No culpo
a mis amigos de lo sucedido; yo soy la única responsable por hacerles caso y
seguir sus consejos al pie de la letra. Ellos me habían sugerido que despegara
el cartel después de cenar, que era una soberana tontería cargar con él durante
toda la noche. Porque aquel mamotreto seguro que debía de pesar lo suyo. Era
una amalgama de cola y de capas superpuestas de papel fosilizado que con el
tiempo había logrado adquirir una densidad semejante al cartón. Yo sabía que,
en realidad, mis amigos, como me apreciaban, no se atrevían a decirme que a
nadie en su sano juicio se le ocurriría arrancar un simple póster de una valla
publicitaria, a no ser que fuera un coleccionista de fetiches o un admirador friki, que eso
era lo que pensaban, aunque no me lo dijesen, y yo comenzaba a reunir algunas de esas
características.
Fue Ángel, precisamente, quien le echó el ojo, porque yo, de
noche, sólo veo lo que quiero y lo que me interesa, pero esto, por desgracia,
se me había pasado por alto. «¿No has dicho que vas a un
festival en el que actúan tus Pet
Shop Boys?», me había preguntado mi amigo, poniendo
todo el peso de la entonación de la frase en el pronombre posesivo y acentuando
éste con un tono irónico que no me pasó desapercibido pero que no me molestó. Después
del énfasis de sus palabras, me señaló con el dedo hacia el poste, y entonces
fue cuando vi el cartel. Enseguida me acerqué a la valla, que estaba a escasos
metros de distancia, impulsada por un resorte que me hizo acelerar el paso,
como si me jugara la vida en ello. Comprobé que la parte inferior del cartel se hallaba
ligeramente despegada, señal inequívoca de que alguien se me había adelantado
pero había abortado la maniobra. Tal vez porque había tratado de arrancarlo en hora punta y se había sentido observado, como un bicho raro entre rostros
impertérritos y anónimos que hallaban en los demás un fiel reflejo de sí mismos
y que no se atrevían a romper el molde de la monotonía en el que estaban
atrapados, entre cuerpos desconsolados que simplemente llevaban a rastras el
peso de la vida con sus pies y que deambulaban con la pretensión oculta de
encontrar un punto de locura en medio de tanta compostura. Tal vez porque había
sentido vergüenza de que lo pillaran in fraganti y había decidido abandonar una
causa que, de golpe, le había parecido insustancial. Tal vez porque no estaba
dispuesto a acarrear con aquella masa compacta de cuerpo excesivo. Tal vez
porque había preferido huir, espantado frente al hastío de la realidad doliente.
¿Acaso es delito desenganchar un póster de una valla? ¿Acaso te pueden demandar
los organizadores del evento o la agencia publicitaria? Era tal mi frenesí,
inmersa en mi micromundo, que ni siquiera reparé en estos detalles, que no son
nada nimios ahora que lo pienso, convencida como estaba en aquel momento de
haber hallado un tesoro. Pero mis amigos me animaron a posponer el robo del cartel y a dejar aquel numerito,
que les resultaba de lo más hilarante, para más tarde, ya entrada la madrugada.
Yo estaba obcecada en llevar a cabo mi objetivo y me costó atender a razones. Estoy
segura de que Ángel fue pasto de miradas inquisitorias del tipo «Anda, guapo, ya la has hecho buena avisándole a ésta de que has visto
el dichoso póster; ahora nos va a dar la noche». Y
aunque tenía mis reticencias a dejar el cartel solo y desamparado, no fuera que
alguien se me adelantara y lo desenganchara, nos fuimos todos a cenar, yo a
cenar y a dar la tabarra. Antes, me fijé en qué punto exacto de la calle estaba
situado el poste publicitario, y le hice unas cuantas fotos; debía tenerlo todo
bien controlado para ejecutar mi plan de manera exitosa al final de la noche.
¿Una
romana o una margarita? ¿Una cuatro estaciones o una caprichosa? Nunca una
carta de pizzas me había importado tan poco. Yo, en lo único que pensaba, era
en que el cartel siguiera en el mismo sitio en el que se había quedado. Mientras
estaba engullendo de manera atropellada aquella pizza humeante, mi mente no
hacía más que darle vueltas al asunto y me dediqué a pergeñar mi plan intercalando
risas y comentarios banales. Entre bocado y bocado, reparé en un detalle que
podía resultar dificultoso en la práctica: aunque andara con sumo cuidado al
despegar el cartel, tarde o temprano debería cortar el extremo superior, que es
el que ofrecía mayor dificultad al estar firmemente sujeto. Aproveché un
momento de despiste, cuando todos mis amigos parecían estar absortos en una
conversación sobre la conveniencia de ampliar los carriles bici en la ciudad, y
antes de que viniese el camarero a recoger los platos, escondí el cuchillo en
la servilleta de papel cochambrosa, sin vacilaciones, como el que no quiere la
cosa. En un movimiento rápido e improvisado, con esa seguridad y decisión que confiere
estar cometiendo un acto impúdico, cogí mi móvil, que tenía sobre la mesa, y,
con disimulo, lo metí en el bolso junto con el cubierto, que conservaba restos
de mozzarella y de tomate adheridos
al filo. Fue un hurto de lo más pueril, una acción inaudita que me dejó
sorprendida a mí misma. En otro momento, jamás se me hubiese pasado por la
cabeza cometer un acto tan vil; ahora, en cambio, lo veía como una gesta, un auténtico
acto heroico. A ese extremo ruin y mezquino podemos llegar las personas, que ya
es decir. Al margen de estos pensamientos, yo ya tenía en mi poder una
herramienta que me permitiría cortar con delicadeza y sin problemas por donde
fuera necesario. Me dio igual que se manchara de aceite el forro del bolso, eso
era lo de menos.
