Otro paisaje que se desmorona: iba hoy
andando por la calle Gran de Gràcia y, al pasar por la histórica pastelería La
Colmena, he visto que el establecimiento ha cerrado definitivamente sus puertas
al público después de más de cien años. Un enorme cartel de «Se alquila»
anuncia que el local se encuentra disponible al mejor postor, es decir, a aquel
que pueda pagar un alquiler que, en esa zona, ahora se ha revalorizado y se ha puesto
al alcance de unos pocos privilegiados. He buscado en la ubicación de Google, y la
tienda ya está registrada como «Cerrada permanentemente». Valga decir, para el
que no lo sepa, que el obrador se halla al lado de los Jardinets de Gràcia y
justo enfrente del emblemático edificio modernista, obra del arquitecto Lluís
Domènec i Montaner, que alberga el hotel de lujo Casa Fuster. Los propietarios
se han visto obligados a cerrar este comercio emblemático debido a la presión
urbanística (por la futura extinción del contrato de renta antigua y porque el
ayuntamiento les exigía hacer una reforma para actualizar las instalaciones). La
Colmena forma parte indisoluble de mi infancia, ya que me crie en el barrio barcelonés de
Gràcia y solía visitar el establecimiento con frecuencia. Esta mañana, sin poder
remediarlo, me han venido a la mente tantas imágenes que he tenido que
aferrarme a la escritura para volcar aquí todos esos recuerdos. Que sus
propietarios hayan decidido echar el cierre al negocio centenario y de un modo
tan repentino, es algo que me apena. Y esto no sólo me sucede en el caso de La
Colmena, sino de todos aquellos comercios que tienen algún significado en mi
vida, de un modo u otro, y que han cerrado después de tantos años de
trayectoria (jugueterías, librerías, tiendas de discos…). Poco a poco, me van
amputando pequeñas partes de mi niñez, y lo que antes se me representaba
perpetuo, ahora se ha tornado del todo efímero. En ese mapa geográfico, cada
vez son más los lugares que desaparecen, y los paisajes que configuraron mi
infancia se acotan a marchas forzadas. Me entristece pensar que un día ya no se
mantendrá en pie ninguno de esos escenarios, que parte de aquel mundo se habrá
venido abajo, que se habrán perdido muchas piezas del puzle que componen mi
vida; en definitiva, que cualquier vestigio de su existencia se habrá
extinguido para siempre. Sólo me queda la posibilidad de poner a salvaguarda las
imágenes que conservo en el reducto de mi memoria, en un compartimento estanco,
antes de que ese mundo se desmorone, y congelar el tiempo como si de un
hojaldre se tratara. Y esperar que todas estas percepciones nunca decidan
marchar de allí hacia el territorio de la nada mientras trato de adaptarme a
los cambios.
Cuando
he visto la pastelería La Colmena cerrada, me he acordado inmediatamente de aquellos
característicos rótulos del aparador, escritos a mano en vivos colores, que nos
recordaban las tradiciones dulces del calendario local, y en los que podía
leerse «Coca de chicharrones el Jueves Lardero», «Buñuelos de Cuaresma», «Hoy,
Volante de San Cristóbal», «Mañana, crema de San José», «Especialidad en turrón
de yema quemada» o «Roscón de Reyes». Todo eso ha desaparecido para siempre de sus
escaparates. Tampoco queda ni rastro de los dibujos, hechos con pulso firme y mano
diestra, de rosquillas, pasteles o de cocas de San Juan. Tan apetecibles los esbozaban
y con tanta gracia mostraban esos reclamos en las vidrieras que casi te obligaban
a entrar en la tienda, aun antes incluso de haber echado un ojo a los dulces auténticos
que reposaban junto a las cajas de metal llenas de bombones y de galletas en
las vitrinas, engalanadas siempre éstas con grandes manteles verdes de
cuadritos vichy. Ahora, el panorama es bien distinto y desolador: unas hojas de
papel de estraza basto y arrugado y unas cortinas tupidas cubren por completo
las cristaleras. Resulta difícil creer que los pasteles y los brazos de gitano rellenos
de nata y cubiertos de yema quemada, que eran artificiales y no comestibles
—sí, eran de simulación, pura mentirijilla de poliestireno, tintura y betún— y
que siempre estaban allí, ajenos al paso del tiempo, año tras año y festividad
tras festividad, tal vez hayan acabado sus días en el contenedor de la basura y
ya sólo pervivan en nuestro recuerdo.
