en determinadas situaciones parece que la lógica no funciona, yo se lo he dado sin atreverme siquiera a balbucear ese simple «por supuesto» que él tal vez presuponía, sin oponer resistencia, aunque con ese pequeño punto de rebeldía que denotan ciertos silencios. No me he atrevido a sostenerle la mirada, sólo de soslayo, no fuera a considerar una infundada desobediencia por mi parte. Una, que ha vivido esta misma situación otras veces, llegado el momento siempre tiene un cierto temor de no pasar el exhaustivo examen, de que justo esa tarjeta haya salido defectuosa, de que suene un incómodo pitido delator, de que todas esas miradas que parecen o se hacen las distraídas me elijan a mí como punto de focalización tras la alarma.
El revisor enseguida se ha cerciorado de que yo no le suponía desafío alguno, que yo no jugaba con la picaresca, que yo no le engañaba con esas prácticas ilegales tan habituales que consisten en viajar con un título de transporte que no se corresponde con las características de mi perfil de usuario (trabajadores en activo que usan tarjetas rosa de jubilados, adultos que van con billetes para niños), en definitiva, que yo pertenecía al grupo de personas que facilitan un trabajo tan arduo y meticuloso como el suyo. Seguro que ya hacía rato que me había visto con el pase preparado en la mano para economizar su preciado tiempo, siempre contabilizado entre parada y parada; al contrario que otros usuarios, que se hacen los despistados o los cortos de entendederas para escaquearse y ante los que él, no se explica por qué, pasa desapercibido, como si en el curso que imparte la compañía le hubiesen aleccionado a hacer notar su presencia con magistral disimulo, a quedarse agazapado en un rincón y aparecer de pronto, desde la nada, con un tachán de mago, ante los individuos distraídos. Qué difícil, pesada y expuesta debe de ser esa tarea de la inspección. No hay que tomárselo a broma, porque se han dado casos de insultos y provocaciones, incluso casos extremos de agresiones por parte de pasajeros cuando los revisores les exigieron que pagaran el importe de sus billetes y que acabaron en juicio y penas de cárcel por delito a la autoridad del transporte. Sin embargo, el interventor que yo tenía delante en esta mañana calurosa, sabía que estaba a bordo de una línea poco conflictiva y que no peligraba su integridad física; sólo quería que le demostrara que era una usuaria responsable para evitarme el mal trago de tener que añadir mi nombre a su lista negra. Me he quedado con las ganas de preguntarle si acaso me veía cara de no pagar, pero no valía la pena alargar la escena, concentrada como estaba en sus dedos finos y ágiles, acostumbrados a realizar la misma operación repetidas veces a lo largo de su jornada laboral. He pensado que el pobre hombre debía de terminar exhausto por el número de tarjetas que tendría que comprobar diariamente. No se ha fiado de las pistas que le ofrecía mi aspecto exterior y, como yo no iba a ser una excepción al resto de pasajeros, ha decidido pasar la banda magnética de mi tarjeta por el lector. Y aunque le he entregado el pase con la mano algo trémula, pero por el rato que hacía que lo sujetaba, por fin ha comprobado con el detector que yo estaba en lo cierto, que no le engañaba, que gracias a usuarios como yo su sueldo y su jubilación estaban asegurados; me ha sonreído por la paciencia que le he demostrado, me ha dado las gracias como el que da la absolución, orgulloso de su eficacia, mayestático por el poder supremo que le otorga su rango de agente de la autoridad, de máximo sacerdotiso en el transporte y, a continuación, me ha devuelto la tarjeta, puede usted seguir su trayecto tranquila, puede ir en paz, y se ha marchado a incordiar a otros fieles. En la despedida, apenas ha habido contacto visual porque nuestras miradas estaban concentradas, como imantadas en el dispositivo.
Tengo comprobado que siempre que suben los inspectores al autobús se produce un cierto revuelo. Hay viajeros que están deseosos de asistir a ese espectáculo gratuito que consiste en ver que alguien se ha olvidado de pasar por la canceladora de billetes magnéticos para validar el viaje y que se esmera en dar todas las explicaciones que le vienen a la cabeza en ese momento para evitar ser multado; es la exhibición del servilismo en grado sumo. Mentiras piadosas que surgen de sus bocas en forma de discurso elaborado, aunque sean poco creíbles. Esos mirones de turno llevan incorporado un sensor especial que les sirve de radar para distinguir cualquier rumor discordante de entre los sonidos propios del tráfico, como cláxones, tubos de escape y frenazos; de entre los sonidos propios del autobús, como el motor, el compresor de aire acondicionado, las señales acústicas de anuncio de paradas; de entre los sonidos propios de los viajeros, como la exclamación de «¡Puerta!», los mensajes de whatsap, las ligeras toses nerviosas o las toses estentóreas y desgarradoras sintomáticas de resfriados debidos a cambios bruscos de temperatura, tan propios de esta época estival. Es un público que suele experimentar un gran placer al contemplar la escena, que, por regla general, tiene siempre un mismo final, porque, aunque se puede tener toda la imaginación del mundo habida y por haber para encontrar la mejor excusa y echarle morro al asunto, en la práctica casi nunca cuela ninguna estrategia y el revisor acaba por mostrarse inflexible y extender una multa con el fervor de quien hace una obra piadosa. Una de las reglas principales del oficio de inspector es tener claro de antemano que no se va a aceptar ni a dar por válida ninguna excusa y que él siempre va a salir ganando. Ya puede rogarle y suplicarle su clemencia el súbdito afectado, agotar hasta la más mínima posibilidad de redención, preguntarle con resignación de siervo pecador si se puede recurrir, que él actuará con la potestad que le otorga su magnificencia de autoridad papal del transporte, gozoso del poder que ejerce. El pago es la única penitencia posible, aunque puedan considerarse los atenuantes en contadísimos casos. A ver, dígame su nombre y su dirección, pero ya puede tomar nota de esos apellidos de difícil escritura que exigen ser deletreados que él no puede hacer nada ante los multados con menos escrúpulos que dan una identidad y una dirección falsas para salir airosos del trance, y tararí que te vi.