A la
salida de la pizzería, me encaminé junto a mis amigos hacia la calle donde
estaba el botín. A él lo vi venir de lejos, desde lo alto de la empinada
avenida. A mí me faltaban apenas unos metros para llegar al poste publicitario
hacia el que ambos nos dirigíamos. El muy borrachuzo se tambaleaba grácilmente.
Se aproximaba con ese andar característico que tienen todas las personas
beodas. El chico era francés, lo deduje porque los otros cuatro que lo
acompañaban, tan pasados de alcohol como él, hablaban en ese idioma. El guiri
fiestero, ataviado con cazadora de piel, bufanda y bermudas a principios del
mes de marzo, salía más o menos airoso en sus ejercicios de equilibrismo sobre
las baldosas. Avanzaba en zigzag por la acera, haciendo alarde ante el reducido
público, en igualdad de condiciones etílicas, de sus dotes de modelo. Sin duda,
se habría ganado los aplausos en una hipotética pasarela en la que se
promocionaran vinos en tetrabrik y bebercio de alta graduación. Pero después de
tan magistral lucimiento dado su estado de embriaguez, la exhibición terminó de
golpe. Y no porque aquel espectro estilizado con aspecto macilento y enfermizo trastabillara
y se diera de bruces contra el suelo (que eso es lo que podía haberle
sucedido), sino porque a mí me faltó decisión en el último momento, él se me
adelantó, y yo me quedé sin el objetivo que me había llevado hasta allí, que
era conseguir el póster de la valla.
El franchute anunció su llegada a la meta de un modo
tremebundo, con unos breves y escandalosos bramidos que parecían emerger de lo
más profundo de sus entrañas y que acompañó de unos elocuentes y acompasados
espasmos. Aquello sólo podía vaticinar un final. Permaneció agazapado junto a
la valla durante unos instantes que se eternizaron mientras yo contemplaba los
hechos con impotencia. Tras varias arcadas, sintió unas bascas incontrolables y
vomitó todos aquellos pestilentes jugos gástricos y otras pequeñas sustancias
sólidas de difícil definición que el estómago no había sido capaz de digerir.
El destino quiso que el póster quedara impregnado de aquella ligera lluvia
agria y adquirió una nueva tonalidad, con puntitos anaranjados y rojizos en
relieve. Todo él se convirtió en un repugnante salpicón de vómitos, lo que le
confirió un toque artístico único dando al traste con todas mis expectativas y
arruinando tan codiciada pieza.
Debí contar
hasta diez, hasta veinte, o hasta cincuenta, para no mostrar mi ira ante el
desastre del que acababa de ser testigo, y no tuve otro remedio que decirle
adiós al objeto de mi deseo, que terminó impregnado con los efluvios de alcohol
que rubricó aquel malhechor, un borrachuzo de tres al cuarto que se quedó bien
descansado después de echar las papas encima de los Pet Shop Boys (¡menuda herejía!
¡qué tropelía!). Puede que a estas alturas del relato el francés todavía siga agarrado
al poste como una lagartija de papel maché, temeroso de darse a la fuga por si
se encuentra a algún pethead enfadado.
Puede que del póster sólo quede un vestigio, una ligera huella, aunque lo más
probable es que ya no quede ni rastro y que se halle sepultado entre otros
anuncios. Pero, quién sabe ya nada, si de todo aquello sólo resta la mera
anécdota, sólo queda el recuerdo de una ilusión fugaz que se desvaneció entre
las sombras de la noche y el eco de las voces de mis amigos que se tronchaban
de risa y me animaban a llevarme el cartel con aquel sello francés, sin duda
exclusivo.
© Marta García Carrato-2017
© Marta García Carrato-2017 |
© Marta García Carrato-2017 |
Hola Marta, me he sentido muy identificado al leer este post. Me ha hecho pensar en el número de veces que hemos tenido "esa" oportunidad delante de nuestras propias narices y por miedo, por el que dirán o por falta de medios, se han esfumado sin dejar rastro. Me ha hecho pensar mucho tu texto. Y ya que estamos hablando de PSB, hace poco que perdí un cd que pusieron a la venta en su página web por una situación parecida. He de confesarte que el post lo leí la misma madrugada del 14 de marzo gracias al insomnio, pero es ahora cuando he podido escribirte estas líneas y me doy cuenta de la intensidad del mismo por que mientras lo recuerdo para escribirte, me da la impresión de haber estado en esa pizzería y haber sido complice tuyo mientras escondías esa genial arma homicida, jajajaja. Me ha divertido mucho leerlo. Te deseo un gran día y gracias por compartir tus experiencias. :-)
ResponderEliminarGracias, Fernando, por tus palabras y por haber leído mi relato. Me alegra enormemente saber que mi texto te ha hecho reflexionar. Un fuerte abrazo.
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