lunes, 13 de marzo de 2017

El póster

No culpo a mis amigos de lo sucedido; yo soy la única responsable por hacerles caso y seguir sus consejos al pie de la letra. Ellos me habían sugerido que despegara el cartel después de cenar, que era una soberana tontería cargar con él durante toda la noche. Porque aquel mamotreto seguro que debía de pesar lo suyo. Era una amalgama de cola y de capas superpuestas de papel fosilizado que con el tiempo había logrado adquirir una densidad semejante al cartón. Yo sabía que, en realidad, mis amigos, como me apreciaban, no se atrevían a decirme que a nadie en su sano juicio se le ocurriría arrancar un simple póster de una valla publicitaria, a no ser que fuera un coleccionista de fetiches o un admirador friki, que eso era lo que pensaban, aunque no me lo dijesen, y yo comenzaba a reunir algunas de esas características.

Fue Ángel, precisamente, quien le echó el ojo, porque yo, de noche, sólo veo lo que quiero y lo que me interesa, pero esto, por desgracia, se me había pasado por alto. «¿No has dicho que vas a un festival en el que actúan tus Pet Shop Boys?», me había preguntado mi amigo, poniendo todo el peso de la entonación de la frase en el pronombre posesivo y acentuando éste con un tono irónico que no me pasó desapercibido pero que no me molestó. Después del énfasis de sus palabras, me señaló con el dedo hacia el poste, y entonces fue cuando vi el cartel. Enseguida me acerqué a la valla, que estaba a escasos metros de distancia, impulsada por un resorte que me hizo acelerar el paso, como si me jugara la vida en ello. Comprobé que la parte inferior del cartel se hallaba ligeramente despegada, señal inequívoca de que alguien se me había adelantado pero había abortado la maniobra. Tal vez porque había tratado de arrancarlo en hora punta y se había sentido observado, como un bicho raro entre rostros impertérritos y anónimos que hallaban en los demás un fiel reflejo de sí mismos y que no se atrevían a romper el molde de la monotonía en el que estaban atrapados, entre cuerpos desconsolados que simplemente llevaban a rastras el peso de la vida con sus pies y que deambulaban con la pretensión oculta de encontrar un punto de locura en medio de tanta compostura. Tal vez porque había sentido vergüenza de que lo pillaran in fraganti y había decidido abandonar una causa que, de golpe, le había parecido insustancial. Tal vez porque no estaba dispuesto a acarrear con aquella masa compacta de cuerpo excesivo. Tal vez porque había preferido huir, espantado frente al hastío de la realidad doliente. ¿Acaso es delito desenganchar un póster de una valla? ¿Acaso te pueden demandar los organizadores del evento o la agencia publicitaria? Era tal mi frenesí, inmersa en mi micromundo, que ni siquiera reparé en estos detalles, que no son nada nimios ahora que lo pienso, convencida como estaba en aquel momento de haber hallado un tesoro. Pero mis amigos me animaron a posponer el robo del cartel y a dejar aquel numerito, que les resultaba de lo más hilarante, para más tarde, ya entrada la madrugada. Yo estaba obcecada en llevar a cabo mi objetivo y me costó atender a razones. Estoy segura de que Ángel fue pasto de miradas inquisitorias del tipo «Anda, guapo, ya la has hecho buena avisándole a ésta de que has visto el dichoso póster; ahora nos va a dar la noche». Y aunque tenía mis reticencias a dejar el cartel solo y desamparado, no fuera que alguien se me adelantara y lo desenganchara, nos fuimos todos a cenar, yo a cenar y a dar la tabarra. Antes, me fijé en qué punto exacto de la calle estaba situado el poste publicitario, y le hice unas cuantas fotos; debía tenerlo todo bien controlado para ejecutar mi plan de manera exitosa al final de la noche.

¿Una romana o una margarita? ¿Una cuatro estaciones o una caprichosa? Nunca una carta de pizzas me había importado tan poco. Yo, en lo único que pensaba, era en que el cartel siguiera en el mismo sitio en el que se había quedado. Mientras estaba engullendo de manera atropellada aquella pizza humeante, mi mente no hacía más que darle vueltas al asunto y me dediqué a pergeñar mi plan intercalando risas y comentarios banales. Entre bocado y bocado, reparé en un detalle que podía resultar dificultoso en la práctica: aunque andara con sumo cuidado al despegar el cartel, tarde o temprano debería cortar el extremo superior, que es el que ofrecía mayor dificultad al estar firmemente sujeto. Aproveché un momento de despiste, cuando todos mis amigos parecían estar absortos en una conversación sobre la conveniencia de ampliar los carriles bici en la ciudad, y antes de que viniese el camarero a recoger los platos, escondí el cuchillo en la servilleta de papel cochambrosa, sin vacilaciones, como el que no quiere la cosa. En un movimiento rápido e improvisado, con esa seguridad y decisión que confiere estar cometiendo un acto impúdico, cogí mi móvil, que tenía sobre la mesa, y, con disimulo, lo metí en el bolso junto con el cubierto, que conservaba restos de mozzarella y de tomate adheridos al filo. Fue un hurto de lo más pueril, una acción inaudita que me dejó sorprendida a mí misma. En otro momento, jamás se me hubiese pasado por la cabeza cometer un acto tan vil; ahora, en cambio, lo veía como una gesta, un auténtico acto heroico. A ese extremo ruin y mezquino podemos llegar las personas, que ya es decir. Al margen de estos pensamientos, yo ya tenía en mi poder una herramienta que me permitiría cortar con delicadeza y sin problemas por donde fuera necesario. Me dio igual que se manchara de aceite el forro del bolso, eso era lo de menos.

