Hacía
tiempo que no me subía al autobús de esa línea, pero, como tenía que realizar
unas gestiones por el centro y era el que mejor me iba para llegar hasta esa
zona, he vuelto a utilizarlo. Enseguida he reconocido al conductor con el que había
coincidido en esa ruta en otras ocasiones y algunos rostros que me resultaban
familiares. Al ser inicio casi de trayecto, había muchos asientos libres, así
que he elegido uno de las últimas filas, junto a la ventana, para poder leer
con mayor comodidad y evitar que nadie pudiera pedirme, por favor o sin favor,
pasar al asiento contiguo. Pero, tan sólo unas cuantas paradas más, cuando he
levantado un momento la vista del libro, he comprobado que ya se había llenado
de viajeros.
Aproximadamente
a la mitad de mi recorrido, el autobús ha sido invadido por un ejército de
inspectores, tal vez la brigada municipal al completo, que han subido repartidos
por las tres puertas de acceso con el objetivo de pillarnos a todos por
sorpresa. Los pasajeros no hemos podido hacer otra cosa que resignarnos, obedientes,
y comportarnos como el que debe dar la bienvenida a una visita intimidatoria e
intempestiva que no espera. No había posibilidad alguna de escapatoria frente a
la trampa que nos habían tendido. Después de darnos los buenos días como voces
robóticas que han sonado casi al unísono, ávidos de poner en práctica sus
habilidades antifraude, los revisores han iniciado su misión; parecían
androides fabricados con placas soldadas y circuitos integrados que imitaran
por sus gestos las acciones humanas. Se esforzaban en esbozar sonrisas aprendidas
a fuerza de ejercitarlas y en demostrar sus buenas dotes y exquisitos modales
en público. Sin perder tiempo, los revisores han comenzado a pedir los billetes
a todo el pasaje. Actuaban como robots inteligentes, compinchados entre ellos, distribuida
su labor por sectores, sabedores de la eficacia de ese reparto cuyo objetivo no
era más que aumentar la comodidad de los usuarios. Iban debidamente uniformados
y exhibiendo con orgullo una acreditación que llevaban sujeta a sus finas chaquetas
de color granate, que hacían servir de escudo frente al ataque del aire
acondicionado que, en plena canícula, algunos conductores ponen a tope. Se
movían por el autobús con la facilidad de un funambulista, dotados con pies de
alta adherencia a prueba de examen; no necesitaban barras de sujeción complementarias
para no perder el equilibrio ni en las curvas más cerradas ni en los frenazos
más bruscos.
Mi
concentración se ha ido al traste sin contemplaciones y me he visto obligada a cumplir
los mandatos de la cohorte de controladores que han conseguido abortar de golpe
mi plan de lectura. En apenas unos segundos, sin dilación, he tenido que
ejecutar por estricto orden las siguientes operaciones mecánicas rutinarias:
colocar el marcapáginas antes de cerrar el libro, guardar el lápiz que utilizo
para subrayar dentro del bolso para evitar el más que posible accidente de que
se me cayera de la mano debido a mi torpeza y que se fuera rodando por el
pasillo, introducir el libro en la bolsa de plástico que uso para que no se
roce demasiado al trastear el bolso, meter la bolsa en el departamento
correspondiente, abrir la cremallera de uno de los laterales donde llevo el
tarjetero con los abonos de metro y autobús (la tarjeta en curso en el lado
derecho; una nueva, porque soy previsora, en el izquierdo; y, en ocasiones, la
última agotada, que conservo hasta que me acuerdo de tirarla), extraer la tarjeta
solicitada y sostenerla en la mano, y, por último, esperar a que me tocara el
turno para que uno de los inspectores comprobara que yo era una viajera
responsable y que no me había colado en el autobús.
Conforme
han ido avanzando por el pasillo, los autómatas se han ido humanizando a mis
ojos y, por fin, ante mí, se ha plantado un hombre canoso que rondaría los
cincuenta años de cuya fisonomía no destacaba nada en concreto. Uno más entre
el mosaico de caras que componían mi paisaje visual en ese momento. He
percibido la mirada inquisitiva, escrutadora y atenta del que tiene poco tiempo
para memorizar unos rasgos y comprobar los usos fraudulentos de las tarjetas. Ha
pronunciado la frase que le había escuchado decir repetidamente antes: «¿Me permite su billete, por favor?». Aunque
sobraban las palabras y no había que ser muy listo para entender cuáles eran sus
propósitos, lo ha dicho alto y claro, vocalizando y pronunciando meticulosamente
todas las sílabas para que yo le entendiese, para que no hubiese posibilidad de
error de comprensión, dándole a la oración la entonación final de la
interrogación antes de someter mi título de transporte a la prueba del detector
de mentiras. Pero, como en determinadas situaciones parece que la lógica no
funciona, yo se lo he dado sin atreverme siquiera a balbucear ese simple «por supuesto» que él tal vez presuponía, sin
oponer resistencia, aunque con ese pequeño punto de rebeldía que denotan
ciertos silencios. No me he atrevido a sostenerle la mirada, sólo de soslayo, no
fuera a considerar una infundada desobediencia por mi parte. Una, que ha vivido
esta misma situación otras veces, llegado el momento siempre tiene un cierto temor
de no pasar el exhaustivo examen, de que justo esa tarjeta haya salido
defectuosa, de que suene un incómodo pitido delator, de que todas esas miradas
que parecen o se hacen las distraídas me elijan a mí como punto de focalización
tras la alarma.