Después de la visita del inspector, he decidido que no merecía la pena seguir leyendo porque tenía que volver a acometer las mismas acciones mecánicas de antes pero a la inversa y sólo faltaban unas cuantas paradas para bajarme del autobús, así que me he dedicado a seguir observándolos. Los de la brigada inquisitoria se movían con rapidez y soltura por el vehículo, aunque éste iba abarrotado, y en apenas el recorrido de una parada ya habían controlado a todo el pasaje. Me he preguntado si no se tiene que nacer con un don especial para ser revisor porque sus cuerpos, ágiles y flexibles, deben tener la elasticidad necesaria que los capacite para deslizarse por pasillos llenos de viajeros, por muy opulentos que éstos sean, por mucho que alguien se empeñe en obstaculizar su paso, y acceder a cualquier rincón inexplorado aún. Sus brazos deben estar dotados de un resorte que les permita estirarse al máximo, incluso en autobuses articulados. En apenas unos minutos, nos han demostrado que formaban un equipo entrenado y que, en la práctica, funcionaban con una increíble sincronización al terminar casi todos a la vez. El que ha finalizado primero la tarea y se ha adelantado a sus compañeros, se ha dirigido hacia el conductor, que iba escuchando la radio, abstraído en sus pensamientos, y le ha dado palique. Siempre hay temas de conversación entre ellos que sirven para desconectar aunque estén en acto de servicio: resultados de fútbol, cambios en los nuevos ejes verticales y horizontales de autobuses, modificaciones en los recorridos, anécdotas curiosas sobre algún viajero, retrasos en el itinerario, turnos en días festivos… Pocos se atreverían a acusarlos de distraer al conductor con el riesgo que conlleva, a ver quién es el guapo que les dice que están infringiendo las ordenanzas. Se han despedido con un formulismo que se repite siempre en todos los trayectos: «Buen servicio, compañero». Y hasta la próxima.
Pero uno de los revisores se ha quedado algo rezagado en el grupo. Alguien situado en el asiento que yo tenía detrás le ha comentado que muchos de los extranjeros que suben a esa línea, muy frecuentada por turistas al enlazar el centro con una de las zonas desde donde se obtienen las mejores vistas de la ciudad, suelen acceder al autobús por la puerta del medio y así no pagan billete. «Pero lo hacen porque ignoran las normas; además, sólo podemos multar a los nativos», le ha contestado el inspector, con la seguridad propia del que habla con conocimiento de causa, con el poder que tiene el jefe supremo que se cree sabedor de una ley absoluta y válida universalmente. La voz femenina que le ha hecho el comentario lo ha retenido y ha empezado a coserle a preguntas. Parecía que quisiera llegar hasta el fondo en asuntos que resultaban nimios e irrelevantes para una gran mayoría de los que estábamos concentrados en ese autobús. Los viajeros que yo tenía delante le dirigían miradas de reproche a la mujer de rostro desconocido, que demostraba ser una pesada a más no poder, de esas personas cansinas cuyo tono en las conversaciones es farragoso y soporífero y que no tienen arte para la declamación. La voz aguda insistía, envalentonada e incansable, y conseguía filtrarse en ondas por los oídos, como una vibración sonora nada melodiosa y con efectos inarmónicos, como un chirrido que martilleaba el tímpano con sacudidas desagradables. El revisor, que yo miraba de reojo porque lo tenía justo al lado, cabeceaba afirmativamente, al compás de sus preguntas, para demostrarle que la seguía, que no perdía el hilo en sus largas argumentaciones, pero la mujer, convertida ya casi en adversaria, no hacía más que divagar. «Bueno, pero, cuando se viaja fuera, lo normal es que antes uno se informe sobre las normas del transporte que rigen en esa ciudad. Aquí somos muy flexibles y ellos pueden hacer lo que les dé la gana», ha proclamado, esta vez sin ambages. Hubiese sido muy descarado por mi parte volverme para comprobar el rostro que pertenecía a una voz que sonaba más pretenciosa y acelerada en cada intervención. Lo único que había conseguido la mujer había sido que, a partir de ese momento, todos los que íbamos en el autobús le tuviésemos inquina. Bastante tenía ya el pobre revisor, que iba contestando a sus comentarios (algunos parecían ofensivos y amenazantes) con respeto y educación, sabedor de que estaba siendo observado y escuchado por el resto de pasajeros. Él no se atrevía a rebatirla, pero tal vez otro, en su lugar, habría perdido la paciencia. La conversación podía haber derivado en una pelea de proporciones inusitadas porque la mujer era de las que hacen sacar a uno de sus casillas. Los demás revisores observaban a la usuaria con antipatía mal disimulada, y, aunque seguro que estaban deseando soltar todos a coro un sonoro «corta ya» cuyo eco retumbase y reverberase hasta el otro extremo del vehículo, nada podían hacer para salvar a su compañero del apuro en el que se hallaba envuelto. La voz de pito de edad indefinida que yo tenía a mis espaldas, estaba emperrada en demostrar, erre que erre, su don natural para la inoportunidad. Al final, ya fuera porque ha debido de darse cuenta de que estaba impidiendo que los interventores prosiguieran con su trabajo en una línea tan poco problemática como ésa, o porque se ha cerciorado de que el autobús estaba detenido por culpa suya, o porque no tenía ganas de discutir, el caso es que ya no ha querido seguir insistiendo y se ha callado en seco, sin dar ni siquiera un triste gracias como palabra de cortesía al resignado inspector que con tanta amabilidad le había seguido la corriente. O tal vez, por fin, se ha dado por satisfecha con las respuestas. El revisor, libre de tanta pamplina, a salvo ya de la metralleta que disparaba esa mujer, ha dado la señal y toda la brigada se ha bajado del autobús, aliviados, aunque, posiblemente, también decepcionados al no poder llevar a la práctica su principal cometido: el escondido deseo de multar.
Sin embargo, no se han dado por vencidos y los inspectores han permanecido en esa parada, protegidos bajo la marquesina del sol abrasador del mediodía, para recuperarse como baterías agotadas que deben recargarse urgentemente con energía lumínica, a la espera de la llegada del próximo autobús para lanzarse de nuevo al ataque, para seguir comprobando si alguien ha infringido las normas y seguir resarciendo su ánimo recaudatorio. Cuando se han abierto las puertas, una luz cálida y blanquecina ha invadido el espacio, protegido de la claridad gracias a los anuncios publicitarios que cubrían todas las ventanas, y un fuego que en otras circunstancias habría resultado sofocante, ha entrado súbitamente en nuestro auxilio, cual bocanada de aire fresco, para aligerar el ambiente enrarecido que se respiraba en el interior del vehículo. Apenas unos minutos, los justos para que subieran nuevos usuarios y otros bajasen, el tiempo suficiente para que pudieran renovarse las vaharadas viciadas de alientos y toses y diera comienzo otro ciclo entre parada y parada.
Yo me he bajado unas pocas calles más allá. Antes de que se abriera la puerta, no he podido resistir la tentación de desviar un momento la mirada hacia la fila donde estaba sentada la mujer que nos había tenido a todos pendientes de sus palabras, detrás de mí. Sentía mucha curiosidad por poner un rostro definitivo a aquella voz. Pero de lo ocurrido sólo quedaba de testigo mudo un asiento vacío y el runrún de aquel timbre de voz que aún permanecía en el espacio reducido del autobús como el eco de un grillo en la distancia y cuyo recuerdo seguramente se extinguiría para siempre en la próxima esquina.

