(A
Sergio, en recuerdo de su amistad.)
Querer rescatar a alguien del pasado entraña
un riesgo parecido a la espeleología. Yo estaba realizando esa actividad de
manera consciente y me he quedado atrapada en las profundidades de una cueva cuando
he leído un nombre en una esquela. Y
como tantas otras veces que estoy en apuros —y más cuando el rescate es
complicado—, he decidido echar mano de la escritura, a ver si ésta me lanza una
cuerda y puedo volver a salir a la superficie.
Hoy escribo más que nunca porque tengo la necesidad de hacerlo. No
puedo dejar de teclear, impulsada por un resorte que me va dictando las
palabras a medida que éstas van saliendo en tropel de mi mente en un desorden
con visos de convertirse en caos, una letra detrás de otra, a la espera de que
este ejercicio mecanográfico actúe como un bálsamo y me ayude a asumir la
noticia, demasiado reciente para que el pensamiento pueda asimilarla de golpe y
luego le haga un hueco en la memoria. Porque ver el nombre de alguien que conociste en una esquela, es qué menos
que impactante, y yo necesito un
tiempo para digerir esa crueldad.
Tendré que
remontarme a la década de los noventa, que es cuando comienza la historia que
os quiero contar. Entonces se estilaba mucho lo de coleccionar posavasos, unos objetos superfluos que hoy, en parte
debido a la crisis, están casi en desuso y condenados a desaparecer. Yo me
apunté a esa moda casi sin darme cuenta. Al principio, conservaba los posavasos
como mero recuerdo de mi paso por un bar o un restaurante —igual que el que
tiene la manía de guardar las tarjetas de los establecimientos—. Poco a poco
esto se fue convirtiendo en una costumbre y nunca me marchaba de un local sin
antes haberle pedido al camarero la cuenta y un posavasos, a ser posible intacto,
sin estrenar, para tener yo constancia de que había estado en el garito en
cuestión. Como entonces salía con mucha frecuencia, pronto empecé a recopilar un
número bastante considerable de aquellos soportes de papel y, como tenía muchos
repetidos, comencé a cartearme con coleccionistas de otros lugares para
intercambiar nuestros pequeños tesoros. Así fue como conocí a Miguel.
Durante años,
ese nombre había permanecido en el olvido y nada me hacía presagiar que ahora
iba a ser rescatado con virulencia de mi memoria. Su nombre y sus apellidos han
irrumpido esta mañana sin previo aviso. Ha sido mientras estaba sacándoles el
polvo a unas cajas que guardo en lo alto de una estantería que ha vuelto a
salir del baúl de los recuerdos. Primero he recuperado una foto que ya empezaba
a amarillear y a tener pequeñas huellas de humedad debido al paso del tiempo.
En la instantánea, Miguel aparece junto con Elena, su mujer, y su hija,
Victoria (Vicky, como solían llamarla); se les ve felices a los tres, de
vacaciones junto al castillo de Bellver, en Mallorca. Después he rememorado
algunos detalles sueltos de su vida, que él solía explicarme en las cartas que
nos mandábamos asiduamente entonces. La correspondencia no la conservé por
motivos de espacio, pero sí esta foto junto con alguna felicitación navideña
que me hizo gracia guardar. Luego he decidido sentarme delante del ordenador y
buscar su nombre en internet, movida por la curiosidad de saber qué había sido
de su vida y para volver a contactar con él con la ayuda de las tecnologías. Y
ha sido precisamente por culpa de éstas que he sabido de su muerte. Y aquí
estoy, con la foto delante de mí, intentando encajar la noticia.
No recuerdo
ahora durante cuánto tiempo mantuvimos
un intercambio epistolar —tal vez fueron cinco o seis años, o incluso más—.
Algo que hoy por hoy, al igual que los posavasos, está también abocado al
olvido debido a la irrupción de las nuevas tecnologías. Pero antes de los sms y
de los malditos whatsaps, mandarse cartas de puño y letra era de lo más normal.
Nunca llegué a entablar una relación
profunda con Miguel, ni mucho menos. Más bien el objetivo de aquellas
cartas era ampliar nuestra colección de posavasos y aquella afición que
compartíamos establecía nuestro nexo de unión. Sin embargo, habría quedado
bastante frío si hubiese introducido cinco o seis posavasos dentro de un sobre
y los hubiese mandado directamente, sin más, a su domicilio de Logroño, por lo
que siempre acompañaba los objetos de intercambio con unas cuantas frases. Muy
originales no éramos ninguno de los dos, todo hay que decirlo. Nada, el típico
hola qué tal —yo bien, gracias—, para luego preguntar por la salud —recuerdo
que él solía profundizar algo más en este aspecto—, a continuación hablar del
tiempo —que siempre es muy recurrente y con el que se pueden llenar un par de
líneas—, dar una breve explicación de los posavasos que adjuntábamos —porque, a
veces, según el estilo de la letra en que habían sido impresos, no se
apreciaban bien los caracteres— y, por último, despedirnos con el consabido
formulismo del fuerte abrazo para toda la familia y hasta la próxima. Pero,
poco a poco, fuimos profundizando más y gracias a aquellas cartas, en las que
nos explicábamos nuestros sueños, ambos pudimos hacernos una composición de
nuestras respectivas vidas. Así, llegamos
a compartir momentos buenos y malos como la defunción de su suegro, el
incendio de su coche, las buenas notas de Vicky, la ascensión de Elena en el
trabajo o la ilusión ante unas próximas vacaciones. Yo, entonces, recién había
terminado la carrera, y supongo que le contaría que mandaba mi currículum a
muchas empresas, o que había conseguido un trabajo en una revista, o que había
dejado lo de la radio. No sé, ya casi no me acuerdo. Siempre nos prometíamos
que cuando yo fuera a Logroño o él viniera a Barcelona, avisaríamos y nos
conoceríamos personalmente, pero ese momento nunca llegó y sólo quedó en pequeños retazos de vida explicados en
apenas unas líneas escritas.
