miércoles, 6 de abril de 2016

Paisajes que se desmoronan

Otro paisaje que se desmorona: iba hoy andando por la calle Gran de Gràcia y, al pasar por la histórica pastelería La Colmena, he visto que el establecimiento ha cerrado definitivamente sus puertas al público después de más de cien años. Un enorme cartel de «Se alquila» anuncia que el local se encuentra disponible al mejor postor, es decir, a aquel que pueda pagar un alquiler que, en esa zona, ahora se ha revalorizado y se ha puesto al alcance de unos pocos privilegiados. He buscado en la ubicación de Google, y la tienda ya está registrada como «Cerrada permanentemente». Valga decir, para el que no lo sepa, que el obrador se halla al lado de los Jardinets de Gràcia y justo enfrente del emblemático edificio modernista, obra del arquitecto Lluís Domènec i Montaner, que alberga el hotel de lujo Casa Fuster. Los propietarios se han visto obligados a cerrar este comercio emblemático debido a la presión urbanística (por la futura extinción del contrato de renta antigua y porque el ayuntamiento les exigía hacer una reforma para actualizar las instalaciones). La Colmena forma parte indisoluble de mi infancia, ya que me crie en el barrio barcelonés de Gràcia y solía visitar el establecimiento con frecuencia. Esta mañana, sin poder remediarlo, me han venido a la mente tantas imágenes que he tenido que aferrarme a la escritura para volcar aquí todos esos recuerdos. Que sus propietarios hayan decidido echar el cierre al negocio centenario y de un modo tan repentino, es algo que me apena. Y esto no sólo me sucede en el caso de La Colmena, sino de todos aquellos comercios que tienen algún significado en mi vida, de un modo u otro, y que han cerrado después de tantos años de trayectoria (jugueterías, librerías, tiendas de discos…). Poco a poco, me van amputando pequeñas partes de mi niñez, y lo que antes se me representaba perpetuo, ahora se ha tornado del todo efímero. En ese mapa geográfico, cada vez son más los lugares que desaparecen, y los paisajes que configuraron mi infancia se acotan a marchas forzadas. Me entristece pensar que un día ya no se mantendrá en pie ninguno de esos escenarios, que parte de aquel mundo se habrá venido abajo, que se habrán perdido muchas piezas del puzle que componen mi vida; en definitiva, que cualquier vestigio de su existencia se habrá extinguido para siempre. Sólo me queda la posibilidad de poner a salvaguarda las imágenes que conservo en el reducto de mi memoria, en un compartimento estanco, antes de que ese mundo se desmorone, y congelar el tiempo como si de un hojaldre se tratara. Y esperar que todas estas percepciones nunca decidan marchar de allí hacia el territorio de la nada mientras trato de adaptarme a los cambios.

Cuando he visto la pastelería La Colmena cerrada, me he acordado inmediatamente de aquellos característicos rótulos del aparador, escritos a mano en vivos colores, que nos recordaban las tradiciones dulces del calendario local, y en los que podía leerse «Coca de chicharrones el Jueves Lardero», «Buñuelos de Cuaresma», «Hoy, Volante de San Cristóbal», «Mañana, crema de San José», «Especialidad en turrón de yema quemada» o «Roscón de Reyes». Todo eso ha desaparecido para siempre de sus escaparates. Tampoco queda ni rastro de los dibujos, hechos con pulso firme y mano diestra, de rosquillas, pasteles o de cocas de San Juan. Tan apetecibles los esbozaban y con tanta gracia mostraban esos reclamos en las vidrieras que casi te obligaban a entrar en la tienda, aun antes incluso de haber echado un ojo a los dulces auténticos que reposaban junto a las cajas de metal llenas de bombones y de galletas en las vitrinas, engalanadas siempre éstas con grandes manteles verdes de cuadritos vichy. Ahora, el panorama es bien distinto y desolador: unas hojas de papel de estraza basto y arrugado y unas cortinas tupidas cubren por completo las cristaleras. Resulta difícil creer que los pasteles y los brazos de gitano rellenos de nata y cubiertos de yema quemada, que eran artificiales y no comestibles —sí, eran de simulación, pura mentirijilla de poliestireno, tintura y betún— y que siempre estaban allí, ajenos al paso del tiempo, año tras año y festividad tras festividad, tal vez hayan acabado sus días en el contenedor de la basura y ya sólo pervivan en nuestro recuerdo.