Como
esta pastelería centenaria había llegado a ser una auténtica institución en el
barrio, los propietarios han colgado un cartel en la puerta, en el que agradecen
la fidelidad a los clientes, incluidos aquellos que, de niños, la visitábamos
con asiduidad los domingos, de la mano de nuestros padres. «Desde la pastelería
La Colmena os queremos dar las gracias a todas y a todos por vuestra amistad y
fidelidad, que nos ha permitido formar parte de vuestra vida durante cuatro
generaciones. Ha sido un placer. Gracias por todo», reza el cartel. Si de algo
nos acordamos los que fuimos pequeños hace unos años, es de los caramelos con
los que nos obsequiaban los dependientes antes de salir de la tienda y que
conservaban en enormes expositores de cristal. Yo contaba con cierta ventaja
porque una vecina de mi calle, que se llamaba Juanita, trabajaba allí y, cuando
nos despachaba ella, siempre tenía algún detalle extra conmigo. El aroma que
desprendían aquellos caramelos artesanos de miel, romero, pino, anís, vainilla
o eucalipto, que venían envueltos a mano y recubiertos en su peculiar y
exclusivo papel blanco, era una perdición para los sentidos, tanto de mayores
como de pequeños, y persistía en el aire durante un largo rato.
—¿Qué
vas a ser de mayor? —me preguntaba Juanita, enfundada en su impecable delantal
marrón abotonado hasta el cuello, ribeteado en blanco, desde el otro lado del
mostrador.
—Pastelera
—creo que le contestaba, porque yo tenía la facilidad de cambiar de oficio
semana sí semana también, hasta que me dio la fiebre vocacional por el Periodismo.
—¡Qué
cosas tienes! —se carcajeaba mi vecina dependienta—. ¡Una señorita no puede
trabajar de noche en un obrador!
Yo apoyaba
los codos en el mostrador de mármol blanco con la impertinencia y la curiosidad
de un niño y me quedaba pensativa; por mi cabeza ya rondaba entonces la idea de
que yo iba a ser lo que quisiera, pero como no formaba parte de mi personalidad
el ser contestataria y me habían educado en la corrección, callaba, esbozaba una
ligera sonrisa y me quedaba embelesada observando el modo tan peculiar que tenía
Juanita de envolver los pasteles. Sí, porque ahora existen infinidad de
envoltorios para presentar los productos (que si cajitas con ventana
transparente para cupcakes o muffins
—recubiertos de colorante verde
de dudosa procedencia, por mucho que quieran hacernos creer que es de uso
alimentario y que su ingesta no conlleva ningún riesgo para la salud, y una
moda pasajera, a mi entender—, que si cintas metalizadas con macarons o llenas de corazones, que si
bolsitas con los personajes de los dibujos animados que estén de moda en ese
momento), un nuevo concepto de pastelería que nada tiene que ver con lo que se
fabricaba entonces, que era lo tradicional. Juanita era una experta en aquel
«packaging» tan rudimentario y elemental, y yo me deleitaba siguiéndola paso a
paso en todas las fases del proceso, que iba desde que nos decidíamos por un
pastel u otro hasta que éste estaba perfectamente envuelto y listo para llevárnoslo
a casa. Seguro que Juanita la vendedora —que Dios la tenga en su gloria— habría
sido ahora una famosa «youtuber» o algo por el estilo.