El
revisor enseguida se ha cerciorado de que yo no le suponía desafío alguno, que
yo no jugaba con la picaresca, que yo no le engañaba con esas prácticas
ilegales tan habituales que consisten en viajar con un título de transporte que
no se corresponde con las características de mi perfil de usuario (trabajadores
en activo que usan tarjetas rosa de jubilados, adultos que van con billetes
para niños), en definitiva, que yo pertenecía al grupo de personas que
facilitan un trabajo tan arduo y meticuloso como el suyo. Seguro que ya hacía
rato que me había visto con el pase preparado en la mano para economizar su
preciado tiempo, siempre contabilizado entre parada y parada; al contrario que otros
usuarios, que se hacen los despistados o los cortos de entendederas para
escaquearse y ante los que él, no se explica por qué, pasa desapercibido, como
si en el curso que imparte la compañía le hubiesen aleccionado a hacer notar su
presencia con magistral disimulo, a quedarse agazapado en un rincón y aparecer de
pronto, desde la nada, con un tachán de mago, ante los individuos distraídos.
Qué difícil, pesada y expuesta debe de ser esa tarea de la inspección. No hay
que tomárselo a broma, porque se han dado casos de insultos y provocaciones,
incluso casos extremos de agresiones por parte de pasajeros cuando los
revisores les exigieron que pagaran el importe de sus billetes y que acabaron
en juicio y penas de cárcel por delito a la autoridad del transporte. Sin
embargo, el interventor que yo tenía delante en esta mañana calurosa, sabía que
estaba a bordo de una línea poco conflictiva y que no peligraba su integridad
física; sólo quería que le demostrara que era una usuaria responsable para
evitarme el mal trago de tener que añadir mi nombre a su lista negra. Me he
quedado con las ganas de preguntarle si acaso me veía cara de no pagar, pero no
valía la pena alargar la escena, concentrada como estaba en sus dedos finos y
ágiles, acostumbrados a realizar la misma operación repetidas veces a lo largo
de su jornada laboral. He pensado que el pobre hombre debía de terminar exhausto
por el número de tarjetas que tendría que comprobar diariamente. No se ha fiado
de las pistas que le ofrecía mi aspecto exterior y, como yo no iba a ser una
excepción al resto de pasajeros, ha decidido pasar la banda magnética de mi
tarjeta por el lector. Y aunque le he entregado el pase con la mano algo
trémula, pero por el rato que hacía que lo sujetaba, por fin ha comprobado con
el detector que yo estaba en lo cierto, que no le engañaba, que gracias a
usuarios como yo su sueldo y su jubilación estaban asegurados; me ha sonreído
por la paciencia que le he demostrado, me ha dado las gracias como el que da la
absolución, orgulloso de su eficacia, mayestático por el poder supremo que le
otorga su rango de agente de la autoridad, de máximo sacerdotiso en el
transporte y, a continuación, me ha devuelto la tarjeta, puede usted seguir su
trayecto tranquila, puede ir en paz, y se ha marchado a incordiar a otros
fieles. En la despedida, apenas ha habido contacto visual porque nuestras
miradas estaban concentradas, como imantadas en el dispositivo.
