(Dedicado con cariño a
Zarzamora, la empleada de banca que tan buenos ratos me hace pasar leyendo las entretenidas anécdotas de su blog.)
Hace tiempo que sigo un blog muy pero que muy interesante, «Desde
mi ventanilla», firmado por Zarzamora, una empleada de banca que cuenta las
anécdotas que le suceden en el trato diario con los clientes de la entidad en
la que trabajahttp://desdemiventanilla.blogspot.com.es/ . En una de sus últimas entradas, que titula Hartita me tienen, describe pormenorizadamente, con soltura y
gracia, todos los tipos y tipejos que tiene que aguantar en la ventanilla. Me
he divertido tanto con su lectura que he decidido aportar mi granito de arena
al asunto, pero desde mi visión como cliente. Porque yo también tengo que
tratar a menudo con cajeros y cajeras de banco de variadas tipologías. Todos
ellos me sirven de inspiración. Si alguien que me lee pertenece a ese gremio,
¡estáis perdonados! Espero que también seáis capaces de perdonarme a mí.
Primero intentaré presentarme. Yo no sé muy bien cómo
definirme. Soy una clienta algo guerrera pero educada que detesta hacer uso de
un cajero automático cuando puede ser atendida por un empleado al que decirle
buenos días y explicarle la operación que desea realizar. Sigo las normas al
pie de la letra: que hay que coger número, yo lo cojo; que hay que ponerse
detrás de la raya marcada en el suelo, yo me pongo. Cuando va a tocarme mi
turno, ya llevo mi libreta y mi documentación en la mano, y cuando el empleado va
a atenderme siempre me adelanto y le pregunto si necesita mi D.N.I. para
agilizar la gestión. Mirad si soy disciplinada y colaboradora. Si él va al
grano y no me dirige la palabra, yo actúo igual y cuando acaba la operación le
digo adiós muy buenas. Si él es de los que les gusta relacionarse con los
clientes y hablar del tiempo, yo le digo que en la oficina se está muy calentito
o muy fresquito pero que afuera, en la calle, hace un frío que no hay quien lo
aguante o un calor del demonio (sólo para dejarle entrever lo bien que vive).
No sé si con esta breve descripción los que ejercen la profesión de cajero de
banco ya se habrán podido hacer una idea de qué tipo de cliente soy y me habrán
calado a la primera, dada su gran experiencia en el trato con el público.
Tampoco sé si me habré ganado su perdón a estas alturas. Porque eso sí que lo
tengo: yo me quejo siempre que puedo, pero con educación. Por ejemplo, si hay
mucha gente esperando, le digo al cajero que claro, como están cerrando un
montón de oficinas, pasa lo que pasa y el cliente es el que paga las
consecuencias, porque no todo el mundo puede hacer uso de la banca electrónica.
O que a ver por qué un recibo sólo puede pagarse a determinadas horas y
determinados días de la semana, que no todos los empleados tienen la libertad
de abandonar un momento su puesto de trabajo para ir al banco. O que a ver por
qué de las dos ventanillas que hay, una está la mayoría de las veces cerrada
cuando ves tanto personal “merodeando” por detrás sin atender al público. O que
a ver por qué tienen que cerrar una sucursal durante las vacaciones de Navidad
o de verano y la más cercana está en la otra punta del barrio, porque para
mucha gente mayor esto supone un gran perjuicio. Y cosas por el estilo… Ahora
supongo que ya os habréis hecho una idea mejor del tipo de cliente que soy y
podréis incluirme en el grupo en el que merezca estar. Se me olvidaba decir que
siempre acabo con la misma coletilla: «Ya sé que usted es un empleado y no
tiene la culpa, pero es que no hay derecho». Vamos, que yo también tengo que
aguantar lo mío como clienta de banco.
