lunes, 26 de enero de 2015

Cortarse las uñas en el metro

Pensaba que ya lo había visto todo en el transporte público y que estaba curada de espanto, pero resulta que no. Hay personas que me sorprenden en el día a día y cuyos actos, por un motivo u otro, no pueden pasarme desapercibidos. Cuando esta mañana he cogido el metro para ir a la editorial, enfrente de mí iba sentada una mujer de mediana edad con un aspecto cuidado, una persona de esas que a simple vista no llaman la atención por ningún detalle en especial. Y cuál ha sido mi sorpresa al ver que ha sacado un cortaúñas de un neceser pequeño que llevaba dentro del bolso y se ha puesto a cortar las uñas de las manos en público, sin ningún pudor o reparo por su parte. Sin duda, estaba ante una situación insólita, vulgar, repugnante y rayana en lo soez. Además de parecerme un acto de muy mala educación, yo creo que denota tener muy mal gusto y que demuestra ser una guarra hablando claro (vale, una cochina, si se quiere suavizar el término), por muy pintarrajeada, emperifollada y engalanada que fuera la mujer. Yo considero que es un comportamiento absolutamente irrespetuoso hacia con el resto del pasaje. Lo de cortarse las uñas creo que debe hacerse en la más absoluta intimidad, generalmente después del aseo personal, cuando la piel está reblandecida, pero en un vagón de metro, como que no. Si da grima contarlo (o leerlo), imaginaos tener que verlo... No hay manera de que me acostumbre a ver estas cosas, ni las más habituales (si es que alguien las puede considerar normales) ni las más estrambóticas.
Y a ver, POR SI ALGUIEN ME LEE, ¿cómo reaccionas cuando asistes a algo así? Ya sé que no es para tomárselo a la tremenda y llegar al extremo de accionar la palanca de emergencia y avisar a los miembros de seguridad, pero ¿qué hay que hacer ante estos casos? ¿Te sigues haciendo la loca como si lo que está ocurriendo a apenas dos metros de ti no te importara en absoluto? ¿Empiezas a mirar con fruición los mensajes que tienes en el móvil para dar a entender que semejante grosería te parece lo más natural del mundo y que a ti te da igual, como si quiere aprovechar también para sacarse el luto de las uñas? ¿Sacas un libro y te pones a leer con el consiguiente peligro de recibir el impacto de una uña en cualquier momento y, lo que es peor, que una uña se quede incrustada en una hoja al girar la página, como el que pone a secar una flor? Porque, aparte de sentir asco y vergüenza ajena y de ver mi nivel de tolerancia sobrepasado, ése es el miedo que tenía yo esta mañana en el metro, que en cualquier momento una de sus uñas saliera volando, fuera disparada por el cortaúñas con la misma fuerza que un proyectil, consiguiera alcanzar mi abrigo de lana y se quedara enganchada en el tejido, sin posibilidad de desprenderse y de impactar de rebote contra el suelo o contra cualquier otro rincón del vagón. Porque siempre suele tocarme a mí recibir la peor parte, lo sé por experiencia. No quiero ni imaginar el bochorno si me llega a pasar algo así...
Por lo que no me lo he pensado dos veces cuando un pasajero que iba sentado en el mismo banco que yo pero en el extremo opuesto se ha levantado para bajar en Vallcarca y ha dejado el asiento libre. Me he tirado de cabeza, como el que huye de la peste, antes de que alguien se me adelantara, que no sería por falta de candidatos, y me he apoderado del preciado asiento libre que para mí representaba, además, mi salvación. MI LIBERACIÓN. Había conseguido salir ilesa de tan terrible, grotesca y avergonzante situación. Desde esa nueva ubicación podía observar a la mujer cómo iba avanzando en su sesión de manicura pero, por lo menos, yo ya estaba a salvo de recibir el impacto de una garra. Porque yo no sé de dónde saldría tanta uña pero no cesaba de oírse el molesto sonido del click click del cortaúñas. ¡Basta ya de ese suplicio, por favor! De seguir así mucho rato, todos los viajeros íbamos a acabar padeciendo misofonía, de tan insoportable que se estaba haciendo ese castañeteo metálico. Seguro que el suelo (y lo que no es el suelo) estaba a estas alturas completamente perdido, lleno de residuos. A la mujer se ve que no le importaba dejar su huella en todas partes y habría sido un disfrute para cualquier criminalista. A mí me costaba reprimir esa curiosidad innata que siempre se me apodera cuando contemplo estas situaciones, y dentro de un orden y con cierto disimulo me he dedicado a observar la reacción del resto de pasajeros: todos se hacían los distraídos, parecían haber dado su visto bueno a la esteticista sin escrúpulos y viajaban tranquilos y a resguardo en su inmutabilidad. Algunos iban por completo embebidos en sus cavilaciones sin otro objetivo que contemplar las musarañas hasta llegar a su destino. Otros estaban a salvo entretenidos en su burbuja digital, con la vista pegada a sus móviles y tabletas de última generación. Éste era el panorama. A ratos también observaba a la mujer de soslayo, en un intento por evitar que nuestras miradas se cruzaran y pudiera leerme el pensamiento. Yo diría que ambas hemos logrado coincidir una milbillonésima de segundo, tal vez una vigésima parte de un septillonésimo de segundo, un tiempo diminuto e intangible. Por supuesto, ella no podía atenderme. Iba demasiado atareada, tan entretenida en su pasatiempo como el que rellena sudokus. Estaba tan completamente entregada a su trabajo, tan ensimismada en su halo de protección de intimidad compartida, que no podía perder el tiempo indagando en mis turbulentas maquinaciones. Era evidente que ni por asomo se sentiría culpable de cometer ninguna infracción. Aunque en aquel preciso momento entrara en el vagón una brigadilla de limpieza, la mujer seguiría más fresca que una lechuga.