A la salida de la pizzería, me encaminé junto a mis amigos hacia la calle donde estaba el botín. A él lo vi venir de lejos, desde lo alto de la empinada avenida. A mí me faltaban apenas unos metros para llegar al poste publicitario hacia el que ambos nos dirigíamos. El muy borrachuzo se tambaleaba grácilmente. Se aproximaba con ese andar característico que tienen todas las personas beodas. El chico era francés, lo deduje porque los otros cuatro que lo acompañaban, tan pasados de alcohol como él, hablaban en ese idioma. El guiri fiestero, ataviado con cazadora de piel, bufanda y bermudas a principios del mes de marzo, salía más o menos airoso en sus ejercicios de equilibrismo sobre las baldosas. Avanzaba en zigzag por la acera, haciendo alarde ante el reducido público, en igualdad de condiciones etílicas, de sus dotes de modelo. Sin duda, se habría ganado los aplausos en una hipotética pasarela en la que se promocionaran vinos en tetrabrik y bebercio de alta graduación. Pero después de tan magistral lucimiento dado su estado de embriaguez, la exhibición terminó de golpe. Y no porque aquel espectro estilizado con aspecto macilento y enfermizo trastabillara y se diera de bruces contra el suelo (que eso es lo que podía haberle sucedido), sino porque a mí me faltó decisión en el último momento, él se me adelantó, y yo me quedé sin el objetivo que me había llevado hasta allí, que era conseguir el póster de la valla.

El franchute anunció su llegada a la meta de un modo tremebundo, con unos breves y escandalosos bramidos que parecían emerger de lo más profundo de sus entrañas y que acompañó de unos elocuentes y acompasados espasmos. Aquello sólo podía vaticinar un final. Permaneció agazapado junto a la valla durante unos instantes que se eternizaron mientras yo contemplaba los hechos con impotencia. Tras varias arcadas, sintió unas bascas incontrolables y vomitó todos aquellos pestilentes jugos gástricos y otras pequeñas sustancias sólidas de difícil definición que el estómago no había sido capaz de digerir. El destino quiso que el póster quedara impregnado de aquella ligera lluvia agria y adquirió una nueva tonalidad, con puntitos anaranjados y rojizos en relieve. Todo él se convirtió en un repugnante salpicón de vómitos, lo que le confirió un toque artístico único dando al traste con todas mis expectativas y arruinando tan codiciada pieza.

Debí contar hasta diez, hasta veinte, o hasta cincuenta, para no mostrar mi ira ante el desastre del que acababa de ser testigo, y no tuve otro remedio que decirle adiós al objeto de mi deseo, que terminó impregnado con los efluvios de alcohol que rubricó aquel malhechor, un borrachuzo de tres al cuarto que se quedó bien descansado después de echar las papas encima de los Pet Shop Boys (¡menuda herejía! ¡qué tropelía!). Puede que a estas alturas del relato el francés todavía siga agarrado al poste como una lagartija de papel maché, temeroso de darse a la fuga por si se encuentra a algún pethead enfadado. Puede que del póster sólo quede un vestigio, una ligera huella, aunque lo más probable es que ya no quede ni rastro y que se halle sepultado entre otros anuncios. Pero, quién sabe ya nada, si de todo aquello sólo resta la mera anécdota, sólo queda el recuerdo de una ilusión fugaz que se desvaneció entre las sombras de la noche y el eco de las voces de mis amigos que se tronchaban de risa y me animaban a llevarme el cartel con aquel sello francés, sin duda exclusivo.

© Marta García Carrato-2017



© Marta García Carrato-2017

© Marta García Carrato-2017

2 comentarios :

  1. Hola Marta, me he sentido muy identificado al leer este post. Me ha hecho pensar en el número de veces que hemos tenido "esa" oportunidad delante de nuestras propias narices y por miedo, por el que dirán o por falta de medios, se han esfumado sin dejar rastro. Me ha hecho pensar mucho tu texto. Y ya que estamos hablando de PSB, hace poco que perdí un cd que pusieron a la venta en su página web por una situación parecida. He de confesarte que el post lo leí la misma madrugada del 14 de marzo gracias al insomnio, pero es ahora cuando he podido escribirte estas líneas y me doy cuenta de la intensidad del mismo por que mientras lo recuerdo para escribirte, me da la impresión de haber estado en esa pizzería y haber sido complice tuyo mientras escondías esa genial arma homicida, jajajaja. Me ha divertido mucho leerlo. Te deseo un gran día y gracias por compartir tus experiencias. :-)

    ResponderEliminar
  2. Gracias, Fernando, por tus palabras y por haber leído mi relato. Me alegra enormemente saber que mi texto te ha hecho reflexionar. Un fuerte abrazo.

    ResponderEliminar