© Marta García Carrato-2018

La ola de calor en la playa


Ayer no era un domingo normal y corriente, aunque fuera el primer domingo de agosto. Ayer era un domingo tórrido y asfixiante, en plena ola de calor, soplaba una ligera tramontana que parecía una tormenta de fuego expandiéndose y, por ese motivo, la playa que suelo frecuentar estaba asombrosamente despejada. La gente buscaba un alivio frente a la insoportable sensación de bochorno y permanecía refugiada dentro de sus casas, al amparo del aire acondicionado. La barrera formada por la sucesión de toallas que otros días festivos obstruye el acceso a la primera línea, quedaba interrumpida y permitía llegar a la orilla sin necesidad de bordearlas, de hacer equilibrios en la arena o de pisarlas sin contemplaciones.
Me instalé donde me dio la gana y después de colocar todos los bártulos playeros con algo de dificultad por culpa de ese viento pertinaz que suele estar presente, día sí día no, en la Costa Brava, me fui directa a darme un chapuzón en un agua que estaba nítida, cristalina y que invitaba a prolongar el baño durante horas.
Cuando me tumbé al sol, decidí saltarme el ritual de enfrascarme con las cremas de protección porque la arena fina te abofeteaba en sacudidas, se te enganchaba al cuerpo, que enseguida reaccionaba y se mostraba sudoroso, y no tenía ganas de acabar rebozada como una croqueta. No recuerdo haber hecho tantas visitas al agua en toda mi vida. No recuerdo tampoco que la toalla terminara tan mojada como terminó ayer.
Esta playa que yo frecuento es una playa donde se hacen grupitos. La gente suele colocar sus sillones, sombrillas, neveras e hinchables en corrillos muy juntos entre ellos y paralelos al mar (en el caso de los grupos formados por familias), o en círculos, a poder ser, algo aislados (en el caso de los grupos de adolescentes y jóvenes). Como la mayoría se conocen, cada día se organizan tertulias improvisadas y se habla mucho, muchísimo. Cualquiera que los viera, diría que van a la playa expresamente a hablar y no a tomar el sol, a bañarse, a relajarse, a estar tranquilos mientras se observa el mar y el horizonte, en lontananza, y se ponen algunos pensamientos en remojo.
Ayer, los pocos grupitos organizados se trasladaron de lugar y cambiaron el hábito de sus costumbres. Los tertulianos semienterraron sus pies en la orilla, para estar más frescos, algunos se adentraron un poco más y se sumergieron hasta la cintura. Otros decidieron nadar en grupo y llegar hasta las boyas, aprovechando la quietud de las aguas; movían muy despacio los brazos y permanecían protegidos y encubiertos con sus grandes gafas de sol y sus gorras de visera bien ajustadas para que no se las llevara el viento, sin sumergir sus cabezas para poder seguir conversando, como si dieran un paseo tranquilo por el mar, sólo interrumpido por el aviso de algunas pequeñas embarcaciones que se aproximaban y les recordaban que estaban invadiendo sus dominios, aunque en esta playa balizada desde siempre han convivido los bañistas y los navegantes sin apenas conflictos.
Por eso ayer fue un domingo atípico, porque yo percibía el rescoldo de sus voces, que crepitaban mucho más distantes, en la lejanía, aunque, como el sonido viaja en línea recta, de tanto en tanto podía entender algo de sus conversaciones, sin necesidad de prestar atención. Los tertulianos seguían con los mismos temas y hacían planes para estas vacaciones.