Como esta pastelería centenaria había llegado a ser una auténtica institución en el barrio, los propietarios han colgado un cartel en la puerta, en el que agradecen la fidelidad a los clientes, incluidos aquellos que, de niños, la visitábamos con asiduidad los domingos, de la mano de nuestros padres. «Desde la pastelería La Colmena os queremos dar las gracias a todas y a todos por vuestra amistad y fidelidad, que nos ha permitido formar parte de vuestra vida durante cuatro generaciones. Ha sido un placer. Gracias por todo», reza el cartel. Si de algo nos acordamos los que fuimos pequeños hace unos años, es de los caramelos con los que nos obsequiaban los dependientes antes de salir de la tienda y que conservaban en enormes expositores de cristal. Yo contaba con cierta ventaja porque una vecina de mi calle, que se llamaba Juanita, trabajaba allí y, cuando nos despachaba ella, siempre tenía algún detalle extra conmigo. El aroma que desprendían aquellos caramelos artesanos de miel, romero, pino, anís, vainilla o eucalipto, que venían envueltos a mano y recubiertos en su peculiar y exclusivo papel blanco, era una perdición para los sentidos, tanto de mayores como de pequeños, y persistía en el aire durante un largo rato.

—¿Qué vas a ser de mayor? —me preguntaba Juanita, enfundada en su impecable delantal marrón abotonado hasta el cuello, ribeteado en blanco, desde el otro lado del mostrador.

—Pastelera —creo que le contestaba, porque yo tenía la facilidad de cambiar de oficio semana sí semana también, hasta que me dio la fiebre vocacional por el Periodismo.

—¡Qué cosas tienes! —se carcajeaba mi vecina dependienta—. ¡Una señorita no puede trabajar de noche en un obrador!

Yo apoyaba los codos en el mostrador de mármol blanco con la impertinencia y la curiosidad de un niño y me quedaba pensativa; por mi cabeza ya rondaba entonces la idea de que yo iba a ser lo que quisiera, pero como no formaba parte de mi personalidad el ser contestataria y me habían educado en la corrección, callaba, esbozaba una ligera sonrisa y me quedaba embelesada observando el modo tan peculiar que tenía Juanita de envolver los pasteles. Sí, porque ahora existen infinidad de envoltorios para presentar los productos (que si cajitas con ventana transparente para cupcakes o muffins 
—recubiertos de colorante verde de dudosa procedencia, por mucho que quieran hacernos creer que es de uso alimentario y que su ingesta no conlleva ningún riesgo para la salud, y una moda pasajera, a mi entender—, que si cintas metalizadas con macarons o llenas de corazones, que si bolsitas con los personajes de los dibujos animados que estén de moda en ese momento), un nuevo concepto de pastelería que nada tiene que ver con lo que se fabricaba entonces, que era lo tradicional. Juanita era una experta en aquel «packaging» tan rudimentario y elemental, y yo me deleitaba siguiéndola paso a paso en todas las fases del proceso, que iba desde que nos decidíamos por un pastel u otro hasta que éste estaba perfectamente envuelto y listo para llevárnoslo a casa. Seguro que Juanita la vendedora —que Dios la tenga en su gloria— habría sido ahora una famosa «youtuber» o algo por el estilo.