Tengo
comprobado que siempre que suben los inspectores al autobús se produce un
cierto revuelo. Hay viajeros que están deseosos de asistir a ese espectáculo
gratuito que consiste en ver que alguien se ha olvidado de pasar por la
canceladora de billetes magnéticos para validar el viaje y que se esmera en dar
todas las explicaciones que le vienen a la cabeza en ese momento para evitar
ser multado; es la exhibición del servilismo en grado sumo. Mentiras piadosas
que surgen de sus bocas en forma de discurso elaborado, aunque sean poco
creíbles. Esos mirones de turno llevan incorporado un sensor especial que les
sirve de radar para distinguir cualquier rumor discordante de entre los sonidos
propios del tráfico, como cláxones, tubos de escape y frenazos; de entre los sonidos
propios del autobús, como el motor, el compresor de aire acondicionado, las
señales acústicas de anuncio de paradas; de entre los sonidos propios de los
viajeros, como la exclamación de «¡Puerta!», los mensajes de whatsap, las ligeras toses nerviosas o las toses
estentóreas y desgarradoras sintomáticas de resfriados debidos a cambios
bruscos de temperatura, tan propios de esta época estival. Es un público que suele
experimentar un gran placer al contemplar la escena, que, por regla general,
tiene siempre un mismo final, porque, aunque se puede tener toda la imaginación
del mundo habida y por haber para encontrar la mejor excusa y echarle morro al
asunto, en la práctica casi nunca cuela ninguna estrategia y el revisor acaba
por mostrarse inflexible y extender una multa con el fervor de quien hace una
obra piadosa. Una de las reglas principales del oficio de inspector es tener
claro de antemano que no se va a aceptar ni a dar por válida ninguna excusa y
que él siempre va a salir ganando. Ya puede rogarle y suplicarle su clemencia el
súbdito afectado, agotar hasta la más mínima posibilidad de redención,
preguntarle con resignación de siervo pecador si se puede recurrir, que él
actuará con la potestad que le otorga su magnificencia de autoridad papal del
transporte, gozoso del poder que ejerce. El pago es la única penitencia posible,
aunque puedan considerarse los atenuantes en contadísimos casos. A ver, dígame
su nombre y su dirección, pero ya puede tomar nota de esos apellidos de difícil
escritura que exigen ser deletreados que él no puede hacer nada ante los
multados con menos escrúpulos que dan una identidad y una dirección falsas para
salir airosos del trance, y tararí que te vi.
Después
de la visita del inspector, he decidido que no merecía la pena seguir leyendo
porque tenía que volver a acometer las mismas acciones mecánicas de antes pero
a la inversa y sólo faltaban unas cuantas paradas para bajarme del autobús, así
que me he dedicado a seguir observándolos. Los de la brigada inquisitoria se
movían con rapidez y soltura por el vehículo, aunque éste iba abarrotado, y en
apenas el recorrido de una parada ya habían controlado a todo el pasaje. Me he
preguntado si no se tiene que nacer con un don especial para ser revisor porque
sus cuerpos, ágiles y flexibles, deben tener la elasticidad necesaria que los
capacite para deslizarse por pasillos llenos de viajeros, por muy opulentos que
éstos sean, por mucho que alguien se empeñe en obstaculizar su paso, y acceder
a cualquier rincón inexplorado aún. Sus brazos deben estar dotados de un
resorte que les permita estirarse al máximo, incluso en autobuses articulados.
En apenas unos minutos, nos han demostrado que formaban un equipo entrenado y
que, en la práctica, funcionaban con una increíble sincronización al terminar
casi todos a la vez. El que ha finalizado primero la tarea y se ha adelantado a
sus compañeros, se ha dirigido hacia el conductor, que iba escuchando la radio,
abstraído en sus pensamientos, y le ha dado palique. Siempre hay temas de
conversación entre ellos que sirven para desconectar aunque estén en acto de
servicio: resultados de fútbol, cambios en los nuevos ejes verticales y
horizontales de autobuses, modificaciones en los recorridos, anécdotas curiosas
sobre algún viajero, retrasos en el itinerario, turnos en días festivos… Pocos
se atreverían a acusarlos de distraer al conductor con el riesgo que conlleva,
a ver quién es el guapo que les dice que están infringiendo las ordenanzas. Se
han despedido con un formulismo que se repite siempre en todos los trayectos: «Buen servicio, compañero». Y hasta la próxima.