© Marta García Carrato-2018

Aves invasoras


Ayer visité el Parc dels Estanys de Platja d'Aro, un refugio de aves protegidas y de aves migratorias que están de paso. Es un parque que se inauguró hace algunos años, coincidiendo con el Día Mundial de las Aves, como un pulmón verde en medio de esta localidad de la Costa Brava. Fui a este lugar, cuya existencia y extensión desconocía, con el deseo de disfrutar del espectáculo que nos brinda la naturaleza. Ella nos exige poco a cambio de lo que nos ofrece: paciencia para observar las especies vegetales y animales, silencio para escuchar sus sonidos y aprender a distinguirlos, respeto para proteger el hábitat local.
Me senté en uno de los miradores de madera que han habilitado para facilitar la observación y me quedé a la espera de que cayera la tarde, que es la mejor hora del día. Pronto se levantó el telón y empezaron a asomarse diferentes especies: una familia de patos, gaviotas comunes, una polla de agua, algunas carpas que salían a la superficie del agua sólo parcialmente para evitar cualquier peligro de los posibles depredadores, un ejemplar de martín pescador, tordos, estorninos, algún murciélago madrugador... Yo estaba tan entusiasmada contemplando la majestuosidad de esa obra de arte natural en plena actividad a escasos metros de mí que apenas me di cuenta de la llegada de los invasores. De repente, se hicieron los dueños y señores del mirador y tomaron posiciones en el lugar central del banco. Yo, que me había quedado arrinconada en uno de los extremos, mientras contemplaba con deleite los movimientos lentos y sigilosos de una familia de patos que iba a meterse en el agua.
La especie humana invasora enseguida sacó una bolsa de patatas fritas de una de las mochilas que dejaron en el banco, así como unos bocadillos y unas latas de refrescos. Empezaron a repartir las provisiones a voz en grito entre sus tres descendientes. Las crías, de corta edad, acudieron veloces, subidos en sus patinetes que dejaron en el suelo haciendo todo el ruido que es capaz de hacer este tipo de artilugio lanzado sobre su propio peso. La hembra humana no probó bocado porque comunicó al resto de miembros de su grupo y al resto de la concurrencia (formada por mi pareja y yo) que estaba a dieta y se dedicó a comentar las maravillas de su iphone de última generación. De tanto en tanto, entre los sonidos del crujir de las patatas y del papel de aluminio, se escuchaba alguna frase del tipo: «Mira, mira (un nombre garrulo que ahora no recuerdo), cómo nadan los patitos. ¿Qué hacen los patitos? Cuaaac, cuaaac»; «Oye, cari, este móvil hace unas fotos más guapas...».
El macho humano tuvo un pequeño percance y, al ir a mirar una de las fotos que había tomado su compañera, derramó la lata de refresco de cola que sujetaba en una mano sobre el suelo y, sin poder evitar su triste final, fue a parar al estanque, entre los juncos. La película sobre el medio natural terminó para ellos una vez que se acabaron las patatas y los bocadillos y cuando la hembra humana, cansada ya de tantas instantáneas, anunció: «Venga, nene, vamos tirando que tenemos media hora de camino en coche y no quiero que se haga de noche». Recogieron los bártulos haciendo la misma escandalera que al llegar y migraron hacia otras latitudes. Dejaron, no obstante, huella de su paso: migajas de pan, alguna rodaja de chorizo y de fuet y trocitos de patatas fritas desperdigados por el suelo que servirían como alimento de otras especies y que a mí no me quedó otro remedio que pisar cuando ellos se fueron (sin saludarme; tal vez ellos no me reconocieron, aunque yo también pertenezco a la especie homínida).
Por fin, mi pareja y yo pudimos colocarnos en primera línea y entonces sí que disfrutamos del gran espectáculo que nos ofrecieron las aves. Esta vez, sin prisas, con el silencio, la concentración y el RESPETO que se requieren para apreciar todos los matices de luces y sonidos de la naturaleza, dejándonos envolver por su majestuosidad. Qué insignificante me vi, incluso un tanto avergonzada de pertenecer a esa especie que dice llamarse humana.

© Marta García Carrato-2018

lunes, 13 de marzo de 2017

El póster

No culpo a mis amigos de lo sucedido; yo soy la única responsable por hacerles caso y seguir sus consejos al pie de la letra. Ellos me habían sugerido que despegara el cartel después de cenar, que era una soberana tontería cargar con él durante toda la noche. Porque aquel mamotreto seguro que debía de pesar lo suyo. Era una amalgama de cola y de capas superpuestas de papel fosilizado que con el tiempo había logrado adquirir una densidad semejante al cartón. Yo sabía que, en realidad, mis amigos, como me apreciaban, no se atrevían a decirme que a nadie en su sano juicio se le ocurriría arrancar un simple póster de una valla publicitaria, a no ser que fuera un coleccionista de fetiches o un admirador friki, que eso era lo que pensaban, aunque no me lo dijesen, y yo comenzaba a reunir algunas de esas características.

Fue Ángel, precisamente, quien le echó el ojo, porque yo, de noche, sólo veo lo que quiero y lo que me interesa, pero esto, por desgracia, se me había pasado por alto. «¿No has dicho que vas a un festival en el que actúan tus Pet Shop Boys?», me había preguntado mi amigo, poniendo todo el peso de la entonación de la frase en el pronombre posesivo y acentuando éste con un tono irónico que no me pasó desapercibido pero que no me molestó. Después del énfasis de sus palabras, me señaló con el dedo hacia el poste, y entonces fue cuando vi el cartel. Enseguida me acerqué a la valla, que estaba a escasos metros de distancia, impulsada por un resorte que me hizo acelerar el paso, como si me jugara la vida en ello. Comprobé que la parte inferior del cartel se hallaba ligeramente despegada, señal inequívoca de que alguien se me había adelantado pero había abortado la maniobra. Tal vez porque había tratado de arrancarlo en hora punta y se había sentido observado, como un bicho raro entre rostros impertérritos y anónimos que hallaban en los demás un fiel reflejo de sí mismos y que no se atrevían a romper el molde de la monotonía en el que estaban atrapados, entre cuerpos desconsolados que simplemente llevaban a rastras el peso de la vida con sus pies y que deambulaban con la pretensión oculta de encontrar un punto de locura en medio de tanta compostura. Tal vez porque había sentido vergüenza de que lo pillaran in fraganti y había decidido abandonar una causa que, de golpe, le había parecido insustancial. Tal vez porque no estaba dispuesto a acarrear con aquella masa compacta de cuerpo excesivo. Tal vez porque había preferido huir, espantado frente al hastío de la realidad doliente. ¿Acaso es delito desenganchar un póster de una valla? ¿Acaso te pueden demandar los organizadores del evento o la agencia publicitaria? Era tal mi frenesí, inmersa en mi micromundo, que ni siquiera reparé en estos detalles, que no son nada nimios ahora que lo pienso, convencida como estaba en aquel momento de haber hallado un tesoro. Pero mis amigos me animaron a posponer el robo del cartel y a dejar aquel numerito, que les resultaba de lo más hilarante, para más tarde, ya entrada la madrugada. Yo estaba obcecada en llevar a cabo mi objetivo y me costó atender a razones. Estoy segura de que Ángel fue pasto de miradas inquisitorias del tipo «Anda, guapo, ya la has hecho buena avisándole a ésta de que has visto el dichoso póster; ahora nos va a dar la noche». Y aunque tenía mis reticencias a dejar el cartel solo y desamparado, no fuera que alguien se me adelantara y lo desenganchara, nos fuimos todos a cenar, yo a cenar y a dar la tabarra. Antes, me fijé en qué punto exacto de la calle estaba situado el poste publicitario, y le hice unas cuantas fotos; debía tenerlo todo bien controlado para ejecutar mi plan de manera exitosa al final de la noche.