Mi cajero favorito es un empleado quejica muy simpático con los clientes y con cara de buena
persona. A ver si un día de éstos le pregunto cómo se llama porque el hombre,
así, de entrada, me cae muy bien. Tiene mucha, muchísima paciencia con la gente
mayor que entra a esa oficina. Cuando me toca el turno y yo me quejo de algo,
él siempre me suelta el mismo discurso: que ni me imagino la presión y ansiedad
que tienen que soportar últimamente los empleados, que por eso hay mucho
absentismo laboral, que cada vez hay más prejubilaciones y menos personal, que ahora
tienen que trabajar más… Bueno, bueno, tampoco hace falta que se disculpe así
conmigo. A continuación, empieza a soltarme su anecdotario particular: que si
el otro día un hombre le dijo que era un ladrón, que si otro se atrevió a
llamarle sinvergüenza en su cara, que si en una ocasión dos personas incluso
llegaron a las manos y tuvieron que venir los mossos… Siempre que hablo con él yo padezco porque el cajero se
enrolla y se enrolla, su verborrea es imparable, y yo no hago otra cosa que
pensar en la gente que espera su turno detrás de mí en la cola, me pongo en su
lugar ¡y la situación me pone de los nervios! Pero míratelo a él, ni se inmuta, tú... Yo intento cortarle sin parecer
descortés, pero él sigue con su rollo. No le importa que cada vez haya más
clientes esperando. La verdad es que cuenta anécdotas tan interesantes y
rocambolescas que más de una vez me han entrado ganas de invitarle a tomar un
café para que me las siga contando y me sirvan de inspiración, pero no quisiera
que pensase lo que no es, y por eso me limito a despedirme con un simple gracias,
un adiós y hasta la próxima. Qué empleado tan simpático, dicharachero y largo
de conversación. El quejica debe de ser, sin duda, un saco de sorpresas.
¡Que pase el siguiente! © Marta García Carrato-2015 |
En el polo opuesto sitúo al empleado de recién incorporación, como le llamo yo, que trabaja en
otra oficina de la misma entidad financiera que el anterior. Éste es un niñato
de unos veintipocos años, de imagen impecable, a lo rollo hipster, con flequillo tupé, gafitas de pasta de color negro como
las que llevan todos los profesionales expertos en economía, cejas depiladas y cuidada
manicura. Me mira lo justito y cabal, sin prestarme mucha atención después de
comprobar, por el estado de mi cuenta, que yo soy una clienta poco rentable y
que conmigo puede sacar bien poco partido. Parece que quiera dejar claro que él,
aunque ha pasado un duro proceso de selección, está de paso en esto de ser
cajero de banco y que lo del contacto directo con el cliente es algo pasajero
porque él tiene otras aspiraciones... Que él está muy orgulloso de su formación
académica, porque seguro que tiene un máster en Administración y dirección de
empresas, otro máster en Economía y finanzas y un sinfín de cursos específicos.
Y total para tener que atender a jubilados que vienen a sacar el dinero de su
pensión o a mujeres pesadísimas que le plantan encima del mostrador el catálogo
de los puntos estrella y le preguntan si ya les llega para solicitar el juego
de sartenes. El pobre cajero novato y recién llegado debe de estar que trina. Estoy
convencidísima de que este pájaro volará y que tarde o temprano dejará de verse
por esa oficina. Y si no, el tiempo…
Conozco a otro cajero (en este caso, cajera) que podría
definir como el asesor financiero.
Hace bastantes años que tengo trato con esta profesional, que se llama Rosa, y que
debe de ser de las pocas afortunadas que han conseguido seguir en la misma
oficina. Recuerdo que fue escalando puestos y ahora es la directora de la
sucursal bancaria. Tiene un entusiasmo y una habilidad comunicativa que siempre
me sorprenden. Esas dotes, sumadas a su aterciopelada voz, son una combinación
perfecta para que sepa convencer hasta a la más incauta de sus víctimas. Porque,
a la mínima que puede, te explica los nuevos servicios financieros y los productos
que más se adecuan a ti. Incluso ha llegado a llamarme a casa y a decirme que
si me iba bien pasarme por la oficina un momentito porque tenía un nuevo fondo
de pensiones o un nuevo seguro para el hogar que podían interesarme. Como hace
muchos años que nos conocemos, no puedo enviarla con viento fresco y colgar el
teléfono sin más dilación, así que me veo en la obligación de guardar las
formas, actuar con educación y soltarle el rollo de que estos días ando muy
ocupada y me resulta imposible encontrar un hueco en la agenda, que ya lo
consultaré por internet, ya me lo pensaré y ya le diré algo. Por no decirle que
me deje en paz, que yo no soy una clienta rentable sino que, en realidad, y de
buena gana si pudiera, sería una clienta borde que le cantaría las cuarenta y
le diría que no tiene ni vergüenza por cobrarte comisiones hasta por el
mantenimiento de tu cuenta, y que es más PESADA que los antiguos vendedores de
enciclopedias, siempre con lo mismo. Pero todo esto me lo callo y me tengo que
aguantar. Mejor que no salga de aquí.
Hace tiempo también di con un cajero ligón, o al menos es lo que me pareció a mí. De memoria
prodigiosa, enseguida se aprendió mi nombre de pila, sin necesidad de abrir mi
libreta de ahorro para verlo y dirigirse a mí con un trato tan personalizado.