Pero la cosa no ha acabado ahí. Nuestro trayecto compartido parecía que iba a ser largo y cuando ha finalizado la sesión de corte, a la altura de la estación de Fontana, ha comenzado la de eliminación de asperezas y cutículas, una fase que a mí me ha parecido interminable o, por lo menos, más entretenida que la anterior y todavía más asquerosa si cabe. La mujer iba moviendo el instrumento de manicura de acero inoxidable con verdadera precisión y eficacia; parecía estar realmente obsesionada con la eliminación de pellejos molestos o pieles muertas. Cuando el metro ha llegado a la parada de Catalunya, ha empezado con la otra mano cuya epidermis prometía tener la misma efervescencia en el metabolismo celular que la primera. No había tegumento que se le resistiera. A veces incluso percibía una leve expresión de dolor en su rostro, lo que me hacía suponer que estaba dañando la piel y que yo estaba siendo partícipe de una delicada operación sin anestesia. Ahora sólo me faltaba tener que verle los dedos en carne viva... ¿Cómo era posible llegar a ese nivel de crueldad en sus propias manos sin sentir miedo de padecer una infección? Sin duda, estaba ante una persona nerviosa, pero el polo opuesto a aquella que se muerde las uñas.
Yo iba mirando (confieso que ahora descaradamente) e iba pensando... La verdad es que no comprendo por qué me toca siempre ser testigo ocular de situaciones de difícil explicación y aceptación por mi parte. Recuerdo que otra vez, hará de esto por lo menos cuatro o cinco años, en el vestuario del gimnasio una mujer mayor se estaba quitando los callos de los pies encima de una toalla, apoyada en mi banquillo, mientras yo me estaba aplicando leche corporal para eliminar el olor a cloro de la piscina. Por supuesto, yo no tenía por qué asistir a aquel espectáculo indecoroso, que a mí luego estas cosas me afectan mucho, así que recogí todos mis bártulos y me puse en otro banquillo. Aun encima la mujer me miró sorprendida, molesta, yo diría que indignada por mi actitud intolerante pues no se esperaba que yo tuviera aquella reacción frente a su comportamiento al que parecía no darle importancia, como si lo de quitarse las callosidades de los pies delante de los demás, ¡¡en el vestuario de un gimnasio!!, fuera igual que ir comiéndose una papelina de churros por la calle. En aquella ocasión me refrené también y capeé la situación para no recriminarle su actitud y decirle: "Perdone, no me mire así que es usted la que no tiene ninguna consideración hacia los demás". O mejor directamente: "Es usted una cerda". También recuerdo que, hace años, cuando vivía en una planta baja, me había tocado recoger alguna que otra uña de entre las plantas de la terraza porque algún vecino malnacido de mi edificio o de los bloques colindantes se creía que el aire se lo lleva todo. Bueno, pero a lo que íbamos, POR SI ALGUIEN ME LEE, que mi inciso ha sido demasiado largo y a mí me cuesta ir al grano.
Sigo con mi historia del metro. Avanzábamos en nuestro trayecto y no estoy segura de si ha sido a la altura de Paral·lel o de Poble Sec que la mujer ha empezado con el limado final. Ha sacado una lima cutre de lija del neceser y, venga lima por aquí, venga lima por allá. Estaba decidida a darle una horrible forma rectangular a sus uñas eliminando descascarillos y picos ocasionados por el cortaúñas. Movía la lima de un lado a otro pero siempre en la misma dirección, con movimientos orquestados y sin olvidarse de la piel debajo de las uñas.
Cuando ha terminado la sesión de limado y se ha quitado de encima todo el polvillo blanco que le había caído directamente a la ropa para esparcirlo en el aire como el que esparce las cenizas de un muerto, ha sacado un tubo de crema de manos del neceser y se ha aplicado una generosa capa, extendiéndola a continuación con exquisito mimo para suavizar la maltratada piel.
Yo todavía no daba crédito a estas alturas. La mujer tenía perfectamente calculados los tiempos y la meticulosidad que necesitaba para cada fase. Para ello se guiaba por el ritmo o sucesión de las estaciones, lo que me demostraba su grado de experiencia en estas lides. Era evidente que no era la primera vez que sus uñas salían volando, tal vez en otro vagón de otra línea, tal vez en este mismo. Ha calculado con la más absoluta precisión el tiempo que necesitaba para guardar dentro de su bolso el neceser con el cortaúñas, la herramienta para eliminar cutículas, la lima y el tubo de crema de manos y levantarse del asiento para bajarse en la estación de Les Corts. Desde mi posición, no podía comprobar si le habían quedado unas uñas impecables o se había hecho una auténtica carnicería al arrancar tanta cutícula rebelde, pero sólo le faltaba pasearse por el vagón, exhibirlas al resto de pasajeros y provocarles con alguna frase del tipo "Si queréis, podéis mirar y tocar mis uñas. ¿No creéis que me han quedado geniales?". Después del rato que había invertido en limarlas, seguro que sus uñas por lo menos estaban fuertes y a prueba de enganchadas. Por unos momentos ha examinado su aspecto en el cristal de la puerta: se ha arreglado un poco el flequillo, ha dado unos ligeros toques a su bufanda y ha eliminado cualquier posible resto de boqueras en las comisuras de los labios. Finalmente, ha dado su visto bueno, sabiéndose poderosa (aunque tampoco podía alargar más la contemplación porque el metro entraba ya en la estación) y ha salido con aire victorioso del vagón.
Yo me he bajado en la parada siguiente, María Cristina. De camino a la editorial seguía pensando en mi compañera de trayecto. A unas uñas como aquéllas les faltaba el acabado final: un buen esmalte. ¿Aprovecharía ella su trayecto de retorno para aplicarse dos capas de laca de uñas?
Como véis, y POR SI ALGUIEN ME LEE, no todo está visto en el transporte público, como decía al principio. Aún me falta por ver a alguien con la pericia y el pulso suficiente para pintarse las uñas con el traqueteo del metro (o incluso por los pasillos de algún túnel para hacer transbordo, que sería ya de récord Guiness). Aún me falta tener que soportar el fuerte olor a acetona. Aún me falta contemplar la escena de que alguien ha derramado su frasco de esmalte sobre unos zapatos que no son los suyos... Aún me falta tanto por ver... Pero, a la vista de las circunstancias, estoy segura de que ese día llegará pronto y de que yo seré testigo de la escena. Y, si no, tiempo al tiempo...
La ilustración está sacada del blog "Las aventuras de un abúlico", de manuelis.com, ¡y me viene como uña al dedo!
CORTARSE LAS UÑAS EN EL METRO - (c) - Marta García Carrato