¿Una romana o una margarita? ¿Una cuatro estaciones o una caprichosa? Nunca una carta de pizzas me había importado tan poco. Yo, en lo único que pensaba, era en que el cartel siguiera en el mismo sitio en el que se había quedado. Mientras estaba engullendo de manera atropellada aquella pizza humeante, mi mente no hacía más que darle vueltas al asunto y me dediqué a pergeñar mi plan intercalando risas y comentarios banales. Entre bocado y bocado, reparé en un detalle que podía resultar dificultoso en la práctica: aunque andara con sumo cuidado al despegar el cartel, tarde o temprano debería cortar el extremo superior, que es el que ofrecía mayor dificultad al estar firmemente sujeto. Aproveché un momento de despiste, cuando todos mis amigos parecían estar absortos en una conversación sobre la conveniencia de ampliar los carriles bici en la ciudad, y antes de que viniese el camarero a recoger los platos, escondí el cuchillo en la servilleta de papel cochambrosa, sin vacilaciones, como el que no quiere la cosa. En un movimiento rápido e improvisado, con esa seguridad y decisión que confiere estar cometiendo un acto impúdico, cogí mi móvil, que tenía sobre la mesa, y, con disimulo, lo metí en el bolso junto con el cubierto, que conservaba restos de mozzarella y de tomate adheridos al filo. Fue un hurto de lo más pueril, una acción inaudita que me dejó sorprendida a mí misma. En otro momento, jamás se me hubiese pasado por la cabeza cometer un acto tan vil; ahora, en cambio, lo veía como una gesta, un auténtico acto heroico. A ese extremo ruin y mezquino podemos llegar las personas, que ya es decir. Al margen de estos pensamientos, yo ya tenía en mi poder una herramienta que me permitiría cortar con delicadeza y sin problemas por donde fuera necesario. Me dio igual que se manchara de aceite el forro del bolso, eso era lo de menos.

A la salida de la pizzería, me encaminé junto a mis amigos hacia la calle donde estaba el botín. A él lo vi venir de lejos, desde lo alto de la empinada avenida. A mí me faltaban apenas unos metros para llegar al poste publicitario hacia el que ambos nos dirigíamos. El muy borrachuzo se tambaleaba grácilmente. Se aproximaba con ese andar característico que tienen todas las personas beodas. El chico era francés, lo deduje porque los otros cuatro que lo acompañaban, tan pasados de alcohol como él, hablaban en ese idioma. El guiri fiestero, ataviado con cazadora de piel, bufanda y bermudas a principios del mes de marzo, salía más o menos airoso en sus ejercicios de equilibrismo sobre las baldosas. Avanzaba en zigzag por la acera, haciendo alarde ante el reducido público, en igualdad de condiciones etílicas, de sus dotes de modelo. Sin duda, se habría ganado los aplausos en una hipotética pasarela en la que se promocionaran vinos en tetrabrik y bebercio de alta graduación. Pero después de tan magistral lucimiento dado su estado de embriaguez, la exhibición terminó de golpe. Y no porque aquel espectro estilizado con aspecto macilento y enfermizo trastabillara y se diera de bruces contra el suelo (que eso es lo que podía haberle sucedido), sino porque a mí me faltó decisión en el último momento, él se me adelantó, y yo me quedé sin el objetivo que me había llevado hasta allí, que era conseguir el póster de la valla.

El franchute anunció su llegada a la meta de un modo tremebundo, con unos breves y escandalosos bramidos que parecían emerger de lo más profundo de sus entrañas y que acompañó de unos elocuentes y acompasados espasmos. Aquello sólo podía vaticinar un final. Permaneció agazapado junto a la valla durante unos instantes que se eternizaron mientras yo contemplaba los hechos con impotencia. Tras varias arcadas, sintió unas bascas incontrolables y vomitó todos aquellos pestilentes jugos gástricos y otras pequeñas sustancias sólidas de difícil definición que el estómago no había sido capaz de digerir. El destino quiso que el póster quedara impregnado de aquella ligera lluvia agria y adquirió una nueva tonalidad, con puntitos anaranjados y rojizos en relieve. Todo él se convirtió en un repugnante salpicón de vómitos, lo que le confirió un toque artístico único dando al traste con todas mis expectativas y arruinando tan codiciada pieza.

Debí contar hasta diez, hasta veinte, o hasta cincuenta, para no mostrar mi ira ante el desastre del que acababa de ser testigo, y no tuve otro remedio que decirle adiós al objeto de mi deseo, que terminó impregnado con los efluvios de alcohol que rubricó aquel malhechor, un borrachuzo de tres al cuarto que se quedó bien descansado después de echar las papas encima de los Pet Shop Boys (¡menuda herejía! ¡qué tropelía!). Puede que a estas alturas del relato el francés todavía siga agarrado al poste como una lagartija de papel maché, temeroso de darse a la fuga por si se encuentra a algún pethead enfadado. Puede que del póster sólo quede un vestigio, una ligera huella, aunque lo más probable es que ya no quede ni rastro y que se halle sepultado entre otros anuncios. Pero, quién sabe ya nada, si de todo aquello sólo resta la mera anécdota, sólo queda el recuerdo de una ilusión fugaz que se desvaneció entre las sombras de la noche y el eco de las voces de mis amigos que se tronchaban de risa y me animaban a llevarme el cartel con aquel sello francés, sin duda exclusivo.