Al principio, me imaginé que lo hacía con todos los clientes y que era su
estrategia para fidelizar, pero me di cuenta de que sólo actuaba así conmigo y
empecé a malpensar. Incluso me dio una tarjeta con su nombre, su teléfono y su
correo electrónico, que yo pensé: ¿para qué me das una tarjeta, Carlos López
Quesada, si tú no eres el director de esta sucursal y yo sólo vengo por aquí a
ingresar unos pocos eurillos? Mientras yo estaba en la cola, me fijaba en que
aquel cajero atendía a los clientes siempre sentado, desde su sillón, porque
así estaba más cerca del ordenador, pero cuando me tocaba a mí el turno se
levantaba raudo, como si tuviera un resorte en el culo, y se pegaba
literalmente al cristal de la ventanilla. «Buenos días, Marta, ¿qué tal? ¿Cómo
estamos? ¿En qué puedo atenderte?», se ofrecía caballeroso cuando llegaba
mirándome fijamente con ojillos viciosos y miopes y rozándome ligeramente la
mano al entregarle mi libreta. «Ya sabes que estoy a tu disposición», se despedía
siempre de mí cuando me marchaba con una sonrisa de oreja a oreja. Yo me ponía
roja como un tomate y tenía que aguantarme la risa porque tanta comicidad me
recordaba a aquella mítica escena de la película Atraco a las tres, en la cual José Luis López Vázquez soltaba encandilado
aquella frase a la clienta, cuando ésta entraba por la puerta de la sucursal: «Caramba,
señorita Catia, encantado de verla por aquí. Fernando Galindo, un admirador, un
esclavo, un amigo, un siervooo». Vamos, que sólo le hubiera faltado decirme que
estaba a mis pies o llevarme en volandas hasta la puerta, delante de todo el
mundo, de lo bien que me trataba siempre. El cristal que nos separaba hacía las
veces de confesionario, porque el cajero pronto empezó a explicarme sus
problemas personales como si me conociera de toda la vida: que si tenía dos
hijos adolescentes a los que no les gustaba estudiar; que si su madre estaba
muy mal de salud, apenas se levantaba de la cama y habían tenido que buscarle
una cuidadora; que si a él le encantaba ir en bici los fines de semana por la
Villa Olímpica cuando hacía buen tiempo para olvidarse de los problemas; que si
su mujer era una buenaza, una auténtica santa y tenía mucha paciencia para
soportar la situación familiar por la que estaban atravesando… Eso era lo que a
mí no me cuadraba, que hablara tan bien de su mujer si pretendía ligar conmigo.
Un día que yo estaba haciendo cola, él entró en la oficina, después de haber
salido a almorzar, y en cuanto me vio, me sonrió de una manera exagerada, se
dirigió hacia mí con evidente coquetería en los andares, me saludó con
efusividad y me dio un par de sonoros besos impregnados con olor a tabaco a
ambos lados de la mejilla que no vinieron a cuento de nada. Ese día él firmó su
sentencia ante mí: tomé la decisión de cortar por lo sano, poner los pies en
polvorosa, o sea, desaparecer para siempre, y cambiar de oficina para perder el
contacto. Nunca supe sus verdaderas intenciones, ésa es la verdad, porque yo
sólo atendí a los signos del lenguaje no verbal y no a la evidencia plausible.
Tal vez confundí los términos y no era un ligón sino un pelota que actuaba así
porque tenía miedo de que un día me llamaran a casa de manera inesperada los
del Servicio al Cliente para saber mi opinión sobre el trato recibido en su
sucursal y valorar del uno al diez, igual que hacen los de Movistar cuando
tienes alguna incidencia con la línea telefónica. Pero yo no tenía ninguna
necesidad de aguantar aquellas babosidades, fuera lo que fuese… Supongo que
Carlos López Quesada pronto se buscaría otra clienta que le hiciera de psicóloga,
abusando de su confianza, que le escuchara con atención tras el grueso cristal
de su ventanilla. O no… Yo, por si acaso, di por zanjada aquella situación que
no me habría traído nada bueno, sólo problemas y quebraderos de cabeza. ¿Mi
valoración si me hubieran llamado en verdad los del Servicio al Cliente? Pues
un nueve, porque lo que me reí con la insistencia y el buen trato de aquel
cajero no lo sabe nadie.