4 comentarios :

  1. Qué ascazo!!! Yo lo más fuerte que vi un día fue un par de hombres que bajaron las escaleras rodando, pero porque se estaban peleando a puñetazo limpio, y se me puso un mal cuerpo...

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    1. Marta muy bueno y me he reído con algunas cosas. Yo también hubiera tenido miedo de que alguna uña fuera a parar a mi abrigo!! Me parece una marrana pero más me lo parece la señora de los callos!! Son cosas que se hacen en casa por favor... Yo una vez vi a una chica que estaba pintándose en el metro y lo que más me sorprendió es que se estaba pintando la raya de los ojos y todo!! Yo sería incapaz de hacer eso sin meterme el lápiz en un ojo...

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    2. Ascazo y de los grandes. Todos los pasajeros que estábamos sentados alrededor de la "esteticista" deberíamos haber salido huyendo en tropel para ponernos a salvo de la tormenta de uñas.
      Sí, la verdad es que si eres usuario del metro cada día "se te pone mal cuerpo", como dices tú. Cuando no es por una cosa es por otra. Cuando no es por un pito es por una flauta...

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    3. Me alegro, Noelia, de que te hayas reído un rato leyendo este post. Hay que ver qué panda de impresentables entre uñas y callos, ¿verdad? Ver para creer. A veces, la realidad supera la ficción... Lo que comentas tú de pintarse la raya de los ojos en el metro es de lo más "habitual". A este paso, seguro que alguien me pedirá algún día si le puedo sujetar el espejito mágico mientras realiza su sesión de maquillaje exprés... También sería una situación un tanto rocambolesca, pero ya todo es posible en el subsuelo.

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