© Marta García Carrato-2017



© Marta García Carrato-2017

© Marta García Carrato-2017

miércoles, 6 de abril de 2016

Paisajes que se desmoronan

Otro paisaje que se desmorona: iba hoy andando por la calle Gran de Gràcia y, al pasar por la histórica pastelería La Colmena, he visto que el establecimiento ha cerrado definitivamente sus puertas al público después de más de cien años. Un enorme cartel de «Se alquila» anuncia que el local se encuentra disponible al mejor postor, es decir, a aquel que pueda pagar un alquiler que, en esa zona, ahora se ha revalorizado y se ha puesto al alcance de unos pocos privilegiados. He buscado en la ubicación de Google, y la tienda ya está registrada como «Cerrada permanentemente». Valga decir, para el que no lo sepa, que el obrador se halla al lado de los Jardinets de Gràcia y justo enfrente del emblemático edificio modernista, obra del arquitecto Lluís Domènec i Montaner, que alberga el hotel de lujo Casa Fuster. Los propietarios se han visto obligados a cerrar este comercio emblemático debido a la presión urbanística (por la futura extinción del contrato de renta antigua y porque el ayuntamiento les exigía hacer una reforma para actualizar las instalaciones). La Colmena forma parte indisoluble de mi infancia, ya que me crie en el barrio barcelonés de Gràcia y solía visitar el establecimiento con frecuencia. Esta mañana, sin poder remediarlo, me han venido a la mente tantas imágenes que he tenido que aferrarme a la escritura para volcar aquí todos esos recuerdos. Que sus propietarios hayan decidido echar el cierre al negocio centenario y de un modo tan repentino, es algo que me apena. Y esto no sólo me sucede en el caso de La Colmena, sino de todos aquellos comercios que tienen algún significado en mi vida, de un modo u otro, y que han cerrado después de tantos años de trayectoria (jugueterías, librerías, tiendas de discos…). Poco a poco, me van amputando pequeñas partes de mi niñez, y lo que antes se me representaba perpetuo, ahora se ha tornado del todo efímero. En ese mapa geográfico, cada vez son más los lugares que desaparecen, y los paisajes que configuraron mi infancia se acotan a marchas forzadas. Me entristece pensar que un día ya no se mantendrá en pie ninguno de esos escenarios, que parte de aquel mundo se habrá venido abajo, que se habrán perdido muchas piezas del puzle que componen mi vida; en definitiva, que cualquier vestigio de su existencia se habrá extinguido para siempre. Sólo me queda la posibilidad de poner a salvaguarda las imágenes que conservo en el reducto de mi memoria, en un compartimento estanco, antes de que ese mundo se desmorone, y congelar el tiempo como si de un hojaldre se tratara. Y esperar que todas estas percepciones nunca decidan marchar de allí hacia el territorio de la nada mientras trato de adaptarme a los cambios.

Cuando he visto la pastelería La Colmena cerrada, me he acordado inmediatamente de aquellos característicos rótulos del aparador, escritos a mano en vivos colores, que nos recordaban las tradiciones dulces del calendario local, y en los que podía leerse «Coca de chicharrones el Jueves Lardero», «Buñuelos de Cuaresma», «Hoy, Volante de San Cristóbal», «Mañana, crema de San José», «Especialidad en turrón de yema quemada» o «Roscón de Reyes». Todo eso ha desaparecido para siempre de sus escaparates. Tampoco queda ni rastro de los dibujos, hechos con pulso firme y mano diestra, de rosquillas, pasteles o de cocas de San Juan. Tan apetecibles los esbozaban y con tanta gracia mostraban esos reclamos en las vidrieras que casi te obligaban a entrar en la tienda, aun antes incluso de haber echado un ojo a los dulces auténticos que reposaban junto a las cajas de metal llenas de bombones y de galletas en las vitrinas, engalanadas siempre éstas con grandes manteles verdes de cuadritos vichy. Ahora, el panorama es bien distinto y desolador: unas hojas de papel de estraza basto y arrugado y unas cortinas tupidas cubren por completo las cristaleras. Resulta difícil creer que los pasteles y los brazos de gitano rellenos de nata y cubiertos de yema quemada, que eran artificiales y no comestibles —sí, eran de simulación, pura mentirijilla de poliestireno, tintura y betún— y que siempre estaban allí, ajenos al paso del tiempo, año tras año y festividad tras festividad, tal vez hayan acabado sus días en el contenedor de la basura y ya sólo pervivan en nuestro recuerdo.

Como esta pastelería centenaria había llegado a ser una auténtica institución en el barrio, los propietarios han colgado un cartel en la puerta, en el que agradecen la fidelidad a los clientes, incluidos aquellos que, de niños, la visitábamos con asiduidad los domingos, de la mano de nuestros padres. «Desde la pastelería La Colmena os queremos dar las gracias a todas y a todos por vuestra amistad y fidelidad, que nos ha permitido formar parte de vuestra vida durante cuatro generaciones. Ha sido un placer. Gracias por todo», reza el cartel. Si de algo nos acordamos los que fuimos pequeños hace unos años, es de los caramelos con los que nos obsequiaban los dependientes antes de salir de la tienda y que conservaban en enormes expositores de cristal. Yo contaba con cierta ventaja porque una vecina de mi calle, que se llamaba Juanita, trabajaba allí y, cuando nos despachaba ella, siempre tenía algún detalle extra conmigo. El aroma que desprendían aquellos caramelos artesanos de miel, romero, pino, anís, vainilla o eucalipto, que venían envueltos a mano y recubiertos en su peculiar y exclusivo papel blanco, era una perdición para los sentidos, tanto de mayores como de pequeños, y persistía en el aire durante un largo rato.

—¿Qué vas a ser de mayor? —me preguntaba Juanita, enfundada en su impecable delantal marrón abotonado hasta el cuello, ribeteado en blanco, desde el otro lado del mostrador.

—Pastelera —creo que le contestaba, porque yo tenía la facilidad de cambiar de oficio semana sí semana también, hasta que me dio la fiebre vocacional por el Periodismo.

—¡Qué cosas tienes! —se carcajeaba mi vecina dependienta—. ¡Una señorita no puede trabajar de noche en un obrador!

Yo apoyaba los codos en el mostrador de mármol blanco con la impertinencia y la curiosidad de un niño y me quedaba pensativa; por mi cabeza ya rondaba entonces la idea de que yo iba a ser lo que quisiera, pero como no formaba parte de mi personalidad el ser contestataria y me habían educado en la corrección, callaba, esbozaba una ligera sonrisa y me quedaba embelesada observando el modo tan peculiar que tenía Juanita de envolver los pasteles. Sí, porque ahora existen infinidad de envoltorios para presentar los productos (que si cajitas con ventana transparente para cupcakes o muffins 
—recubiertos de colorante verde de dudosa procedencia, por mucho que quieran hacernos creer que es de uso alimentario y que su ingesta no conlleva ningún riesgo para la salud, y una moda pasajera, a mi entender—, que si cintas metalizadas con macarons o llenas de corazones, que si bolsitas con los personajes de los dibujos animados que estén de moda en ese momento), un nuevo concepto de pastelería que nada tiene que ver con lo que se fabricaba entonces, que era lo tradicional. Juanita era una experta en aquel «packaging» tan rudimentario y elemental, y yo me deleitaba siguiéndola paso a paso en todas las fases del proceso, que iba desde que nos decidíamos por un pastel u otro hasta que éste estaba perfectamente envuelto y listo para llevárnoslo a casa. Seguro que Juanita la vendedora —que Dios la tenga en su gloria— habría sido ahora una famosa «youtuber» o algo por el estilo.