Primero,
elegía el color de la bandeja de plástico, y que yo reciclaba luego para servir
la merienda a las muñecas: verde, blanco, tal vez marrón, y en la que estaba
impreso en relieve el logotipo y la dirección. Porque La Colmena, considerada entonces
una pastelería de alto copete, podía permitirse ese lujo y no andarse con
menudencias de cartonaje, como hacían otras de la competencia; además, aún no
existían ni las platas ni los dorados de aluminio anonizado. Luego, Juanita colocaba
una blonda redonda de blanco inmaculado, o de parafina, o de opalina calada, un
estilo para cada ocasión. Con la ayuda de unas pinzas de acero inoxidable que
manejaba con soltura, iba disponiendo los pastelillos surtidos, los palos helados
de nata, los biscuits de la reina o lo que fuera menester, para protegerlos
después con un papel fino encerado con el que revestía todo el conjunto
delicadamente. A continuación, introducía los bordes de una tira estrecha de
cartón en ambos lados de la bandeja y hacía girar la bobina de papel de
envolver cortando con gran precisión el trozo necesario para rematar aquella
obra de arte. El envoltorio nunca variaba pues era el distintivo de la casa: un
papel de color blanco con el nombre y la dirección de la pastelería estampados
en rojo, y el dibujo de una colmena llena de abejas que revoloteaban a su
alrededor, a juego con las letras. A no ser que pidieras un brazo de gitano o
una tarta especial, alta o alargada, o una mona de Pascua, con sus huevos
grandes de chocolate, sus plumas y sus pollitos, antes de que éstos se
fabricaran en la China. Porque entonces introducía el género directamente en
una caja blanca de diseño austero y líneas rectangulares. Juanita ataba un
cordelillo de color bermellón para finalizar el meticuloso procedimiento. Iba
muy rápido y actuaba con agilidad, de la cantidad de veces que había ejecutado
la misma operación, y yo me perdía indefectiblemente al llegar a este punto. Me
parecía que algo de magia había en aquellas lazadas resistentes, homogéneas y
bien ajustadas y en aquellos entrecruces de cuerda, para que el paquete no
quedara atado con flojedad y no pudiera caerse por el camino. Mucho más que
pericia tenían aquellas manos adiestradas que iban veloces cuando remataba todo
el trabajo con un lazo perfecto, que completaba con unos tirabuzones con la
ayuda de unas tijeras.
Juanita
nos entregaba un pequeño papel en el que había anotado a mano el precio de los
pasteles, que iban al peso.
—Pues,
ahora, si son tan amables, mi compañero les cobrará —nos decía con una sonrisa
en los labios, que siempre los llevaba pintados en rojo carmín.
No
decía «mi compañero», esto me lo estoy inventando yo ahora, porque no consigo
acordarme del nombre de aquel señor, creo que era el encargado, que estaba sólo
para cobrar, siempre detrás de un diminuto cubículo de madera, al lado de la
puerta. Sólo recuerdo que era gordinflón, y que parecía estar encastrado en
aquel minúsculo cajetín, como formando parte del decorado. A diferencia del
resto de los dependientes, que iban con un delantal amplio, aunque todos encorbatados
por mucho calor que hiciese, él llevaba un traje de tonos oscuros, una camisa
blanca y una corbata tan bien sujeta que parecía que se iba a ahogar debido a
la presión que le ejercía el nudo. A veces, salía de su guarida haciendo un
esfuerzo enorme para desencajar su cuerpo del habitáculo, pero únicamente para
estrechar la mano de los mejores clientes, y entonces exhibía sin complejos un
enorme barrigón que se movía al ritmo de sus carcajadas. Esta escena, no sé por
qué, se me ha quedado grabada en mi memoria. Me acuerdo que, cuando hablaba,
solía introducir las manos en los bolsillos del pantalón de pinzas, muy amplios
a la altura de la cadera y estrechísimos en el tobillo, que eran los que
estaban de moda en los años setenta, para lucir sus zapatos relucientes. Recuerdo
que tenía el rostro rechoncho, que era de cejas pobladas y que llevaba el pelo
peinado hacia atrás. Casi no se le veía la boca cuando hablaba porque se la
tapaba un ancho bigote que por fuerza le debía de molestar a la hora de probar
los dulces con azúcar lastre o los esponjados de merengue de distintos colores y
sabores que de buen seguro se zampaba en el horno del obrador. En verano,
cuando hacía mucho calor, y como todavía no existían los aires acondicionados,
se quitaba la americana y se permitía la licencia de arremangarse la camisa,
por debajo de los codos. Si Juanita tenía una agilidad innata para los nudos y
los lazos, aquel hombre la tenía para contar los billetes y las monedillas
(céntimos y pesetas), y para devolver el cambio aunque estuviera rezando el
Padrenuestro a la vez. No recuerdo a nadie que agarrara las
monedas y que fuera capaz de hablar y de contar a la velocidad de un meteoro
como él. Aquellas manos enormes y pulidas parecían una prolongación de la caja
registradora y realizaban todos los movimientos de manera mecánica y sin
dilación. Habían sido creadas especialmente para coger la nota escrita a mano
de Juanita y clavarla con firmeza en un gancho metálico donde se iban añadiendo
todos los papeles que componían el conjunto de las ventas del día. Al encargado
de la contabilidad se le tornaban los ojos más grandes y luminosos cada vez que
destripaba y agujereaba un nuevo tique y añadía con habilidad el botín en aquel
garfio cual tesoro de un pirata.