Por último, hablaré de un empleado que no suelo tratar con
mucha regularidad, sólo de tanto en tanto, pero que, las veces que nos vemos,
se niega a contraer el síndrome del
cajero automático, como lo defino yo, aunque no sé si esta definición es
acertada o no, porque no soy experta en temas financieros. Veréis, se trata de
un hombre de mediana edad, que se pone una estufa a los pies en invierno
(aunque en esa oficina la calefacción suele estar hasta los topes) y un
climatizador en verano (aunque salgas siempre de allí con las manos heladas
como un cubito de hielo), y que actúa con gestos ceremoniosos y con mucha parsimonia,
igual que un funcionario frustrado —echo mano de este arquetipo, aunque sé que
muchos empleados públicos curran de verdad—. Parece que el hombre estuviera
pensando: «Bueno, de aquí a dos días, me voy a prejubilar con unas condiciones
que ríete tú, bonita. Estás tú lista si te crees que me voy a estresar por
culpa tuya… A mí, plín. Lo que tú me estás contando, por un oído me entra y por
el otro me sale. Yo me lo tomo con calma y ahora mismo, en cuanto acabe
contigo, salgo a almorzar. Luego, cuatro papelitos de nada y, hala, a casita. A
comer y a dormir la siesta, que con el madrugón que me pego con este horario
intensivo, me tengo bien merecido el descanso». Y decía lo del síndrome del
cajero porque a la que tú le dices lo que quieres, enseguida te indica que esa
operación se puede realizar desde el cajero automático. Sea lo que sea lo que
le requieras en el mostrador, él siempre te envía al cajero. ¡Qué tirria les
tiene a según qué transacciones, por favor! Pone la excusa de la comodidad del
servicio, para que no tengas que esperarte y hacer cola, pero yo sé que lo hace
porque a este «currante» le gusta trabajar poco. Como se las sabe todas, con
muy buenas palabras se te quiere quitar de encima. Ése sí que vive bien… Más le
valdría avisar para que arreglen el cerrojo de la puerta, que hace siglos que no
funciona y cualquiera puede entrar y atracarte en cualquier momento, y decirle
a los de mantenimiento que limpien con mayor periodicidad el cajero automático,
que huele a perros muertos porque algunos indigentes lo usan de cobijo para
dormir (eso sí que es triste), y hay tanta porquería acumulada en todos los
rincones que no puedes dejar encima ni siquiera el billetero. «¡Y a mí qué me
cuenta usted!», intuyo que me diría mi amigo el estresado de conocer mis maquinaciones. Pues nada, que le aproveche
y que usted se prejubile bien.
Pues hasta aquí mi tipología de los cajeros de banco con los
que he tratado en algún momento o trato en la actualidad. Espero que si alguno
de ellos lee esta entrada, se lo tome con humor y me disculpe si he escrito
algo que le haya podido molestar pues nada más lejos de mi intención. Lo mismo
que dice Zarzamora, la empleada de banca, en la entradilla de su blog «Desde mi
ventanilla», os lo digo yo, pero en este caso desde el otro lado del mostrador:
Soy cliente de una entidad bancaria, espero que me perdonéis la vida y que no
me odiéis por ello. Gracias por haberme leído, seáis cajeros de banco o no, y
hasta la próxima.
© Marta García Carrato-2015
Soy Zarzamora, la aludida y me ha encantado la entrada. Real como la vida misma. No le pongo ni un pero. Te pondría un 9 como clienta. Eres de las que van preparaditas y saben cuando charlar y cuando no, dependiendo del trasiego de gente. Si es que me han gustado todos los arquetipos. Yo sería parecida al ventanillero simpático, pero muy rápida y sin dar muchas oportunidades al rollo clientelar cuando hay gente esperando. Y el "acoso" por parte de la asesora financiera es general en todos los Bancos. Tienen listados, "agendas", objetivos de llamadas y de captación. Su misión: que no se les escape ninguna oportunidad. Mi consejo es que la envíes a paseo si te harta. Están -estamos- tan acostumbrados... Ja, ja, ja.
ResponderEliminar¡Muchísimas gracias por tu comentario y por tu nota alta, Zarzamora! Me alegro de que te haya gustado. Como cada vez están cerrando más oficinas, yo creo que a la larga no quedará otro remedio que optar por la banca electrónica. Todos saldremos ganando: los empleados os quitaréis de encima parte del rollo clientelar y los clientes ganaremos en tiempo y molestias. Pero es un poco triste, ¿no crees? Yo añoro aquellos tiempos en que la relación empleado-cliente era más familiar. Eso se está perdiendo, como en muchas profesiones. Una máquina sustituye al hombre. A ver si hacen cajeros automáticos que te den los buenos días cuando les introduces la tarjeta para operar. Pero, como te lo harás tú todo, que te quiten las comisiones, jejeje. Un abrazo.
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