Primero, elegía el color de la bandeja de plástico, y que yo reciclaba luego para servir la merienda a las muñecas: verde, blanco, tal vez marrón, y en la que estaba impreso en relieve el logotipo y la dirección. Porque La Colmena, considerada entonces una pastelería de alto copete, podía permitirse ese lujo y no andarse con menudencias de cartonaje, como hacían otras de la competencia; además, aún no existían ni las platas ni los dorados de aluminio anonizado. Luego, Juanita colocaba una blonda redonda de blanco inmaculado, o de parafina, o de opalina calada, un estilo para cada ocasión. Con la ayuda de unas pinzas de acero inoxidable que manejaba con soltura, iba disponiendo los pastelillos surtidos, los palos helados de nata, los biscuits de la reina o lo que fuera menester, para protegerlos después con un papel fino encerado con el que revestía todo el conjunto delicadamente. A continuación, introducía los bordes de una tira estrecha de cartón en ambos lados de la bandeja y hacía girar la bobina de papel de envolver cortando con gran precisión el trozo necesario para rematar aquella obra de arte. El envoltorio nunca variaba pues era el distintivo de la casa: un papel de color blanco con el nombre y la dirección de la pastelería estampados en rojo, y el dibujo de una colmena llena de abejas que revoloteaban a su alrededor, a juego con las letras. A no ser que pidieras un brazo de gitano o una tarta especial, alta o alargada, o una mona de Pascua, con sus huevos grandes de chocolate, sus plumas y sus pollitos, antes de que éstos se fabricaran en la China. Porque entonces introducía el género directamente en una caja blanca de diseño austero y líneas rectangulares. Juanita ataba un cordelillo de color bermellón para finalizar el meticuloso procedimiento. Iba muy rápido y actuaba con agilidad, de la cantidad de veces que había ejecutado la misma operación, y yo me perdía indefectiblemente al llegar a este punto. Me parecía que algo de magia había en aquellas lazadas resistentes, homogéneas y bien ajustadas y en aquellos entrecruces de cuerda, para que el paquete no quedara atado con flojedad y no pudiera caerse por el camino. Mucho más que pericia tenían aquellas manos adiestradas que iban veloces cuando remataba todo el trabajo con un lazo perfecto, que completaba con unos tirabuzones con la ayuda de unas tijeras.

Juanita nos entregaba un pequeño papel en el que había anotado a mano el precio de los pasteles, que iban al peso.

—Pues, ahora, si son tan amables, mi compañero les cobrará —nos decía con una sonrisa en los labios, que siempre los llevaba pintados en rojo carmín.

No decía «mi compañero», esto me lo estoy inventando yo ahora, porque no consigo acordarme del nombre de aquel señor, creo que era el encargado, que estaba sólo para cobrar, siempre detrás de un diminuto cubículo de madera, al lado de la puerta. Sólo recuerdo que era gordinflón, y que parecía estar encastrado en aquel minúsculo cajetín, como formando parte del decorado. A diferencia del resto de los dependientes, que iban con un delantal amplio, aunque todos encorbatados por mucho calor que hiciese, él llevaba un traje de tonos oscuros, una camisa blanca y una corbata tan bien sujeta que parecía que se iba a ahogar debido a la presión que le ejercía el nudo. A veces, salía de su guarida haciendo un esfuerzo enorme para desencajar su cuerpo del habitáculo, pero únicamente para estrechar la mano de los mejores clientes, y entonces exhibía sin complejos un enorme barrigón que se movía al ritmo de sus carcajadas. Esta escena, no sé por qué, se me ha quedado grabada en mi memoria. Me acuerdo que, cuando hablaba, solía introducir las manos en los bolsillos del pantalón de pinzas, muy amplios a la altura de la cadera y estrechísimos en el tobillo, que eran los que estaban de moda en los años setenta, para lucir sus zapatos relucientes. Recuerdo que tenía el rostro rechoncho, que era de cejas pobladas y que llevaba el pelo peinado hacia atrás. Casi no se le veía la boca cuando hablaba porque se la tapaba un ancho bigote que por fuerza le debía de molestar a la hora de probar los dulces con azúcar lastre o los esponjados de merengue de distintos colores y sabores que de buen seguro se zampaba en el horno del obrador. En verano, cuando hacía mucho calor, y como todavía no existían los aires acondicionados, se quitaba la americana y se permitía la licencia de arremangarse la camisa, por debajo de los codos. Si Juanita tenía una agilidad innata para los nudos y los lazos, aquel hombre la tenía para contar los billetes y las monedillas (céntimos y pesetas), y para devolver el cambio aunque estuviera rezando el Padrenuestro a la vez. No recuerdo a nadie que agarrara las monedas y que fuera capaz de hablar y de contar a la velocidad de un meteoro como él. Aquellas manos enormes y pulidas parecían una prolongación de la caja registradora y realizaban todos los movimientos de manera mecánica y sin dilación. Habían sido creadas especialmente para coger la nota escrita a mano de Juanita y clavarla con firmeza en un gancho metálico donde se iban añadiendo todos los papeles que componían el conjunto de las ventas del día. Al encargado de la contabilidad se le tornaban los ojos más grandes y luminosos cada vez que destripaba y agujereaba un nuevo tique y añadía con habilidad el botín en aquel garfio cual tesoro de un pirata.

Cuando sonaba la campanita de la puerta que anunciaba que un nuevo cliente entraba en el establecimiento, casi parecía que aquellos ojos se le iban a salir de las órbitas; un resorte le hacía dejar todo lo que estuviese haciendo en aquel momento para girar la cabeza de inmediato y dar la bienvenida, por supuesto con una amplia sonrisa, perfectamente estudiada y repetitiva, al igual que el tono y la inflexión de la voz.

