martes, 2 de octubre de 2018

La ola de calor en la playa


Ayer no era un domingo normal y corriente, aunque fuera el primer domingo de agosto. Ayer era un domingo tórrido y asfixiante, en plena ola de calor, soplaba una ligera tramontana que parecía una tormenta de fuego expandiéndose y, por ese motivo, la playa que suelo frecuentar estaba asombrosamente despejada. La gente buscaba un alivio frente a la insoportable sensación de bochorno y permanecía refugiada dentro de sus casas, al amparo del aire acondicionado. La barrera formada por la sucesión de toallas que otros días festivos obstruye el acceso a la primera línea, quedaba interrumpida y permitía llegar a la orilla sin necesidad de bordearlas, de hacer equilibrios en la arena o de pisarlas sin contemplaciones.
Me instalé donde me dio la gana y después de colocar todos los bártulos playeros con algo de dificultad por culpa de ese viento pertinaz que suele estar presente, día sí día no, en la Costa Brava, me fui directa a darme un chapuzón en un agua que estaba nítida, cristalina y que invitaba a prolongar el baño durante horas.
Cuando me tumbé al sol, decidí saltarme el ritual de enfrascarme con las cremas de protección porque la arena fina te abofeteaba en sacudidas, se te enganchaba al cuerpo, que enseguida reaccionaba y se mostraba sudoroso, y no tenía ganas de acabar rebozada como una croqueta. No recuerdo haber hecho tantas visitas al agua en toda mi vida. No recuerdo tampoco que la toalla terminara tan mojada como terminó ayer.
Esta playa que yo frecuento es una playa donde se hacen grupitos. La gente suele colocar sus sillones, sombrillas, neveras e hinchables en corrillos muy juntos entre ellos y paralelos al mar (en el caso de los grupos formados por familias), o en círculos, a poder ser, algo aislados (en el caso de los grupos de adolescentes y jóvenes). Como la mayoría se conocen, cada día se organizan tertulias improvisadas y se habla mucho, muchísimo. Cualquiera que los viera, diría que van a la playa expresamente a hablar y no a tomar el sol, a bañarse, a relajarse, a estar tranquilos mientras se observa el mar y el horizonte, en lontananza, y se ponen algunos pensamientos en remojo.
Ayer, los pocos grupitos organizados se trasladaron de lugar y cambiaron el hábito de sus costumbres. Los tertulianos semienterraron sus pies en la orilla, para estar más frescos, algunos se adentraron un poco más y se sumergieron hasta la cintura. Otros decidieron nadar en grupo y llegar hasta las boyas, aprovechando la quietud de las aguas; movían muy despacio los brazos y permanecían protegidos y encubiertos con sus grandes gafas de sol y sus gorras de visera bien ajustadas para que no se las llevara el viento, sin sumergir sus cabezas para poder seguir conversando, como si dieran un paseo tranquilo por el mar, sólo interrumpido por el aviso de algunas pequeñas embarcaciones que se aproximaban y les recordaban que estaban invadiendo sus dominios, aunque en esta playa balizada desde siempre han convivido los bañistas y los navegantes sin apenas conflictos.
Por eso ayer fue un domingo atípico, porque yo percibía el rescoldo de sus voces, que crepitaban mucho más distantes, en la lejanía, aunque, como el sonido viaja en línea recta, de tanto en tanto podía entender algo de sus conversaciones, sin necesidad de prestar atención. Los tertulianos seguían con los mismos temas y hacían planes para estas vacaciones.

© Marta García Carrato-2018

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