Pero
uno de los revisores se ha quedado algo rezagado en el grupo. Alguien situado
en el asiento que yo tenía detrás le ha comentado que muchos de los extranjeros
que suben a esa línea, muy frecuentada por turistas al enlazar el centro con
una de las zonas desde donde se obtienen las mejores vistas de la ciudad, suelen
acceder al autobús por la puerta del medio y así no pagan billete. «Pero lo hacen porque ignoran las normas; además, sólo podemos multar a
los nativos», le ha contestado el inspector,
con la seguridad propia del que habla con conocimiento de causa, con el poder
que tiene el jefe supremo que se cree sabedor de una ley absoluta y válida
universalmente. La voz femenina que le ha hecho el comentario lo ha retenido y ha
empezado a coserle a preguntas. Parecía que quisiera llegar hasta el fondo en
asuntos que resultaban nimios e irrelevantes para una gran mayoría de los que estábamos
concentrados en ese autobús. Los viajeros que yo tenía delante le dirigían
miradas de reproche a la mujer de rostro desconocido, que demostraba ser una
pesada a más no poder, de esas personas cansinas cuyo tono en las
conversaciones es farragoso y soporífero y que no tienen arte para la
declamación. La voz aguda insistía, envalentonada e incansable, y conseguía
filtrarse en ondas por los oídos, como una vibración sonora nada melodiosa y
con efectos inarmónicos, como un chirrido que martilleaba el tímpano con
sacudidas desagradables. El revisor, que yo miraba de reojo porque lo tenía
justo al lado, cabeceaba afirmativamente, al compás de sus preguntas, para
demostrarle que la seguía, que no perdía el hilo en sus largas argumentaciones,
pero la mujer, convertida ya casi en adversaria, no hacía más que divagar. «Bueno, pero, cuando se viaja fuera, lo normal es que antes uno se
informe sobre las normas del transporte que rigen en esa ciudad. Aquí somos muy
flexibles y ellos pueden hacer lo que les dé la gana», ha proclamado, esta vez sin ambages. Hubiese sido muy descarado por
mi parte volverme para comprobar el rostro que pertenecía a una voz que sonaba
más pretenciosa y acelerada en cada intervención. Lo único que había conseguido
la mujer había sido que, a partir de ese momento, todos los que íbamos en el autobús le tuviésemos
inquina. Bastante tenía ya el pobre revisor, que iba contestando a sus comentarios
(algunos parecían ofensivos y amenazantes) con respeto y educación, sabedor de
que estaba siendo observado y escuchado por el resto de pasajeros. Él no se
atrevía a rebatirla, pero tal vez otro, en su lugar, habría perdido la
paciencia. La conversación podía haber derivado en una pelea de proporciones
inusitadas porque la mujer era de las que hacen sacar a uno de sus casillas.
Los demás revisores observaban a la usuaria con antipatía mal disimulada, y,
aunque seguro que estaban deseando soltar todos a coro un sonoro «corta ya» cuyo eco retumbase
y reverberase hasta el otro extremo del vehículo, nada podían hacer para salvar a su
compañero del apuro en el que se hallaba envuelto. La voz de pito de edad
indefinida que yo tenía a mis espaldas, estaba emperrada en demostrar, erre que
erre, su don natural para la inoportunidad. Al final, ya fuera porque ha debido
de darse cuenta de que estaba impidiendo que los interventores prosiguieran con
su trabajo en una línea tan poco problemática como ésa, o porque se ha
cerciorado de que el autobús estaba detenido por culpa suya, o porque no tenía
ganas de discutir, el caso es que ya no ha querido seguir insistiendo y se ha
callado en seco, sin dar ni siquiera un triste gracias como palabra de cortesía
al resignado inspector que con tanta amabilidad le había seguido la corriente.
O tal vez, por fin, se ha dado por satisfecha con las respuestas. El revisor,
libre de tanta pamplina, a salvo ya de la metralleta que disparaba esa mujer, ha
dado la señal y toda la brigada se ha bajado del autobús, aliviados, aunque, posiblemente,
también decepcionados al no poder llevar a la práctica su principal cometido:
el escondido deseo de multar.
Sin
embargo, no se han dado por vencidos y los inspectores han permanecido en esa
parada, protegidos bajo la marquesina del sol abrasador del mediodía, para
recuperarse como baterías agotadas que deben recargarse urgentemente con
energía lumínica, a la espera de la llegada del próximo autobús para lanzarse
de nuevo al ataque, para seguir comprobando si alguien ha infringido las normas
y seguir resarciendo su ánimo recaudatorio. Cuando se han abierto las puertas, una
luz cálida y blanquecina ha invadido el espacio, protegido de la claridad
gracias a los anuncios publicitarios que cubrían todas las ventanas, y un fuego
que en otras circunstancias habría resultado sofocante, ha entrado súbitamente en
nuestro auxilio, cual bocanada de aire fresco, para aligerar el ambiente enrarecido
que se respiraba en el interior del vehículo. Apenas unos minutos, los justos
para que subieran nuevos usuarios y otros bajasen, el tiempo suficiente para
que pudieran renovarse las vaharadas viciadas de alientos y toses y diera
comienzo otro ciclo entre parada y parada.
Yo me
he bajado unas pocas calles más allá. Antes de que se abriera la puerta, no he
podido resistir la tentación de desviar un momento la mirada hacia la fila
donde estaba sentada la mujer que nos había tenido a todos pendientes de sus palabras,
detrás de mí. Sentía mucha curiosidad por poner un rostro definitivo a aquella
voz. Pero de lo ocurrido sólo quedaba de testigo mudo un asiento vacío y el runrún
de aquel timbre de voz que aún permanecía en el espacio reducido del autobús como
el eco de un grillo en la distancia y cuyo recuerdo seguramente se extinguiría para
siempre en la próxima esquina.
© Marta García Carrato-2018
© Marta García Carrato-2018
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