Primero, elegía el color de la bandeja de plástico, y que yo reciclaba luego para servir la merienda a las muñecas: verde, blanco, tal vez marrón, y en la que estaba impreso en relieve el logotipo y la dirección. Porque La Colmena, considerada entonces una pastelería de alto copete, podía permitirse ese lujo y no andarse con menudencias de cartonaje, como hacían otras de la competencia; además, aún no existían ni las platas ni los dorados de aluminio anonizado. Luego, Juanita colocaba una blonda redonda de blanco inmaculado, o de parafina, o de opalina calada, un estilo para cada ocasión. Con la ayuda de unas pinzas de acero inoxidable que manejaba con soltura, iba disponiendo los pastelillos surtidos, los palos helados de nata, los biscuits de la reina o lo que fuera menester, para protegerlos después con un papel fino encerado con el que revestía todo el conjunto delicadamente. A continuación, introducía los bordes de una tira estrecha de cartón en ambos lados de la bandeja y hacía girar la bobina de papel de envolver cortando con gran precisión el trozo necesario para rematar aquella obra de arte. El envoltorio nunca variaba pues era el distintivo de la casa: un papel de color blanco con el nombre y la dirección de la pastelería estampados en rojo, y el dibujo de una colmena llena de abejas que revoloteaban a su alrededor, a juego con las letras. A no ser que pidieras un brazo de gitano o una tarta especial, alta o alargada, o una mona de Pascua, con sus huevos grandes de chocolate, sus plumas y sus pollitos, antes de que éstos se fabricaran en la China. Porque entonces introducía el género directamente en una caja blanca de diseño austero y líneas rectangulares. Juanita ataba un cordelillo de color bermellón para finalizar el meticuloso procedimiento. Iba muy rápido y actuaba con agilidad, de la cantidad de veces que había ejecutado la misma operación, y yo me perdía indefectiblemente al llegar a este punto. Me parecía que algo de magia había en aquellas lazadas resistentes, homogéneas y bien ajustadas y en aquellos entrecruces de cuerda, para que el paquete no quedara atado con flojedad y no pudiera caerse por el camino. Mucho más que pericia tenían aquellas manos adiestradas que iban veloces cuando remataba todo el trabajo con un lazo perfecto, que completaba con unos tirabuzones con la ayuda de unas tijeras.

Juanita nos entregaba un pequeño papel en el que había anotado a mano el precio de los pasteles, que iban al peso.

—Pues, ahora, si son tan amables, mi compañero les cobrará —nos decía con una sonrisa en los labios, que siempre los llevaba pintados en rojo carmín.

No decía «mi compañero», esto me lo estoy inventando yo ahora, porque no consigo acordarme del nombre de aquel señor, creo que era el encargado, que estaba sólo para cobrar, siempre detrás de un diminuto cubículo de madera, al lado de la puerta. Sólo recuerdo que era gordinflón, y que parecía estar encastrado en aquel minúsculo cajetín, como formando parte del decorado. A diferencia del resto de los dependientes, que iban con un delantal amplio, aunque todos encorbatados por mucho calor que hiciese, él llevaba un traje de tonos oscuros, una camisa blanca y una corbata tan bien sujeta que parecía que se iba a ahogar debido a la presión que le ejercía el nudo. A veces, salía de su guarida haciendo un esfuerzo enorme para desencajar su cuerpo del habitáculo, pero únicamente para estrechar la mano de los mejores clientes, y entonces exhibía sin complejos un enorme barrigón que se movía al ritmo de sus carcajadas. Esta escena, no sé por qué, se me ha quedado grabada en mi memoria. Me acuerdo que, cuando hablaba, solía introducir las manos en los bolsillos del pantalón de pinzas, muy amplios a la altura de la cadera y estrechísimos en el tobillo, que eran los que estaban de moda en los años setenta, para lucir sus zapatos relucientes. Recuerdo que tenía el rostro rechoncho, que era de cejas pobladas y que llevaba el pelo peinado hacia atrás. Casi no se le veía la boca cuando hablaba porque se la tapaba un ancho bigote que por fuerza le debía de molestar a la hora de probar los dulces con azúcar lastre o los esponjados de merengue de distintos colores y sabores que de buen seguro se zampaba en el horno del obrador. En verano, cuando hacía mucho calor, y como todavía no existían los aires acondicionados, se quitaba la americana y se permitía la licencia de arremangarse la camisa, por debajo de los codos. Si Juanita tenía una agilidad innata para los nudos y los lazos, aquel hombre la tenía para contar los billetes y las monedillas (céntimos y pesetas), y para devolver el cambio aunque estuviera rezando el Padrenuestro a la vez. No recuerdo a nadie que agarrara las monedas y que fuera capaz de hablar y de contar a la velocidad de un meteoro como él. Aquellas manos enormes y pulidas parecían una prolongación de la caja registradora y realizaban todos los movimientos de manera mecánica y sin dilación. Habían sido creadas especialmente para coger la nota escrita a mano de Juanita y clavarla con firmeza en un gancho metálico donde se iban añadiendo todos los papeles que componían el conjunto de las ventas del día. Al encargado de la contabilidad se le tornaban los ojos más grandes y luminosos cada vez que destripaba y agujereaba un nuevo tique y añadía con habilidad el botín en aquel garfio cual tesoro de un pirata.

