Ayer no era un domingo normal y corriente, aunque fuera el
primer domingo de agosto. Ayer era un domingo tórrido y asfixiante, en plena
ola de calor, soplaba una ligera tramontana que parecía una tormenta de fuego expandiéndose
y, por ese motivo, la playa que suelo frecuentar estaba asombrosamente
despejada. La gente buscaba un alivio frente a la insoportable sensación de
bochorno y permanecía refugiada dentro de sus casas, al amparo del aire
acondicionado. La barrera formada por la sucesión de toallas que otros días
festivos obstruye el acceso a la primera línea, quedaba interrumpida y permitía
llegar a la orilla sin necesidad de bordearlas, de hacer equilibrios en la
arena o de pisarlas sin contemplaciones.
Me instalé donde me dio la gana y después de colocar todos
los bártulos playeros con algo de dificultad por culpa de ese viento pertinaz
que suele estar presente, día sí día no, en la Costa Brava, me fui directa a
darme un chapuzón en un agua que estaba nítida, cristalina y que invitaba a
prolongar el baño durante horas.
Cuando me tumbé al sol, decidí saltarme el ritual de
enfrascarme con las cremas de protección porque la arena fina te abofeteaba en
sacudidas, se te enganchaba al cuerpo, que enseguida reaccionaba y se mostraba
sudoroso, y no tenía ganas de acabar rebozada como una croqueta. No recuerdo
haber hecho tantas visitas al agua en toda mi vida. No recuerdo tampoco que la
toalla terminara tan mojada como terminó ayer.
Esta playa que yo frecuento es una playa donde se hacen
grupitos. La gente suele colocar sus sillones, sombrillas, neveras e hinchables
en corrillos muy juntos entre ellos y paralelos al mar (en el caso de los
grupos formados por familias), o en círculos, a poder ser, algo aislados (en el
caso de los grupos de adolescentes y jóvenes). Como la mayoría se conocen, cada
día se organizan tertulias improvisadas y se habla mucho, muchísimo. Cualquiera
que los viera, diría que van a la playa expresamente a hablar y no a tomar el
sol, a bañarse, a relajarse, a estar tranquilos mientras se observa el mar y el
horizonte, en lontananza, y se ponen algunos pensamientos en remojo.
Ayer, los
pocos grupitos organizados se trasladaron de lugar y cambiaron el hábito de sus
costumbres. Los tertulianos semienterraron sus pies en la orilla, para estar
más frescos, algunos se adentraron un poco más y se sumergieron hasta la
cintura. Otros decidieron nadar en grupo y llegar hasta las boyas, aprovechando
la quietud de las aguas; movían muy despacio los brazos y permanecían
protegidos y encubiertos con sus grandes gafas de sol y sus gorras de visera
bien ajustadas para que no se las llevara el viento, sin sumergir sus cabezas
para poder seguir conversando, como si dieran un paseo tranquilo por el mar,
sólo interrumpido por el aviso de algunas pequeñas embarcaciones que se
aproximaban y les recordaban que estaban invadiendo sus dominios, aunque en
esta playa balizada desde siempre han convivido los bañistas y los navegantes
sin apenas conflictos.
Por eso ayer fue un domingo atípico, porque yo percibía el
rescoldo de sus voces, que crepitaban mucho más distantes, en la lejanía,
aunque, como el sonido viaja en línea recta, de tanto en tanto podía entender
algo de sus conversaciones, sin necesidad de prestar atención. Los tertulianos
seguían con los mismos temas y hacían planes para estas vacaciones.
© Marta García Carrato-2018
© Marta García Carrato-2018
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