—¡Hombre, señor Jesús! ¡Adelante, ya tiene su encargo preparado! Enseguida le atenderá Juanita. ¡Un placer, señores! ¡Hasta otro día! 
—nos decía a mi padre y a mí, dando por finalizada nuestra visita en seco. Tal vez me he pasado en cuanto a pelotillero, porque esta respuesta es una invención mía y mi memoria no llega hasta el extremo de acordarse con exactitud de sus palabras, pero seguro que algo parecido nos contestaba porque era muy lisonjero y servicial con todos los clientes.

En la puerta, Juanita, o el dependiente de turno, nos estaba esperando para darnos el envoltorio con los pasteles y desearnos un buen día con una sonrisa pintada en los labios. No como ahora, que en algunas tiendas te devuelven el cambio y ni siquiera te miran a la cara.

El pasado mes de diciembre, cuando fui a la tienda a por los dulces navideños, nada me hacía presagiar que estaba comprando la última barra de turrón de yema quemada y que, al saborearla, mi memoria gustativa se esmeraba en preservar y registrar con todo detalle la textura, la cremosidad y la suavidad de esa experiencia sensorial en el paladar, el breve crujir del azúcar quemado deshaciéndose en la boca, para luego poder evocarla en la medida de lo posible. Pero, ¿durante cuánto tiempo se puede recordar un sabor con intensidad, sin que se nos escape de nuestra memoria, a salvo, imborrable, como el sabor del primer beso, para poder patentarlo en el mapa gastronómico de las vivencias de nuestra infancia? ¿Será cierto que todo pasa y que nada queda? Yo, ahora, daría lo que fuese por volver a sentirlos…

(NOTA: Los personajes que aparecen en este relato son todos ficticios, aunque están basados en la realidad.)


© Marta García Carrato-2016


Rótulo de la pastelería La Colmena,
 que estaba situada en Gran de Gràcia, 15
© minube.com
Durante la Navidad, la pastelería La Colmena
 exhibía estos llamativos rótulos en los escaparates.
© barcelonacafe.blogspot.com.es
Unas hojas de papel de estraza
 cubren ahora las cristaleras.
 
© La Vanguardia (J. Sancho)-2016
Rótulo característico de La Colmena
 durante las fechas navideñas.
© barcelonacafe.blogspot.com.es
Rótulo característico de La Colmena
 durante las fechas navideñas.
© barcelonacafe.blogspot.com.es
Los propietarios de La Colmena han colgado un cartel en la puerta
 para agradecer la fidelidad de los clientes.
© La Vanguardia (J. Sancho)-2016




Bandejas de plástico que utilizaban
 en la pastelería La Colmena en los años setenta.
© Marta García Carrato-2016

Envoltorio de papel de La Colmena.
© Marta García Carrato-2016

Caja de turrón de La Colmena.
© Marta García Carrato-2016

El olor que desprendía este turrón cuando abrías la caja
 era puro embeleso para los sentidos.
© Marta García Carrato-2016

En este caso, sobran las palabras.
© Marta García Carrato-2016





viernes, 1 de abril de 2016

El día de la ilusión: El álbum "Super", de Pet Shop Boys, ya está a la venta

He de confesar que ansiaba que llegara el momento de poder realizar el mismo ritual que sigo, paso a paso, desde hace años, cuando sale al mercado un disco de mis ídolos, los Pet Shop Boys. Es un instante mágico, que puede resultar bastante incomprensible para quienes no son forofos musicales o no son seguidores de ningún cantante o grupo en particular.

Hace algunos años no quedaba otra que soportar con estoicidad a que llegara la fecha del lanzamiento para poder escuchar los nuevos temas que componían un álbum; ahora, por el contrario, desde el advenimiento de internet ya es posible descargar un archivo con todo el trabajo con una semana de antelación antes de que se ponga a la venta.

En plena era digital, es fácil caer en la tentación de bajarse las canciones y olvidarse de los prolegómenos (en mi opinión, románticos y placenteros) de desprecintar el cedé con torpeza debido a los nervios del momento, introducirlo en el equipo y darle al Play al tiempo que se extrae cuidadosamente el libreto y se lee con esmero mientras suenan las canciones. Debo admitir que estuve a punto de hacer clic y saltarme esa regla de oro inapelable, pero en ese caso no habría sido fiel a mis principios.

Mis nervios se habían acrecentado más, si cabe, porque estos últimos días había leído críticas, en su mayor parte negativas, sobre "Super", que así es como se titula el nuevo disco, en la página de los seguidores de Pet Shop Boys, de la que soy miembro. Después de luchar conmigo misma, que si lo escucho que si no, que si me espero que si no, decidí que lo más juicioso, en mi caso, era recluirse, casi cual ermitaño, y hacer oídos sordos a los comentarios, en general poco favorables, que los fans habían ido publicando, a la espera del ansiado día. Y seguir con el ritual.
Ese día ha llegado. Ese día es hoy. Y hoy puede ser un día maravilloso. Es el día de la ILUSIÓN, sí, escrito en mayúsculas. Sólo un verdadero fan de los Pet Shop Boys puede saber a lo que me estoy refiriendo. Tengo ante mí el reto de experimentar nuevas sensaciones auditivas y de descubrir músicas que todavía no conozco pero que estoy segura que formarán parte de mi vida. Yo lo percibo así, y sé que así será.

Yo no entiendo demasiado de técnica musical, a diferencia de una buena parte de seguidores de mi grupo preferido que, casi al instante de lanzarse los nuevos temas en internet, han corrido a colgar un post (ni que lo tuvieran preparado con antelación) en el que han hecho pormenorizados análisis, apreciaciones y comparaciones (que si la influencia del productor, que si el ritmo de esta canción). Algunos son verdaderos entendidos en la materia. Mi cerebro sólo entiende de percepciones, me involucro tanto que todo mi ser, en ese momento, está aislado del mundo y me compenetro y me rindo totalmente ante el sonido. No sé si a esto se le puede llamar sentir la música con el corazón. Ésa es la única explicación que yo sé dar y así es como voy a escuchar "Super": desde el corazón.

Hoy es un día SUPERgrande que pienso disfrutar. ¡Un abrazo a todos los petheads que compartimos este mismo sentimiento y esta misma ilusión!