Con el
tiempo, nuestras cartas se fueron espaciando más, supongo que por motivos
laborales y falta de ganas, porque mantener una relación epistolar en la
distancia con alguien que no has visto jamás se hace complicado y con los años
se desgasta en la mayoría de casos, a la par que baja la fiebre por coleccionar
posavasos. Y llegó un momento en que se extinguió la comunicación y dejamos de
tener noticias el uno del otro.
Y han sido
precisamente las nuevas tecnologías
las que me han permitido saber otra vez
de mi amigo por correspondencia. Porque la memoria es caprichosa, nos juega
malas pasadas y nos hace recordar con facilidad el nombre y los apellidos de
una persona que nos parecía que había quedado congelada en nuestro pasado. Y
no; seguía de manera latente, aunque con la tontería, de eso hayan pasado
quince años.
Maldito el
día en que se me ha ocurrido la idea de teclear
en mi ordenador ese nombre con el simple objetivo de curiosear y de que el
señor Google, con su disfraz de pitonisa, me diera una respuesta. Pensaba que
me había equivocado la primera vez e incluso he cerrado el motor de búsqueda
para volver a entrar e intentarlo de nuevo por si no era ése el usuario que
estaba buscando. Allí aparecía su nombre completo: el señor Don MIGUEL DE
PINILLOS LATORRE. Esta vez no había posibilidad de error. Me he llevado un gran
disgusto cuando he visto el nombre de mi
amigo epistolar en la esquela publicada por el periódico de noticias de La
Rioja y he sabido de su defunción, el 10 de abril de 2012, a los 52 años de
edad. Y el disgusto ha sido mayor cuando he leído que era viudo de doña ELENA
POZUELOS SANSEGUNDO, fallecida tres años antes que él. Enseguida he visto el
nombre de la hija de ambos, VICTORIA DE PINILLOS POZUELOS, la niña de unos
cinco años que aparece en la foto que tengo ahora delante de mí, desdibujada
por el tiempo, y que perdió a sus padres recién estrenada su juventud.
Me imagino
que mi nombre también debió de quedar en
su olvido o relegado a un minúsculo rincón de su memoria. No veo ningún
motivo a estas alturas para dejar un comentario en el diario expresando mis
condolencias. Porque, como ahora los periódicos pasan por momentos difíciles y
tienen que buscar nuevas vías para aumentar sus ingresos o, por lo menos,
subsistir, la digitalización ofrece la posibilidad a los familiares y amigos de
los difuntos, además de contratar una esquela, de encender una vela (se puede
escoger entre varios modelos), publicar un mensaje, una foto e incluso un vídeo
para que quede constancia y nunca se olvide al ser querido.
Hoy la espeleología
me ha demostrado ser una actividad de alto riesgo cuando se practica sin
protección. Creo que se me está bien empleado, por no dejar el pasado donde
está. Pero me ha entrado una gran congoja al pensar que mi amigo epistolar ya no puede volver a vivir su vida, que
su familia quedó truncada y que todos
aquellos sueños compartidos se hicieron mil pedazos, como las
cartas que no guardé. Conservo de él una foto y el legado de posavasos que me
fue enviando a lo largo de varios años. Descansad en paz, Elena y Miguel.
© Marta García Carrato-2015
En recuerdo de mi amigo coleccionista de posavasos y de su mujer. © Marta García Carrato-2015 |
¡Qué bonito! Acabo de conocer tu blog e iré leyendo tus historias. Me parecen muy cercanas (yo coleccionaba calendarios de bolsillo, ja,ja,ja,) y entrañables. Un abrazo.
ResponderEliminar¡Qué bonito! Acabo de conocer tu blog e iré leyendo tus historias. Me parecen muy cercanas (yo coleccionaba calendarios de bolsillo, ja,ja,ja,) y entrañables. Un abrazo.
ResponderEliminarMe alegra mucho saber que cuento con una nueva lectora que está interesada en las historias que escribo en mi blog. Te doy las GRACIAS, de verdad. Cuando uno empieza a bloguear, opiniones como la tuya le sirven de estímulo para seguir escribiendo. Espero seguir captando tu atención para que sigas visitando este espacio. Un abrazo virtual.
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