Cuando
sonaba la campanita de la puerta que anunciaba que un nuevo cliente entraba en
el establecimiento, casi parecía que aquellos ojos se le iban a salir de las
órbitas; un resorte le hacía dejar todo lo que estuviese haciendo en aquel
momento para girar la cabeza de inmediato y dar la bienvenida, por supuesto con
una amplia sonrisa, perfectamente estudiada y repetitiva, al igual
que el tono y la inflexión de la voz.
—¡Hombre,
señor Jesús! ¡Adelante, ya tiene su encargo preparado! Enseguida le atenderá
Juanita. ¡Un placer, señores! ¡Hasta otro día!
—nos decía a mi padre y a mí,
dando por finalizada nuestra visita en seco. Tal vez me he pasado en cuanto a
pelotillero, porque esta respuesta es una invención mía y mi memoria no llega
hasta el extremo de acordarse con exactitud de sus palabras, pero seguro que
algo parecido nos contestaba porque era muy lisonjero y servicial con todos los
clientes.
En la
puerta, Juanita, o el dependiente de turno, nos estaba esperando para darnos el
envoltorio con los pasteles y desearnos un buen día con una sonrisa pintada en
los labios. No como ahora, que en algunas tiendas te devuelven el cambio y ni
siquiera te miran a la cara.
El
pasado mes de diciembre, cuando fui a la tienda a por los dulces navideños,
nada me hacía presagiar que estaba comprando la última barra de turrón de yema
quemada y que, al saborearla, mi memoria gustativa se esmeraba en preservar y
registrar con todo detalle la textura, la cremosidad y la suavidad de esa
experiencia sensorial en el paladar, el breve crujir del azúcar quemado deshaciéndose
en la boca, para luego poder evocarla en la medida de lo posible. Pero,
¿durante cuánto tiempo se puede recordar un sabor con intensidad, sin que se
nos escape de nuestra memoria, a salvo, imborrable, como el sabor del primer beso, para
poder patentarlo en el mapa gastronómico de las vivencias
de nuestra infancia? ¿Será cierto que todo pasa y que nada queda? Yo, ahora,
daría lo que fuese por volver a sentirlos…
(NOTA:
Los personajes que aparecen en este relato son todos ficticios, aunque están basados en la realidad.)
© Marta García Carrato-2016
Rótulo de la pastelería La Colmena, que estaba situada en Gran de Gràcia, 15 © minube.com |
Durante la Navidad, la pastelería La Colmena exhibía estos llamativos rótulos en los escaparates. © barcelonacafe.blogspot.com.es |
Unas hojas de papel de estraza cubren ahora las cristaleras. © La Vanguardia (J. Sancho)-2016 |
Rótulo característico de La Colmena durante las fechas navideñas. © barcelonacafe.blogspot.com.es |
Rótulo característico de La Colmena durante las fechas navideñas. © barcelonacafe.blogspot.com.es |
Los propietarios de La Colmena han colgado un cartel en la puerta para agradecer la fidelidad de los clientes. © La Vanguardia (J. Sancho)-2016 |
Bandejas de plástico que utilizaban en la pastelería La Colmena en los años setenta. © Marta García Carrato-2016 |
Envoltorio de papel de La Colmena. © Marta García Carrato-2016 |
Caja de turrón de La Colmena. © Marta García Carrato-2016 |
El olor que desprendía este turrón cuando abrías la caja era puro embeleso para los sentidos. © Marta García Carrato-2016 |
En este caso, sobran las palabras. © Marta García Carrato-2016 |
Que buen homenaje hiciste a la Pastelería La Colmena, escribiendo este post, hasta yo he sentido los olores que desprendían todo lo que has descrito. Que pena no poder probar ese turrón de yema...
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Yolanda. Me alegra mucho saber que he conseguido despertar tus sentidos con mi relato. Aquel turrón de crema era excelente. Fue una lástima que esa pastelería cerrara sus puertas.
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