Cuando sonaba la campanita de la puerta que anunciaba que un nuevo cliente entraba en el establecimiento, casi parecía que aquellos ojos se le iban a salir de las órbitas; un resorte le hacía dejar todo lo que estuviese haciendo en aquel momento para girar la cabeza de inmediato y dar la bienvenida, por supuesto con una amplia sonrisa, perfectamente estudiada y repetitiva, al igual que el tono y la inflexión de la voz.

—¡Hombre, señor Jesús! ¡Adelante, ya tiene su encargo preparado! Enseguida le atenderá Juanita. ¡Un placer, señores! ¡Hasta otro día! 
—nos decía a mi padre y a mí, dando por finalizada nuestra visita en seco. Tal vez me he pasado en cuanto a pelotillero, porque esta respuesta es una invención mía y mi memoria no llega hasta el extremo de acordarse con exactitud de sus palabras, pero seguro que algo parecido nos contestaba porque era muy lisonjero y servicial con todos los clientes.

En la puerta, Juanita, o el dependiente de turno, nos estaba esperando para darnos el envoltorio con los pasteles y desearnos un buen día con una sonrisa pintada en los labios. No como ahora, que en algunas tiendas te devuelven el cambio y ni siquiera te miran a la cara.

El pasado mes de diciembre, cuando fui a la tienda a por los dulces navideños, nada me hacía presagiar que estaba comprando la última barra de turrón de yema quemada y que, al saborearla, mi memoria gustativa se esmeraba en preservar y registrar con todo detalle la textura, la cremosidad y la suavidad de esa experiencia sensorial en el paladar, el breve crujir del azúcar quemado deshaciéndose en la boca, para luego poder evocarla en la medida de lo posible. Pero, ¿durante cuánto tiempo se puede recordar un sabor con intensidad, sin que se nos escape de nuestra memoria, a salvo, imborrable, como el sabor del primer beso, para poder patentarlo en el mapa gastronómico de las vivencias de nuestra infancia? ¿Será cierto que todo pasa y que nada queda? Yo, ahora, daría lo que fuese por volver a sentirlos…

(NOTA: Los personajes que aparecen en este relato son todos ficticios, aunque están basados en la realidad.)


© Marta García Carrato-2016


Rótulo de la pastelería La Colmena,
 que estaba situada en Gran de Gràcia, 15
© minube.com
Durante la Navidad, la pastelería La Colmena
 exhibía estos llamativos rótulos en los escaparates.
© barcelonacafe.blogspot.com.es
Unas hojas de papel de estraza
 cubren ahora las cristaleras.
 
© La Vanguardia (J. Sancho)-2016
Rótulo característico de La Colmena
 durante las fechas navideñas.
© barcelonacafe.blogspot.com.es
Rótulo característico de La Colmena
 durante las fechas navideñas.
© barcelonacafe.blogspot.com.es
Los propietarios de La Colmena han colgado un cartel en la puerta
 para agradecer la fidelidad de los clientes.
© La Vanguardia (J. Sancho)-2016




Bandejas de plástico que utilizaban
 en la pastelería La Colmena en los años setenta.
© Marta García Carrato-2016

Envoltorio de papel de La Colmena.
© Marta García Carrato-2016

Caja de turrón de La Colmena.
© Marta García Carrato-2016

El olor que desprendía este turrón cuando abrías la caja
 era puro embeleso para los sentidos.
© Marta García Carrato-2016

En este caso, sobran las palabras.
© Marta García Carrato-2016





2 comentarios :

  1. Que buen homenaje hiciste a la Pastelería La Colmena, escribiendo este post, hasta yo he sentido los olores que desprendían todo lo que has descrito. Que pena no poder probar ese turrón de yema...

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  2. Gracias por tu comentario, Yolanda. Me alegra mucho saber que he conseguido despertar tus sentidos con mi relato. Aquel turrón de crema era excelente. Fue una lástima que esa pastelería cerrara sus puertas.

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